Por Esaú Frausto
En el cuarto planeta que visitó el Principito habitaba un hombre de esos que planchan un traje negro cada mañana; que suben, como por inercia, a su automóvil, compran un café instantáneo y un pan dulce en bolsa de celofán; que pasan el día detrás de números y un escritorio; una de esas máquinas con disfraz de humano a las que con prestigio llamamos “adultos”. Aquel adulto estaba solo en un planeta contando de uno en uno, sin hablar, sin moverse, sin encender su cigarrillo, sin prestar atención a el Principito. Se aplasta en una silla giratoria a sudar el respaldo toda la tarde, porque un hombre serio nunca tiene tiempo para “callejear”. El Principito conoció a un hombre de negocios que olvidó qué contaba, de qué le servía contar, un hombre que olvidó vivir, explorar, cantar y amar. Conoció un hombre al que su afán de comerse el mundo lo devoró. El hombre de negocios contaba estrellas como quien cuenta monedas y no las utiliza. ― ¿Y de qué te sirve poseer estrellas? ―Me sirve para ser rico. ― ¿Y de qué te sirve ser rico? ―Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre. La belleza y la utilidad de las estrellas se resumieron en un papel de banco que afirma que, efectivamente, aquel hombre poseía la cantidad de 501, 622, 731 estrellas declaradas suyas por ser quien las descubrió en aquel planeta en el que habitaba una máquina de esas que dejan atrapar por el trabajo y la estúpida idea de la riqueza. Esas máquinas parecen estar de moda, parece que las anuncia la televisión o que las regalan en la compra de cuatro litros de refresco. Parece que el mundo está lleno de hombre de negocio, que se extinguieron los principios y que todos somos esos adultos que poseen artilugios que no disfrutan. Parece que vemos la vida como uno de esos artilugios.
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PersonajesEspacio en donde los productos de la imaginación de los autores reclaman su autonomía y develan ante el lector las claves de su existencia. Archivos
Mayo 2015
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