![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Hoy en día, hay demasiados héroes espectaculares, inflados por la imaginación, adornados de súper poderes y personalidades apabullantes. Héroes humanoides, cargados de atributos divinos. Héroes inimitables. Héroes de la televisión y de los medios de comunicación. Héroes que sólo existen para entretenernos, y sugerirnos alguna idea de rectitud y entereza. Héroes alejados de nosotros y de nuestra realidad. Cervantes, en cambio, nos entregó un héroe humanamente colosal: el Caballero de la Triste Figura. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, gloria de la literatura universal y bastión de la literatura española, es uno de los libros más temidos y menospreciados, debido a su voluminosa apariencia. Al contrario del orden económico —donde más dinero significa más bienes—, El Quijote forma parte de la extensa lista de libros proscritos, cuyo único crimen es ser más largos que la Biblia (dato bastante cuestionable) y haber sido nombrado clásicos. Sus millones de ejemplares detienen el polvo de otras tantas millones de bibliotecas. Tanto lo han ponderado que se ha vuelto inalcanzable. Y, sin embargo, en sus páginas, dormita uno de los paladines más grandes y geniales de la historia: Alonso Quijano, el famoso don Quijote de la Mancha. Empezando la lectura, advertimos que Alonso Quijano es un cincuentón peculiar. No ha sufrido su transformación heroica por alguna anomalía cósmica, ni por la pérdida de un ser querido, sino gracias a la lectura excesiva de los libros de caballería —tatarabuelos de nuestros actuales héroes de las historietas—: “se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”, y se pensó el más grande de aquellos múltiples defensores de la justicia. Ahora bien, ¿cómo es Alonso Quijano? ¿Cuáles son sus súper poderes y su increíble personalidad? Alonso Quijano es una persona larguirucha, de escasa condición física, más habituada a los trabajos de la casa que a los del campo, y tan flaco como su rocín: Rocinante, montura de piel y huesos. Una persona bastante común, a decir verdad. Sólo tras enloquecer, ostenta una personalidad tan impresionante como nunca antes se ha visto: se apega en todo a los libros de caballería, que son algo así como su manual de conducta. Es idealista a morir. Por eso, encaja a la perfección con su fiel escudero Sancho, quien dista mucho de poseer las virtudes y cualidades de su señor. La locura es su estandarte y su originalidad: ¿qué otro héroe puede preciarse de serlo a fuerza de sus propias manías y desmanes? Ninguno, sólo el Quijote. Pero, ¿de qué se alimenta su locura? De ideales, de absurdos ideales. La gente se burla de su forma de mirar el mundo y de sus grandilocuentes palabras. Lo tildan de loco, soñador y embustero. ¿Cómo es posible, si no, que alguien haga de una posada un castillo; de unas cortesanas, unas doncellas, y de una mujer rústica, el amor de su vida? Lo consideran un chiflado por advertir una realidad más noble y alta que la verdadera, por enaltecer a los lugares y a las personas hasta una posición que, bien vista, puede que sea la correcta. Porque, ¿qué tiene de malo ver la nobleza de espíritu o lo mejor de una persona? ¿Qué tiene de malo creer en ella y descubrir su alta alcurnia, perteneciente a toda la raza humana? Nada. No tiene nada de malo. Es más, quizá nuestra estrechez de miras tenga que ver más con la paranoia que su ensoñación del mundo. Nuestra mirada se contrapone a la cálida contemplación del Quijote. Juzgamos a las personas por su físico, apariencia, ropa y rostro, y lanzamos el peor veredicto imaginable sobre ellas. Es nuestra forma de protegernos: preferimos errar el juicio a vernos luego defraudados; ya después que reivindiquen su buena fama, si pueden, o que se dediquen a comprobar nuestros pronósticos. Es una práctica tan común que apenas si pensamos en ella. Pero, cabría preguntarnos, ¿qué tiene de bueno dudar del prójimo? Nada, absolutamente, nada. La desconfianza nos pone a la defensiva de cualquier invasor o intruso posible, y cuán triste que la mayoría de nuestros enemigos pertenezca al género humano. Al desconfiar, apostamos por los defectos y carencias del otro, no por su calidad humana. ¡Cuán diversa es la confianza! Ella saca lo mejor de nosotros mismos, como hace entre los enamorados, quienes dan lo mejor de sí para no traicionar la confianza que han depositado en ellos. Claro, es muy distinto confiar en una sola persona a confiar en la humanidad. El margen de equivocación se engrosa hasta lo indecible. Ésta es la razón de que veamos caras ceñudas, cuando caminamos por las calles. He ahí cuando resplandece la locura del Quijote: él sí confiaba en la humanidad. Trataba a todos con igual respeto y caballerosidad. Por eso, ¡qué quijotesco resulta saludar con una sonrisa y preocuparse por los demás! Son gestos de un loco, muestras tan humanitarias que iluminan el día más nublado y abren cualquier clase de cerrojo, porque el espíritu se alegra de encontrarse con otro ser humano. Claro que no todo fueron rosas para el Quijote. Ninguna de las personas con las que se encontró comprendió su grandeza de espíritu, sino hasta mucho después, cuando ya estaba en el lecho de muerte. Aquí radica la heroicidad del Quijote: en que nunca cejó en su esfuerzo por ver respetada la justicia de los menos favorecidos, como los galeotes, quienes, liberados por él, apedrearon después a su salvador. Experiencias como ésa pudieron haberle hecho dudar de sus ideales y dar marcha atrás en su conquista del mundo, pero no se arredró ante ellas y siguió adelante. Por más que cada acto de confianza le dejase algún cardenal o magulladura evidente, y por más que cada día honrase más su apodo --el Caballero de la Triste Figura—, siguió confiando. ¡Esto sí es heroico!, pues tenía razones y golpes de sobra para rendirse. La cantidad de malas experiencias superaba con creces a las buenas. Era lógico que hubiese cedido y abandonado sus convicciones: pero no lo hizo. Este agarrarse fiera y tenazmente a su ideal, le permitió seguir adelante, porque dicho ideal enraizaba sus cimientos en su persona misma: primero, creyó en sí mismo. Véase por donde se vea, el Quijote es la persona más segura de sí misma. Su voluntad no vacila ante ninguna adversidad, pese a los lloriqueos de Sancho, quien ha aprendido que el problema más la intervención de su señor es igual a una paliza memorable. Esta increíble autoestima del Quijote será la que transforme a cuantos conviven y se relacionan con él. Su seguridad los irá ennobleciendo y enalteciendo. Les ayudará a confiar en sí mismos y reconfigurará su dignidad según los ojos del Quijote. Su convicción lo es todo. Si no, ¿qué hubiera sido de cuantos le rodeaban, si hubiesen visto en él una persona timorata que rehuía de las miradas ajenas y murmuraba o musitaba sus discursos más para sus adentros que para que le escuchasen cuantos había a su alrededor? Lo hubieran ignorado, sin duda alguna, adjudicándole una buena dosis de compasión al “pobre loco”. Los ideales, por definición, son creencias supremas, prácticamente inalcanzables, capaces de incitar a quien los abraza a dar lo mejor de sí. Por eso, son tan raros en un mundo conformista y lucen como estrellas en una noche oscura, donde lo único que brilla es el egoísmo. Son metas para personas especiales que buscan legar su granito de arena al mundo. El Quijote se proponía ser el mejor de cuantos caballeros andantes hubiera hollado la faz de la tierra. Era una meta bastante considerable, tomando en cuenta que no conocía registros originales de verdaderos caballeros andantes. Todo su saber se condensaba en las figuras estilizadas que los escritores habían adecuado para sus libros de caballería. Él no contaba con poderes especiales ni con una fuerza descomunal, sino tan sólo con un corazón capaz de percibir la miseria y las desdichas humanas, y sensible a reconocer la dignidad que hay detrás de cada hombre y mujer. Ésa era su única y verdadera arma, la cual daba pleno sentido a todos sus actos: la humanidad de su corazón. Hoy en día, desdichadamente, estamos escasos de Alonsos Quijanos que dejen la seguridad de sus casas para realizar el sueño con el que siempre han soñado. Faltan Quijotes que iluminen al mundo con sus miradas, y nos hagan ver el lado amable y verdadero de la vida. Porque es fácil quejarse de la inoportunidad e ineptitud de los demás desde la comodidad de nuestros hogares, sentados frente al televisor como meros espectadores; pero no es fácil cambiarnos a nosotros mismos. He aquí la maravilla y la genialidad del Quijote: la consecuencia entre su sentir y su actuar. Pocas veces, se ha visto persona que sea más honesta y coherente consigo misma, hasta el punto de aceptar responsablemente las consecuencias: los palos y lapidaciones de la vida. Este héroe es más de lo que aparenta. Detrás de su caricaturesca figura, luce y camina un verdadero caballero andante que verterá los mejores y últimos años de su existencia en la consecución de sus ideales. Cuando Don Quijote no era más que Alonso Quijano, vivía tranquilo y se sosegaba con la lectura de sus libros en la sala de su hogar. Era una persona buena, justa, como tantas otras que se camuflan entre la multitud. Pero no resaltaba ni conseguía gloria. Sólo se gloriaba en comprar y leer libros de caballería. Era una persona pacífica. Pero una vez que le picó el aguijón de la locura y se le secó el cerebro —porque quién en su sano juicio dejaría sus comodidades para emprender un largo viaje lleno de riesgos a tal edad y siguiendo principios ficticios aprendidos en los libros—, su vida dio un giro de trescientos sesenta grados, al igual que la vida y visión de cuantos le rodeaban. Mientras estuvo locamente enamorado de su ideal, sacó fuerzas de flaqueza y realizó proezas y hazañas que nunca alguien hubiera imaginado o atribuido a una persona de su edad. Fue capaz de pelear contra gigantes (los molinos de viento), de salvar doncellas (cortesanas), de luchar por el amor de su vida (la idílica Dulcinea del Toboso) y de plantar cara a cualquier situación adversa que se le presentara, por más descabellada que pareciera. Una vez recuperada la razón, Alonso Quijano despertó a su triste “realidad”. Se extinguió la vitalidad de su corazón y volvió a ser el mismo hombre justo, bueno y bondadoso que había sido, que no se atrevía a salir de su casa. La pesadumbre le invadió y murió pesaroso de que todo hubiese sido un sueño, aunque con fama de sesudo; mientras Sancho y los demás imploraban regresase su quijotesca alma, aquella que lo arrastraba a las mayores aventuras. Murió como quien ha perdido el sentido de la vida, porque nadie puede permanecer igual después de haber probado la locura del ideal. Don Quijote conmovió a la España de su tiempo con sus locuras. Su actuar era un atentado claro contra la razón y la prudencia. Sin embargo, fue capaz de despertar la dignidad en los corazones de los demás, gracias a que creía en un mundo mejor donde él era caballero andante; los molinos, gigantes; las cortesanas, doncellas; Sancho, un futuro gobernador de una ínsula, y Aldonza Lorenzo, su amada y excelsa Dulcinea del Toboso.
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