por Monserrat Acuña ![]() En la ciudad de Orán, en el año 194…--fecha que por imprecisa e intemporal nos muestra que la catástrofe no es exclusiva de una determinada época ni ciudad --se han dado cita unos cuantos personajes que sirven de vehículo de expresión de quien resulta ser la verdadera protagonista de La Peste de Camus: la condición humana. Sin embargo, no es cualquier situación a la cual se enfrenta la condición humana, sino una situación límite, instalada en el borde del peñasco, al borde de la caída. La obra del autor del Extranjero, parte del desgarro individual que sobrelleva el encuentro con el absurdo, aunque a diferencia de lo que pasa con Mersault, en La Peste se esgrime lentamente aquel desgarro abandonando poco a poco por el régimen de la individualidad, hasta pasar a ser el encuentro mismo con la conciencia de la opresión que colectivamente se puede recibir del mal, inscrito éste en cualquier forma que suponga el riesgo y el dolor incomprensibles. La Peste se presta para escenario en el cual la inteligencia autoral habrá de intentar de vindicar el derecho a la rebelión, que desde su individualidad, nos convierte en un colectivo. Se trata, pues, de un relato que en cierto modo nos ilustra la fuerte implicación moral de la rebelión que se muestra como poseedora en sí́ misma de una carga axiológica relevante. Es por eso que es en ella donde el hombre se supera en sus semejantes, de modo tal que la solidaridad humana se nos muestra como metafísica. El hombre que nos muestra Camus está situado más allá de las preocupaciones propias de una humanidad regida por el imperativo categórico kantiano. Se trata, en efecto, de aquel que se halla justo en el culmen de la desconfianza frente a lo sagrado, pero también frente a lo humano. No hay una ética racional impersonal de corte kantiano que justifique el mal, y mucho menos el mal que proviene de la incomprensible naturaleza que parece no admitir un principio de razón suficiente que explique desde el orden moral el por qué de una inesperada peste bubónica. Contrario, pues, al orden moral kantiano que pretende representar impersonalmente y sin rostro --lo mismo que sin pasiones y sentimientos-- a la humanidad entera, a través de una buena voluntad racional expresada en cada acción, en La peste vemos desarrollarse la idea de un orden moral que apuesta por atenuar el absurdo, partiendo desde la individualidad y hasta alcanzar lo comunitario (que no el comunismo). Es necesario en la moral del escritor franco argelino que el Otro no sea un concepto desencarnado, sino alguien semejante, con rostro, anhelos y pasiones. Esta tendencia quizá nunca tan bien representada como en el esfuerzo que encarna el doctor Rieux, quien desde el trabajo del hombre de acción quiere restablecer una unidad humana bajo la solidaridad de sanar a los hombres, aún cuando su acción vaya precedida por el reconocimiento que Camus hace de la actitud propia de los hijos de su tiempo, es decir, por el desencanto que puede incluso admitir el enjuiciamiento a Dios, sin que ello impliqué una renuncia a la vida. Por el contrario, Rieux asume que si hubiese que reconocer el mutismo de lo divino no sería ello pretexto para abandonar la lucha contra el dominio tiránico de la muerte, sino para acometer la vida. Porque aunque para Rieux siempre va a ser completamente incomprensible que el Dios del amor deje morir sin justificación, pese a la entrega ferviente que siendo exigida por Él, el médico concibe satisfecha, aquello no supone la renuncia a la idea del amor (donde describirnos una vez más el trasfondo metafísico de la acción moral en este personaje de Camus). Al extremo de esa posibilidad se halla lacerada esa realidad de la rebelión de Rieux: la idea de un amor en la que es menester estar dispuesto a negarse hasta la muerte a una situación en la que la muerte tenga justamente la última palabra. En efecto, la única esperanza eficaz para Rieux es la que puede construir la acción inmediata, consciente de su alcance y no por ello absurda. Pues de manera casi inversamente proporcional a la moral promedio de su tiempo, en la que es patente la posibilidad del conflicto en tanto que resultado del encuentro humano, La peste sugiere que si bien aquella es una posibilidad abierta y que está latente hasta la muerte, la fraternidad puede ser otro móvil que aunque oculto, resulta indispensable para fraguar la moral del hombre que se rebela frente al absurdo. Pues sólo la fraternidad que tiene rostro puede convocar a la acción concreta de ser solidario con los hombres enfrentados a los caprichos del destino incomprensible en el que parece regir el mal. Pero no debe malentenderse el ideal de rebelde de Camus, no son estos los personajes de un western que son beneficiados por su sacrificio y sus buenas acciones, por el contrario, aunque la muerte los aceche habrán de darse a la tarea de salvar aunque sea a uno de la miseria de la peste. Es así como en Orán se encuentran personajes diversos que desde distintas trincheras se verán llamados al límite de la condición humana para reivindicar un orden en el cual todas las respuestas representen una seria rebelión contra el absurdo o lo absurdo del fragante desamparo que, frente a la muerte, queda la débil individualidad. Camus encarará la indiferencia con una serie de situaciones impregnadas de una batalla por el amor y la justicia, con la adversidad encima, cual Sísifo empujando su roca; con la firme idea que el propio Rieux habrá de sostener al final de las páginas de la novela: en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. Camus, A. (1995). La Peste. Buenos Aires: Sudamericana.
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Julio 2015
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