![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Ha habido exploradores intrépidos, luchadores infatigables y filósofos profundos, pero ninguno como aquel habitante del asteroide B-612 que nos legó Antoine de Saint-Exupéry en su famosísima obra El Principito. La brevedad del libro se compensa con la sinceridad, simpleza y realismo del que están cargadas sus páginas. Pocas veces, llegará a verse tanta sabiduría compacta en tan escasas líneas. Todo gracias a que su protagonista es un niño: el Principito. Para cuantos hayan leído El Principito, no pasarán inadvertidas sus múltiples y consecutivas preguntas. Cuando algo se le ha metido a la cabeza, no hay quien le haga cambiar de tema, así sea la pregunta más tonta o menos interesante posible. No hay personaje que resista dos rounds seguidos de su terquedad. Todos acaban por responderle con buen o mal genio a sus persistentes dudas: por qué, para qué, cómo, qué. Dichas preguntas componen el repertorio de cualquier infante. Son fórmulas repetitivas con las que el niño busca comprender la realidad de los adultos, del mundo y de la sociedad, una realidad que se le hace horrorosamente compleja. Porque, ¿qué es más complejo que escucharles decir a los adultos que no tienen tiempo para hablar, jugar o reír, cuando los niños lo tienen de sobra? Quienes se han visto en el trance de resolver tales interrogantes o de convivir con un niño curioso, transcurren primero por un estado de incomodidad, luego intentan explicar las obviedades de la vida de una manera torpe —“es que no es obvio”— y terminan ignorando las preguntas trascendentales del niño, respondiéndole cualquier bagatela. De modo que, al final, la respuesta más recurrente es la del farolero: “es la consigna”. Cuestionarnos por la realidad que nos rodea es un deber de todo hombre y mujer que se juzgue digno habitante del planeta Tierra, heredero de un espíritu inconmensurable, sediento de saber. En ningún modo, está mal interesarse por el curso de los astros, por el vuelo de la libélula, por el canto de los grillos, por la llovizna, por los frutos o por los truenos. El alma humana es científica y filósofa por naturaleza: se asombra y se cuestiona, y esto nos lo viene a recordar el Principito. Para él, todo es importante. Ninguna pregunta es tonta o advenediza: busca el sentido pleno de la realidad. Por eso, cuando pregunta por qué las flores tienen espinas, si al final se las pueden comer los corderos, expresa una inquietud fuerte que le hace rabiar ante la falta de seriedad del piloto. Porque, entonces, ¿cuál es la finalidad última de las espinas, si, aparentemente, no les sirven de nada? Esta actitud del Principito de dejarse impresionar como los filósofos por el mundo que le rodea e interrogarlo para impresionarse aún más, es nuestro propio derecho y deber. A veces, vagamos por el mundo de forma autómata —sin apreciar nuestro entorno—, privándonos de la felicidad que nos da la contemplación, así como de la reflexión e inquietudes que brotan de ella. Ahorrarnos estas molestias —estos tristes o alegres pensamientos—, acorta nuestra vida y el goce de nuestros sentidos. Quienes van de un sitio a otro sin mirar ni admirarse, son hombres y mujeres grises que decoloran el mundo. No les preocupa lo que suceda con él ni con quienes lo habitan. Son hombres y mujeres mustios que no pasan de sus problemas, porque no son capaces de contemplar los de las demás personas. Y cómo habrían de contemplarlos, si no les impacta no ver el trasfondo de esa realidad. La mirada fría de quienes manejan o caminan por las calles, es a prueba de todo. Poseen un impermeable perfecto que impide todo tipo de sensibilización o acercamiento hacia el otro. De lo contrario, les perturbaría observar a los niños trabajando a edad tan temprana en los semáforos y vistiendo tan pobremente, o a los viejecitos sentados en la banqueta de ciertas calles y avenidas, reposando harapientos con la mano extendida. Pero no, son hombres serios que comprenden la realidad, y esto los ciega. “Ésa es la consigna —responden—. Desde siempre ha sido así”. ¿Y aquello justifica nuestra indiferencia? Tomar al toro por los cuernos y afrontar la alegre o cruda realidad, es una característica esencial de los niños. Ellos, en su inocencia, no entienden muchas cosas. Su mente funciona a través de una lógica fulminante y pitagórica. Por eso, cuando ellos se preguntan por qué, para qué, cómo, qué, no lo hacen como el periodista que busca rendir cuentas de la realidad, sino como almas genuinas que desean comprender el mundo en el que viven. Dicha inquietud, lejos de evidenciar la ignorancia de lo obvio, muestra el brillo y la sabiduría de un espíritu joven, infantil, que no se cansa de explorar su casa para entender el sentido y la función de las cosas. Preguntar, no nos atrasa; al contrario, nos impulsa. Grandes personas, como Steve Jobs, nunca se cansaron de sorprenderse y de preguntarse por los pequeños detalles. Porque para ellos no había detalle, por mínimo que fuera, que resultase repulsivo o insignificante. Antes bien, un detalle podía significar la diferencia entre un éxito rotundo y un trabajo cualquiera. Una característica innegable del Principito —sin la cual no existiría su capacidad de asombro— es su inocencia. El capítulo del cordero resulta de una frescura admirable. ¡Quién no se ha desesperado al encontrarse con un niño perfeccionista que no admite errores ni deslices en los trazos! La lucha del aviador por satisfacer a su pequeño compañero, mientras anhela arreglar el motor para salir de aquel desierto, es una de las más divertidas de la historia. Después de varios y fracasados bocetos, el astuto aviador opta por entregarle el cordero por paquetería, y le dibuja una caja con sus respectivos agujeros para que pueda respirar y alimentarlo durante el viaje. La aceptación entusiasta del paquete por parte del Principito y las respectivas preguntas referentes al cuidado, coronan el suceso. En un principio, nos reímos de la ingenuidad del Principito: “¿Cómo puede contentarse con una caja? ¿Acaso no ve que es el simple dibujo de una caja?”. Pero quizá nosotros seamos los ciegos y tengamos la mente tan embotada que no percibimos con claridad: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Si no, de qué otra manera se explican las palabras finales del Principito: “¡Mira! Se ha quedado dormido”. Sin embargo, esta ingenuidad tan pueril es inflexible ante cuestiones o razonamientos que él cree injustos o insensatos, como cuando se encuentra con el rey, el vanidoso o el borracho. Esta capacidad de no quitar el dedo del renglón hasta quedar plenamente satisfecho con la respuesta, es una virtud que necesitamos recuperar hoy en día. El conformismo es el peor enemigo de la sociedad, porque propende al retroceso: si aceptamos ahora nuestras circunstancias, seguramente las aceptaremos también mañana, aunque sean peores. Esto es inaceptable para el Principito, alguien acostumbrado a lo hermoso, mas no a lo mediocre. Él tiende a mejorar su estilo de vida, como cuando pide el cordero para que acabe con los baobabs, pero con la inquietud de que ese progreso no se coma a su flor, a su ser amado. Siempre busca resolver las dudas que surgen en su cabeza. No le agrada la idea de concebir cuestionamientos estériles, irresolubles. Nada más lejano de su regia forma de ser. Pero el Principito es un hombre práctico. No se anda por las estrellas como el geógrafo o el hombre de negocios, sino que se preocupa y ocupa de lo que a él concierne: como el mantenimiento diario de su asteroide. Cumple cada día con sus obligaciones, pero disfruta asimismo de la puesta del sol al atardecer. El Principito no se aísla de su realidad: vive plenamente inmerso en ella. Sus preguntas y el cumplimiento de sus responsabilidades cotidianas son prueba fidedigna de ello. Este vivir y disfrutar la vida, son verdaderos privilegios de reyes, pese a lo común que sea asear el hogar o el trabajar. El truco está en no vivir la vida en modo automático, sino en construirla siempre con una sonrisa. Derrochar el tiempo consume la vida en vano, la inutiliza. ¡Cuántos no se han quejado de que a tal o cual persona les va mejor que a ellos, o de que ellos no fueron bendecidos por Dios! Debieran quejarse de ellos mismos —de su falta de dedicación e indolencia—, en vez de sucumbir a la fácil y grosera tentación de echarle la culpa al otro y dedicarse a berrear la misma sarta de lamentos todos los días. Pregonan sus problemas a cuantos pasan por su camino, quieran o no quieran escucharles. Se creen mártires, escoria marginada de la sociedad, y se empeñan tanto en su papel, que terminan siéndolo. Cuando uno lee el Principito, se da cuenta que hay muchas personas especializadas, rutinarias, que son absolutamente inservibles para ejercer cualquier otra actividad a parte de su empleo. Esta seguridad que les da el tener un empleo estable, del cual se creen amos y señores, les impide mirar y admirar las realidades de otras personas, y les impide hacerse preguntas o intentar responderlas. Estas vidas sumisas —o sumidas en su realidad— viven encerradas en una especie de caparazón, como tortugas que se contentan con adquirir todo cuanto quieran a su alrededor, sin necesidad de pedir o brindar ayuda. Por eso, el Principito es y será siempre un clásico. Porque hace hincapié en las locuras o manías de los hombres de una manera tan ingenua, pero, por lo mismo, tan aplastante, que mueve a reflexionar sobre la vitalidad de la realidad. Por qué, para qué, cómo, qué, son preguntas sencillas, pero preguntas capaces de sacarnos de nuestra monotonía para recrearnos con cuanto nos rodea. Ayudan a no dar las cosas por hecho y a tomar conciencia de las realidades de otras personas. Son preguntas capaces de ampliar nuestro mundo, nuestra perspectiva, nuestra mente, nuestro corazón. Quizá, por eso, los niños sean tan incansablemente activos e inquietos: por su cuestionamiento ávido de conocer y desentrañar los misterios de la vida. Si nos contagiáramos algo de su ilusión, seguro que desaparecerían el tedio y el aburrimiento de nuestro día a día. De hecho, quizá éste sea el secreto de la eterna juventud: la capacidad del eterno asombro, la sabiduría harto desgranada a la que llegan las personas mayores, cuando su organismo y temperamento declinan para regresarlos a la etapa más perfecta: la niñez. Visto así, no estaría mal darnos una vuelta por nuestra primera infancia, donde todo era maravilloso e imponente, y construir una casa —grande o pequeña— para quedarnos a vivir allí, recuperando todo el tiempo perdido que se ha escurrido de nuestras manos. Volveríamos a ver con los ojos de un niño, para quien una hora era una eternidad, y la posición de las estrellas o la visita a los abuelos, la preocupación existencial y trascendental de nuestras vidas.
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Mayo 2015
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