Por Mitzi Sinai García Soberanes Siguiendo tus pasos pensando en tu obra y entonando la leyenda vuelvo a trazar tu perfil, reconozco tu mano tras de todo pero sólo hallé silencio cuando pregunté por ti Fernando Delgadillo, Primera estrella de la tarde Quetzalcóatl, padre de la quita humanidad: los Macehuales, sol signo 4–movimiento, figura civilizadora de la cultura Mesoamericana, maestro y fundador de la ciudad Tollan (Tula). Dios que se sacrifica a sí mismo con el objetivo de crear vida que habitara la tierra que él y su hermano, Tezcatlipoca, prepararon con la muerte de Cipactli.
Tonacatecuhtli entrega a sus cuatro hijos los huesos sagrados con los que se crearía la vida humana; son cuatro los intentos fallidos para la creación del hombre, los dioses decepcionados deciden poner al resguardo de Mictlantecuhtli los huesos preciosos. Sin embargo, Quetzalcóatl, no coincide con la idea de darse por vencido, él quiere realizar un último intento y para lograrlo tendrá que bajar a la “región de los muertos”, Mictlán, y buscar a Mictlantecuhtli para que él se los devuelva. Mictlantecuhtli pone una serie de pruebas que Quetzalcóatl deberá superar para que le sean cedidos los huesos. Quetzalcóatl sacrifica su vida por la última oportunidad de no fallar a la tarea que su padre Tonacatecuhtli le había dejado. A su salida de Mictlán, Mictlantecuhtli se arrepiente y pone una trampa que termina matando a uno de los dioses primigenios. A pesar de su muerte, Quetzalcóatl, resucita, resurge de las cenizas para cumplir la razón de su existencia. No se ha quebrantado su deseo y es quizá más fuerte su determinación. Con el polvo de los huesos sagrados y la sangre de su miembro viril es que logra crear a la quinta humanidad, la que permanecería. “Los merecidos por la penitencia” agradecen el sacrificio que su padre ha hecho por ellos, les ha dado una ciudad “Tollan”, les ha suministrado el sustento del maíz. Prohíbe los sacrificios humanos que hasta entonces se habían realizado; ya no son los hombres quienes han de sacrificarse, son los dioses quienes deben velar en todo momento por los intereses y necesidades de su pueblo. Pero la rivalidad entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl termina desahuciando a esta humanidad. Tezcatlipoca le pone una trampa a su hermano, lo embriaga con pulque y él cede a su condición humana violando todas las normas que él mismo había puesto, no encuentra ninguna excusa que explique su comportamiento, toda una vida de recato fue tirada a la basura en sola noche. Avergonzado y sintiéndose indigno de seguir gobernando, se exilia en una barca que parte hacia el hacia el horizonte y es elevada por las aves más hermosas. Quetzalcóatl se convierte en la estrella más brillante, Venus, que aparece a la caída de sol y anuncia el fin de la noche. Su pueblo se quedó, vive y duerme con la promesa de su regreso tatuada en su memoria, en su piel, en sus huesos. Aunque no ha caminado a nuestro lado como en aquellos tiempos gloriosos en que su ciudad fue la más grande del mundo, sí nos ve crecer a diario, sigue nuestros pasos como nosotros aún no perdemos los suyos y renace, vive y muere cada noche en un ciclo infinito para permanecer siempre cerca de su creación. Es el ojo de la noche, el más brillante, cuidando siempre, desde su partida, los sueños de los caídos que florecerán con él a su lado y esta vez para siempre. BIBLIOGRAFÍA Portilla, M. L. (1961). Los antiguos mexicanos. México D.F: Fondo de Cultura Económica. pp. 14- 40. Portilla, M. L. (1984). Literaturas de Mesoamérica. México D.F: Secretaría de Educación Pública. pp. 14- 74 Torres, Y. G. (1975). El culto a los astros entre los mexicas. México D.F: Secretaría de Educación Pública. pp. 1 - 114.
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Por Andrés Ugalde Inmerso en la luz, Jack ya no estaba embrujado. Él finalmente había encontrado el sentimiento que quería. Jack Skellington es un emblemático personaje de la noche en la que los espectros, monstruos y brujas plagan las ciudades, a saber Halloween. Pero en esta ocasión Aeroletras propone al espigado y lúgubre personaje como uno de los que personifica el auténtico espíritu navideño. Jack es el opuesto a la mayoría de los personajes navideños que desprecian el evento para al final darse cuenta de la calidez y belleza que encierra. Jack es un pesonaje que no repudia la celebración, él quiere ser parte de la Navidad, convivir y dar la alegría de la esperanza y los buenos deseos. Aburrido de sus labores como rey del Halloween, Jack descubre la Navidad y encuentra en ella lo que le hacía falta para ser feliz. El carácter alegre y luminoso de la fiesta despierta el deseo en Jack de llevarla a los hogares. Él comprende la Navidad desde el momento en que la conoce como un evento cándido, no necesita comenzar despreciándola para dejarse enamorar por ella. ¿Por qué es que ellos esparcen risas y alegría mientras nosotros acechamos los cementerios, esparciendo pánico y miedo? Bueno, yo podría ser Santa ¡Y yo podría esparcir alegría! ¿Por qué él tiene que hacerlo año a año? El deseo de Jack nace a partir de dar. Jack no quiere la Navidad para recibir regalos, la quiere para ser él quien alegre el mundo, él quiere ser el encargado de la celebración como lo es del Halloween. Es un deseo inocente, por lo que está cegado para ver que está haciendo de la Noche Buena una pesadilla. Como rey del Halloween tiene la habilidad para hacer de cualquier noche una escalofriante e involuntariamente le da un sabor macabro a la víspera de Navidad. ¿Cuántas veces hemos escuchado que el verdadero espíritu de la Navidad es el "dar"? Jack se abandona a sí mismo, todo lo que él conoce y en lo que se reconoce bueno, por algo aún más grande: la felicidad del prójimo: "Mi querido Sr. Claus, creo que es un crimen ¡que tu seas Santa todo el tiempo! Pero ahora yo daré regalos, y esparciré alegría. Estamos cambiando de lugar yo soy Santa este año. Seré yo quien diga:¡Feliz navidad para ti! por lo que podrás quedarte en mi ataúd, rechinar puertas, y gritar: ¡Bu! y por favor Sr. Claus, no piense mal de mi plan. porque haré el mejor trabajo de Santa que yo pueda" Adopta una nueva versión de él, hasta su fiel amigo Zero ocupa un lugar simbólico en la celebración, es el nuevo Rodolfo iluminando el camino con su gran nariz roja. Y así, a su manera de entender el mundo, Jack recorrió el mundo repartiendo regalos, que para él serían los adecuados y darían felicidad al mundo. Él creía que podría ser el nuevo Santa, queríaa ser partícipe de la alegría, el festejo y los buenos deseos que la Navidad despierta en los corazones de las personas. , todo lo hizo con fe y pese al gran error de Jack, el buen Papa Noel no lo condena a la lista de los traviesos porque conoce el corazón del rey del Halloween, sabe del origen noble de sus intenciones. Vagamente corrige sus acciones, no sin antes darle consuelo al ver a Jack sumergido en una tristeza genuina. Santa Claus sabe que Jack no necesita ser reprimido por sus actos, él ya pudo ver lo que le ha hecho a la Navidad. "Mi querido Jack", dijo Santa, "Aplaudo tu intento. Sé que hacer tales estragos no era lo que tú buscabas. y por eso estas triste y sintiéndote totalmente melancólico pero arrebatar Navidad fue una cosa incorrecta de hacer espero que te des cuenta que Halloween es el lugar correcto para ti”. Pero Santa no se va sin darle a Jack aquello que tanto desea y que sin duda alguna todos merecen: una blaca Navidad. FUENTES
http://www.taringa.net/post/apuntes-y-monografias/7613836/Poema-original-The-Nightmare-Before-Christmas.html http://www.timburtoncollective.com/nmbcpoem.html ![]() En esta ocasión la sección de PERSONAJES se propone dibujar para nuestros queridos lectores a un padre de familia, que es hombre, es artista, se apasiona y, como es el ser humano, soñador. Su nombre Hjalmar Ekdal. Su creador fue Henrik Johan Ibsen, nacido un 20 de noviembre de 1828 en Skien, Noruega. Emblemático literato de la época, Ibsen es considerado uno de los más importantes dramaturgos en la historia del teatro, siendo tal vez el más influyente en el teatro moderno y de los más representados en Europa. Sus obras han sido distinguidas por una propuesta temática innovadora en su momento, en ellas se encuentran tramas que tocan plenamente los valores sociales más importantes de su época, llevando la trama a lo más cotidiano, representando al grueso de la población y hablando de los temas que al hombre común le competen. Esto le valió ácidas críticas, y en su tiempo fue considerado creador de un teatro inmoral y escandalosa. Hoy en día es posible contemplar la trascendencia de sus obras gracias a este carácter innovador, aún hoy podemos notar el problema del hombre contemporáneo en el teatro de Ibsen. Es el caso de “El Pato salvaje”, obra en la que el escenario principal es un departamento de clase media baja, los protagonistas son la familia Ekdal y las peripecias y desgracias son humanas y muy cercanas. La Familia Ekdal es una familia integrada por Hjalmar Ekdal, su mujer Gina, la pequeña Hedvige y el abuelo Ekdal. A primera vista parece que todo es perfecto, que son felices. Pero un embrolloso desarrollo en la trama deja ver que todo aquello es una mentira que la misma familia se ha hecho creer. Un sujeto, cuyas intenciones son buenas pero por hacerles ver la realidad de su fingida felicidad destruye y fractura el núcleo familiar. Es con la llegada de este personaje, de nombre Gregorio Werle (hijo del director Werle), que todo se desata. Gregorio ha sido amigo de la infancia de Hjalmar, éste lo deja hospedarse en su casa. Werle hijo sabe algo que Hjalmar desconoce; Hedvige es, muy probablemente, hija del director. Está ahí por eso: tiene como motivo el hacer ver la verdad a la familia Ekdal, rebelarles lo vedado, enfrentarlos a la realidad que ellos mismos han querido negar. Con ese motivo es que la trama se va construyendo y frente al espectador se va figurando el personaje de Hjalmar. Pieza por pieza se desmorona la imagen del padre de familia que vive una realidad estable y unívoca que sostiene a su familia con convicción y firmeza trabajando su carrera de fotógrafo; que se ha casado con una mujer comprensiva y dedicada con quien ha procreado una hija amorosa, y que en familia cuidan del abuelo retirado, se viene abajo además la imagen de hombre calculador, comprometido y emprendedor, de ese hombre que tiene un trabajo y un proyecto que le dará gloria. No, Hjalmar no es ese hombre, cuidadosamente Ibsen muestra al espectador la «real realidad» de la familia: es Gina la que sostiene la casa, cuida la carrera de Hjalmar, administra y mantiene en orden todo, Hedvige no es la hija de ambos, y peor aún es la hija ilegítima del director Werle, el hombre que traicionó al viejo Ekdal y que provocó la pérdida del honor familiar. Y, por si fuera poco, para coronar la farsa, no hay tal proyecto. Ese proyecto inexistente al que la familia llama «el gran invento» convierte a Hjalmar, lejos de emprendedor, en un soñador. Durante la obra el padre de familia se toma varios momentos para meditar sobre su gran invento; lo piensa, lo habla, se proyecta en un futuro de triunfo, hasta planea las distintas maneras en las que llegará la gloria; sin embargo, nunca hace nada. Se mantiene ahí, cómodo, soñando un futuro y sufriendo románticamente las dificultades del presente. Siempre haciendo nada. Se enfatiza así el carácter soñador de Ekdal, que sin hacer nada «hace» y «trabaja» en cumplir su meta, en alcanzar la gloria: devolverle la vista a Hedvige, recuperar el honor de la familia y el uniforme militar de su padre. Ese «hace» y «trabaja» es una venda que él, el hombre enamorado del montaje de su vida, coloca sobre sus ojos para mirar una realidad menos incómoda, menos cruda con la mediocridad de siempre. Hjalmar Ekdal se revela como el hombre moderno, él es representación del hombre del siglo XXI, escondido en las comodidades del «hacer» y «trabajar» en los «grandes inventos» de nuestras vidas; es él el soñador del siglo XXI desde el siglo XIX. ![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Si tuviéramos que elegir entre ofender a un león o disgustar a Aquiles, sin duda optaríamos por cucar al primero, porque el segundo es más bravo y tiene los pies muy ligeros. Además, su cólera sobrepasa su fuerza y destreza, algo inimaginable si sabemos que es el más fiero de los griegos. La Ilíada es uno de esos libros que no podemos pasar por alto, sin el peligro de desconocer las grandezas y vilezas del corazón humano. Su tema central es precisamente la cólera de Aquiles, una cólera que desatará un sinnúmero de calamidades sobre el ejército aqueo, dado que él está bajo el auspicio directo de los dioses, por ser el hijo de una diosa: la nereida Tetis. La Ilíada se compone por dos cóleras: ambas de Aquiles. La primera surge por la injusticia que le infringe Agamenón, el rey de reyes del ejército aqueo. Tras haber saqueado Crisa, se reparten el botín, y a Agamenón le toca Criseida, hija de un sacerdote del dios Apolo. Cuando su padre acude a reclamarla a las naves aqueas con un rescate nada despreciable, es despedido y ultrajado por Agamenón, y hace oración al dios Apolo. Éste escucha su clamor y desata una matanza con sus flechas entre los griegos. Los aqueos, asustados, organizan una reunión. El adivino dice que todo es culpa de Agamenón y le invita a devolver a la doncella. Él lo hace de mala gana y amenaza a Aquiles con quitarle su parte del botín, a Briseida, ya que se opone a que se siga quedando con Criseida. Acto seguido, Agamenón manda a dos hombres por Briseida a los bajeles de Aquiles, y éste les deja hacer, no sin cultivar una gran cólera en su interior hacia el rey de reyes. Aquiles, ultrajado, se niega a pelear para las guerras venideras, y afirma que pronto le llorarán y que Agamenón se arrepentirá por cuanto acaba de hacer. Y, para hacer efectivas sus palabras, le pide a su madre Tetis que inste a Zeus para que masacre a los aqueos por medio de los teucros, hasta que los suyos reconozcan su error. De otra forma, era muy probable que los griegos conquistasen Troya, ya que entre sus filas figuraban héroes de enorme estatura, como Odiseo, Diómedes, los dos Áyax, Néstor, Patroclo, Menelao, etc. La otra cólera está emparentada con la muerte de Patroclo, su gran amigo. Tras muchos desastres entre los aqueos, Aquiles aún se niega a tomar parte en la pelea. Patroclo le pide sus armas para aterrorizar a los troyanos e ir con los mirmidones para emparejar la batalla. Aquiles accede, pero le pide que regrese apenas libere los bajeles. Patroclo desbarata al ejército teucro con facilidad e intenta incluso escalar los muros de Troya, pero Apolo se lo impide cuatro veces y le da muerte durante la contienda por la mano de Héctor. Éstas son las dos cóleras. Ambas provocadas por injusticias infringidas a Aquiles, que lo desposeyeron de algo que era suyo. Se justifica su enojo, pero cabe preguntarse si valía la pena el aislamiento de la primera cólera, y el sacrificio de tantos y tan buenos soldados para llamar la atención, doblegar al idolatrado Agamenón y subsanar el orgullo herido. La cólera nubló cual vino espeso el pensamiento y la razón de Aquiles. Aunque la primera cólera tiene más de capricho que de ira. De ahí que los abandone a su suerte, para que vean lo mucho que lo necesitaban y lo injustos que fueron al permitir el ultraje. Su orgullo y egoísmo se hincharon tanto que no pudo ver a los demás, ni a sí mismo: sólo sus quejas y la afrenta ocasionada, quienes se interpusieron como un muro impenetrable entre él y los demás, aislándolo en su propio sufrimiento, lejos de las necesidades del ejército griego. La cólera alcanzó el talón de Aquiles antes que la flecha certera de Paris y mató cuanto en él había de humano: un cuerpo insensible es todo menos una persona, y menos aún si está lleno de rencor. Homero nos habla de Aquiles al inicio y al final de la obra, pero canta con mayor ahínco las proezas de los demás héroes griegos y troyanos. El berrinche de Aquiles deja de ser interesante a los pocos minutos, porque todo es querer vengarse, quejarse y compadecerse de sí mismo. Deja de ser un héroe para convertirse en un crío que patalea y hace pucheros. No lo asiste Atenea, la diosa de la razón, porque pierde los estribos de forma demasiado fácil, mostrando lo absurdamente vulnerable que es. Aquiles muestra una gran fragilidad, aunque haga alarde de poder, porque cualquier cosa le saca de sus casillas. Aquiles es un buen amigo, aunque todos temen su pésimo carácter. Y es normal, porque nadie quiere ser herido. El iracundo lo sabe más y mejor que nadie, pero es incapaz de ver el sufrimiento que produce a los demás con sus reacciones, porque cree que sus actos están totalmente justificados. La cólera le sirve como máscara para disfrazar su debilidad. Porque, curiosamente, los iracundos son las personas más débiles, y la cólera, es más un medio de defensa que de ataque. Niegan todo vínculo posible con su fragilidad, y un paciente así de orgulloso es dificilísimo de curar. Porque, si algo se necesita para mejorar, es reconocer la propia debilidad: primero ante uno mismo y luego ante los demás, y luchar con todas nuestras fuerzas para superarla. De lo contrario, viviremos enfermos de cólera. Quien lea La Ilíada, puede pensar en un inicio que la cólera de Aquiles está totalmente autorizada. Pero, al pasar las páginas, se cuestionaría si vale la pena encolerizarse hasta terminar con las vidas de otros. Aquiles no supo lo que hacía hasta que vio las consecuencias de su rabieta en el amigo muerto. Fue como un borracho que maltrata a sus seres queridos después de pasar por la cantina y que llora al otro día todos los desmanes que ocasionó por tomar sus copas o botellas de más. Se arrepiente, sí, pero después de haber cometido su crimen, y, lo que es lo peor, esta conciencia y arrepentimiento no le hacen sentir ni un tantito mejor de lo que imaginaba. ¿De qué le sirvió a Aquiles dar rienda suelta al odio y acreditarse sus cualidades ante los griegos, si al final perdió a su mejor amigo? Aquiles hace valer sus derechos, pero utiliza los medios inadecuados. La primera vez, se encapricha y no puede solucionar nada, y la segunda, sale de su guarida más fiero que un león. El perdón nunca fue una opción, ni el hablar paciente y diplomático. Después de todo, el perdón es propio de las almas gigantes, no cualquiera se avienta a ejercerlo, mientras que el odio es propio de las pigmeas. Sólo quienes poseen fortaleza son capaces de perdonar al otro, ya sea expresamente o en su interior. La cólera cegó a Aquiles y esto ocasionó la muerte de muchos aqueos y la del mismo Patroclo. Mucho tuvieron que sufrir los demás y después él mismo, para que fuera capaz de reaccionar. Y, cuando lo hizo, lloró mucho. Prefirió unos momentos de arrogancia a las vidas de muchos. Quienes lo amaban y apreciaban, sufrieron su carácter y maldijeron que un hombre tan dotado tuviera un temperamento tan horrible. Después de todo, ¿de qué le servía ser el mejor dotado bélicamente, si no ponía su talento al servicio de todos? Ambos Áyax, Ulises, Agamenón, Diómedes, Menelao y los demás aqueos, le eran muchísimo inferiores en fuerza y destreza, pero no por eso se aminoraron y dejaron las filas de batalla, sino que pelearon con coraje y ardor, a pesar de que Zeus les importunara al darles la victoria a los troyanos. Pudieron haber destruido Troya sin Aquiles: no era indispensable. Pero Zeus, comprometido con Tetis, alargó la guerra y provocó grandes bajas por parte de ambos bandos. Ambas cóleras de Aquiles componen La Ilíada. Ellas son el motor y el argumento del libro. Sin embargo, ¡cuántas más Ilíadas no se habrán o estarán escribiendo! ¡Cuántas calamidades, ocasionadas por la cólera de alguien, no se estarán desatando por el mundo! Difícil sería saberlo. La cólera podría parecer algo justo e, incluso, honroso. Mucho se ha pensado que la persona mansa es una mensa. Quizá, bastante imbuidos en el capitalismo, pensemos que nadie tiene derecho a quitarnos algo: sea nuestra fama o nuestras pertenencias. Y quizá sería lo más lógico, pero los medios que solemos usar para mostrar nuestra disconformidad no son siempre los más idóneos: ¿por qué habríamos de responder al grito con más gritos, y a la ofensa, con otras tantas? La ley del talión es antiquísima, pero de increíble actualidad. Pero esta práctica jamás cosechará bienes: sólo fomenta la cultura del terror, de la ignominia y de las ofensas. Hay personas que se divierten con las rabietas de los demás y les encantan provocarlas por pura maldad, pues ganan un buen momento y no pierden nada. Mientras que la otra persona pierde la tranquilidad y el dominio de sus acciones. ¡Qué ironía! Buscamos defendernos y tan sólo salimos más heridos. Por eso, La Ilíada es un clásico de la cultura universal, porque nos muestra lo nocivos que son los efectos de la cólera de un semi-dios encaprichado. Homero cantó estas consecuencias desde el mejor escenario: nos dio una guerra sanguinaria como eje central, y le otorgó un personaje tan poderoso y débil como Aquiles, para que comprendiéramos que estos males afectan aun a los hombres mejor posicionados, a los más elevados, a los más enaltecidos. He aquí el encanto de La Ilíada.
El acto de recordar, sentir nostalgia, pensar en el pasado como aquel tiempo en que todo era tan maravilloso, es propio de una persona mayor. Los niños por supuesto que recuerdan el día anterior, a sus familiares, un cumpleaños o una Navidad divertida. Atesoran estos recuerdos, pero no sienten lo que un anciano ante el pasado. Los infantes recuerdan, pero el tiempo mejor está en el futuro, en ese mundo de posibilidades; mientras que la diversión se encuentra en el ahora.
Peter Pan nunca creció. Permaneció niño por siempre en una isla que no se encuentra si ella no desea ser encontrada, sintiéndose lleno al comer alimentos imaginarios, combatiendo piratas, volando, viviendo al filo de la muerte, cerca de la más grande aventura. Un niño eterno que vive al día. Peter was not with them for the moment, and they felt rather lonely up there by themselves. He could go so much faster than they that he would suddenly shoot out of sight, to have some adventure in which they had no share. He would come down laughing over something fearfully funny he had been saying to a star, but he had already forgotten what it was, or he would come up with mermaid scales still sticking to him, and yet not be able to say for certain what had been happening. (…) "And if he forgets them so quickly," Wendy argued, "how can we expect that he will go on remembering us?" (Peter no estaba con ellos en ese momento y se sentían bastante desamparados allí arriba por su cuenta. Podía volar a una velocidad tan superior a la de ellos que de pronto salía disparado y se perdía de vista, para correr alguna aventura en la que ellos no participaban. Bajaba riéndose por algo divertidísimo que le había estado contando a una estrella, pero que ya había olvidado, o subía cubierto aún de escamas de sirena y sin embargo no sabía con seguridad qué había ocurrido. […] —Y si se olvida de ellas tan deprisa —razonaba Wendy—, ¿cómo vamos a esperar que se siga acordando de nosotros?) El tiempo no se queda en Peter, no se guarda en su piel formando surcos ni se queda en su pelo para irlo blanqueando. Peter no puede recordar momentos recién transcurridos, también es incapaz de guardar los días anteriores: él no se hace de una colección de memorias. Y si las tuviera, nadie en su compañía le incitaría a remontarse a días anteriores. El niño es perpetuo, porque nadie le exige recordar; no guarda los años, nadie lo hace crecer. No hay un pasado, pero tampoco un futuro: solamente existe un ahora muy entretenido. Sin memoria, sin días, sin años, es imposible crecer. Pero aun así, hay alguien a quien Peter nunca olvida. He was very sorry. "I say, Wendy," he whispered to her, "always if you see me forgetting you, just keep on saying `I'm Wendy,' and then I'll remember." (Él estaba muy apenado. “Te digo, Wendy,” le susurró, “siempre, si me ves olvidándote, sólo continúa diciendo ‘Soy Wendy,’ y entonces me acordaré”) Después de dejar a Wendy en casa con sus padres, Peter promete regresar cada primavera por ella. Lo cumple, pero deja pasar muchas primaveras, no porque olvide a Wendy, sino porque para él, no han pasado tantas. Al volver, no puede concebir que Wendy sea mayor, que ya no pueda volar con él: la ha perdido. Pese a ello, Wendy sí se queda en su memoria. Busca la imagen de Wendy, lo que ella representa en su hija Jane y más tarde en Margaret. Peter vuelve por ellas para cumplir con lo que antes hacía Wendy. Wendy le da a conocer a Peter la imagen de una madre: le cuenta historias, lo arropa en la cama, le da “medicina”, ve por él de una manera que no conocía. Imprime en Peter un recuerdo, un concepto al que se acostumbra y resguarda. Por Wendy, Peter es capaz de dejarse atrapar para crecer un poco, regala su preciosa memoria a lo que ella significa. La niña logra forzar un tiempo en Peter: el recuerdo de aquel tiempo en el que tenía una madre. Entonces, se da cuenta de que no es durante el alegre presente. Por un momento, el tiempo se guarda en el niño eterno, y por ese momento, gana unos cuantos años. Barrie, J. (2000-2014). Peter Pan. Literature Project. http://www.literatureproject.com/peter-pan/index.htm Barrie, J. (s.f.). Peter Pan . eBooket.com http://www.santutxu.net/mitxelen_gela/images/stories/peterpan.pdf
![]() Probablemente fue con Argos, ese perro fiel que sólo pudo descansar en paz hasta que vio por última vez a su[1] Odiseo, cuando se inauguró oficialmente la entrada de los canes a la literatura occidental. Argos, Cipión y Berganza, Flush, son algunos de los cachorros que han poblado el mundo de la ficción; sin embargo, hay entre ellos uno que especialmente quiero conmemorar ahora, a saber, Orfeo, cuyo amo fue Augusto Pérez. La modernidad trajo consigo a un nuevo ídolo: la Razón. Pero, ¿qué puede enseñarnos un perro de la razón? ¿Acaso no podrá decirnos de aquella lo que en paralelo nos dice Erasmo de la cordura y la prudencia a través de la estulticia? Ya lo habían hecho antes Cipión y Berganza cuando tomaron la palabra humana para hablarnos de nuestra naturaleza, Orfeo lo hace también, en aquel primer y último diálogo que le dirige a su amo al final de Niebla. Quizá la diferencia más importante dentro del texto de Cervantes y Unamuno (quijotescos ambos, heroicos también) es que en el de este último el perro se nos vuelve todavía más entrañable por el drama humano que ha acompañado las desgracias del fatídico Augusto Pérez. Es decir, que la gravedad de la aparición de Orfeo radica en el hecho de que no es con otro can con quien habla sino que, en el juego de un hombre, gana con las reglas de su propia razón. El recurrente conflicto unamuniano en torno a la desaparición y al encuentro con la nada, y su deseo de pervivencia y eternidad está también presente en Niebla, pero esta vez en la voz de quien uno menos podría esperarlo: un perro. «¡Se muere todo, todo, todo; todo se me muere! Y es peor que se me muera todo a que me muera para todo yo. ¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! Esto que aquí yace, blanco, frío, con olor a próxima podredumbre, a carne de ser comida, esto ya no es mi amo.[…] ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que en él hablaba y soñaba? Tal vez allá arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, como la vio Platón, al que los hombres llaman divino; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras preciosas, donde están los hombres puros y los purificados bebiendo aire y respirando éter. […] Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi amo!» (Unamuno, 2002, págs. 299-300) Perro sabio fue Orfeo, no porque dominara trucos o espectáculos sino porque le bastó poseer una sola vez el habla para decirnos de qué está hecha el alma humana. Bella ironía que la despedida más conmovedora haya surgido del pecho de un ser a quien no le fue concedida el habla. Pues acaso como decía Orfeo, el lenguaje, el vestido, el rito de almacenar a los muertos, es lo que más nos pervierte. Las razones que tiene la pasión del can en ese monólogo aquí glosado es lo que en mayor medida logra conmover al lector, pues el juego interiorista del relato propuesto por Unamuno es comprendido activamente antes por Orfeo que por su amo; antes por él que por el lector a solas. Todos somos Orfeo, todos hemos perdido a alguien y todos hemos tenido, para bien o para mal, una vida de perros. BIBLIOGRAFÍA: Unamuno, M. d. (2002). Niebla. Madrid: Cátedra. _________________________________ [1] Digo «su» pensando en el mismo Unamuno quien decía que hay pronombres posesivos que subrayan la pertenencia de aquel que los utiliza, por ejemplo, «mi amor». ![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Hoy en día, hay demasiados héroes espectaculares, inflados por la imaginación, adornados de súper poderes y personalidades apabullantes. Héroes humanoides, cargados de atributos divinos. Héroes inimitables. Héroes de la televisión y de los medios de comunicación. Héroes que sólo existen para entretenernos, y sugerirnos alguna idea de rectitud y entereza. Héroes alejados de nosotros y de nuestra realidad. Cervantes, en cambio, nos entregó un héroe humanamente colosal: el Caballero de la Triste Figura. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, gloria de la literatura universal y bastión de la literatura española, es uno de los libros más temidos y menospreciados, debido a su voluminosa apariencia. Al contrario del orden económico —donde más dinero significa más bienes—, El Quijote forma parte de la extensa lista de libros proscritos, cuyo único crimen es ser más largos que la Biblia (dato bastante cuestionable) y haber sido nombrado clásicos. Sus millones de ejemplares detienen el polvo de otras tantas millones de bibliotecas. Tanto lo han ponderado que se ha vuelto inalcanzable. Y, sin embargo, en sus páginas, dormita uno de los paladines más grandes y geniales de la historia: Alonso Quijano, el famoso don Quijote de la Mancha. Empezando la lectura, advertimos que Alonso Quijano es un cincuentón peculiar. No ha sufrido su transformación heroica por alguna anomalía cósmica, ni por la pérdida de un ser querido, sino gracias a la lectura excesiva de los libros de caballería —tatarabuelos de nuestros actuales héroes de las historietas—: “se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”, y se pensó el más grande de aquellos múltiples defensores de la justicia. Ahora bien, ¿cómo es Alonso Quijano? ¿Cuáles son sus súper poderes y su increíble personalidad? Alonso Quijano es una persona larguirucha, de escasa condición física, más habituada a los trabajos de la casa que a los del campo, y tan flaco como su rocín: Rocinante, montura de piel y huesos. Una persona bastante común, a decir verdad. Sólo tras enloquecer, ostenta una personalidad tan impresionante como nunca antes se ha visto: se apega en todo a los libros de caballería, que son algo así como su manual de conducta. Es idealista a morir. Por eso, encaja a la perfección con su fiel escudero Sancho, quien dista mucho de poseer las virtudes y cualidades de su señor. La locura es su estandarte y su originalidad: ¿qué otro héroe puede preciarse de serlo a fuerza de sus propias manías y desmanes? Ninguno, sólo el Quijote. Pero, ¿de qué se alimenta su locura? De ideales, de absurdos ideales. La gente se burla de su forma de mirar el mundo y de sus grandilocuentes palabras. Lo tildan de loco, soñador y embustero. ¿Cómo es posible, si no, que alguien haga de una posada un castillo; de unas cortesanas, unas doncellas, y de una mujer rústica, el amor de su vida? Lo consideran un chiflado por advertir una realidad más noble y alta que la verdadera, por enaltecer a los lugares y a las personas hasta una posición que, bien vista, puede que sea la correcta. Porque, ¿qué tiene de malo ver la nobleza de espíritu o lo mejor de una persona? ¿Qué tiene de malo creer en ella y descubrir su alta alcurnia, perteneciente a toda la raza humana? Nada. No tiene nada de malo. Es más, quizá nuestra estrechez de miras tenga que ver más con la paranoia que su ensoñación del mundo. Nuestra mirada se contrapone a la cálida contemplación del Quijote. Juzgamos a las personas por su físico, apariencia, ropa y rostro, y lanzamos el peor veredicto imaginable sobre ellas. Es nuestra forma de protegernos: preferimos errar el juicio a vernos luego defraudados; ya después que reivindiquen su buena fama, si pueden, o que se dediquen a comprobar nuestros pronósticos. Es una práctica tan común que apenas si pensamos en ella. Pero, cabría preguntarnos, ¿qué tiene de bueno dudar del prójimo? Nada, absolutamente, nada. La desconfianza nos pone a la defensiva de cualquier invasor o intruso posible, y cuán triste que la mayoría de nuestros enemigos pertenezca al género humano. Al desconfiar, apostamos por los defectos y carencias del otro, no por su calidad humana. ¡Cuán diversa es la confianza! Ella saca lo mejor de nosotros mismos, como hace entre los enamorados, quienes dan lo mejor de sí para no traicionar la confianza que han depositado en ellos. Claro, es muy distinto confiar en una sola persona a confiar en la humanidad. El margen de equivocación se engrosa hasta lo indecible. Ésta es la razón de que veamos caras ceñudas, cuando caminamos por las calles. He ahí cuando resplandece la locura del Quijote: él sí confiaba en la humanidad. Trataba a todos con igual respeto y caballerosidad. Por eso, ¡qué quijotesco resulta saludar con una sonrisa y preocuparse por los demás! Son gestos de un loco, muestras tan humanitarias que iluminan el día más nublado y abren cualquier clase de cerrojo, porque el espíritu se alegra de encontrarse con otro ser humano. Claro que no todo fueron rosas para el Quijote. Ninguna de las personas con las que se encontró comprendió su grandeza de espíritu, sino hasta mucho después, cuando ya estaba en el lecho de muerte. Aquí radica la heroicidad del Quijote: en que nunca cejó en su esfuerzo por ver respetada la justicia de los menos favorecidos, como los galeotes, quienes, liberados por él, apedrearon después a su salvador. Experiencias como ésa pudieron haberle hecho dudar de sus ideales y dar marcha atrás en su conquista del mundo, pero no se arredró ante ellas y siguió adelante. Por más que cada acto de confianza le dejase algún cardenal o magulladura evidente, y por más que cada día honrase más su apodo --el Caballero de la Triste Figura—, siguió confiando. ¡Esto sí es heroico!, pues tenía razones y golpes de sobra para rendirse. La cantidad de malas experiencias superaba con creces a las buenas. Era lógico que hubiese cedido y abandonado sus convicciones: pero no lo hizo. Este agarrarse fiera y tenazmente a su ideal, le permitió seguir adelante, porque dicho ideal enraizaba sus cimientos en su persona misma: primero, creyó en sí mismo. Véase por donde se vea, el Quijote es la persona más segura de sí misma. Su voluntad no vacila ante ninguna adversidad, pese a los lloriqueos de Sancho, quien ha aprendido que el problema más la intervención de su señor es igual a una paliza memorable. Esta increíble autoestima del Quijote será la que transforme a cuantos conviven y se relacionan con él. Su seguridad los irá ennobleciendo y enalteciendo. Les ayudará a confiar en sí mismos y reconfigurará su dignidad según los ojos del Quijote. Su convicción lo es todo. Si no, ¿qué hubiera sido de cuantos le rodeaban, si hubiesen visto en él una persona timorata que rehuía de las miradas ajenas y murmuraba o musitaba sus discursos más para sus adentros que para que le escuchasen cuantos había a su alrededor? Lo hubieran ignorado, sin duda alguna, adjudicándole una buena dosis de compasión al “pobre loco”. Los ideales, por definición, son creencias supremas, prácticamente inalcanzables, capaces de incitar a quien los abraza a dar lo mejor de sí. Por eso, son tan raros en un mundo conformista y lucen como estrellas en una noche oscura, donde lo único que brilla es el egoísmo. Son metas para personas especiales que buscan legar su granito de arena al mundo. El Quijote se proponía ser el mejor de cuantos caballeros andantes hubiera hollado la faz de la tierra. Era una meta bastante considerable, tomando en cuenta que no conocía registros originales de verdaderos caballeros andantes. Todo su saber se condensaba en las figuras estilizadas que los escritores habían adecuado para sus libros de caballería. Él no contaba con poderes especiales ni con una fuerza descomunal, sino tan sólo con un corazón capaz de percibir la miseria y las desdichas humanas, y sensible a reconocer la dignidad que hay detrás de cada hombre y mujer. Ésa era su única y verdadera arma, la cual daba pleno sentido a todos sus actos: la humanidad de su corazón. Hoy en día, desdichadamente, estamos escasos de Alonsos Quijanos que dejen la seguridad de sus casas para realizar el sueño con el que siempre han soñado. Faltan Quijotes que iluminen al mundo con sus miradas, y nos hagan ver el lado amable y verdadero de la vida. Porque es fácil quejarse de la inoportunidad e ineptitud de los demás desde la comodidad de nuestros hogares, sentados frente al televisor como meros espectadores; pero no es fácil cambiarnos a nosotros mismos. He aquí la maravilla y la genialidad del Quijote: la consecuencia entre su sentir y su actuar. Pocas veces, se ha visto persona que sea más honesta y coherente consigo misma, hasta el punto de aceptar responsablemente las consecuencias: los palos y lapidaciones de la vida. Este héroe es más de lo que aparenta. Detrás de su caricaturesca figura, luce y camina un verdadero caballero andante que verterá los mejores y últimos años de su existencia en la consecución de sus ideales. Cuando Don Quijote no era más que Alonso Quijano, vivía tranquilo y se sosegaba con la lectura de sus libros en la sala de su hogar. Era una persona buena, justa, como tantas otras que se camuflan entre la multitud. Pero no resaltaba ni conseguía gloria. Sólo se gloriaba en comprar y leer libros de caballería. Era una persona pacífica. Pero una vez que le picó el aguijón de la locura y se le secó el cerebro —porque quién en su sano juicio dejaría sus comodidades para emprender un largo viaje lleno de riesgos a tal edad y siguiendo principios ficticios aprendidos en los libros—, su vida dio un giro de trescientos sesenta grados, al igual que la vida y visión de cuantos le rodeaban. Mientras estuvo locamente enamorado de su ideal, sacó fuerzas de flaqueza y realizó proezas y hazañas que nunca alguien hubiera imaginado o atribuido a una persona de su edad. Fue capaz de pelear contra gigantes (los molinos de viento), de salvar doncellas (cortesanas), de luchar por el amor de su vida (la idílica Dulcinea del Toboso) y de plantar cara a cualquier situación adversa que se le presentara, por más descabellada que pareciera. Una vez recuperada la razón, Alonso Quijano despertó a su triste “realidad”. Se extinguió la vitalidad de su corazón y volvió a ser el mismo hombre justo, bueno y bondadoso que había sido, que no se atrevía a salir de su casa. La pesadumbre le invadió y murió pesaroso de que todo hubiese sido un sueño, aunque con fama de sesudo; mientras Sancho y los demás imploraban regresase su quijotesca alma, aquella que lo arrastraba a las mayores aventuras. Murió como quien ha perdido el sentido de la vida, porque nadie puede permanecer igual después de haber probado la locura del ideal. Don Quijote conmovió a la España de su tiempo con sus locuras. Su actuar era un atentado claro contra la razón y la prudencia. Sin embargo, fue capaz de despertar la dignidad en los corazones de los demás, gracias a que creía en un mundo mejor donde él era caballero andante; los molinos, gigantes; las cortesanas, doncellas; Sancho, un futuro gobernador de una ínsula, y Aldonza Lorenzo, su amada y excelsa Dulcinea del Toboso. ![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Ha habido exploradores intrépidos, luchadores infatigables y filósofos profundos, pero ninguno como aquel habitante del asteroide B-612 que nos legó Antoine de Saint-Exupéry en su famosísima obra El Principito. La brevedad del libro se compensa con la sinceridad, simpleza y realismo del que están cargadas sus páginas. Pocas veces, llegará a verse tanta sabiduría compacta en tan escasas líneas. Todo gracias a que su protagonista es un niño: el Principito. Para cuantos hayan leído El Principito, no pasarán inadvertidas sus múltiples y consecutivas preguntas. Cuando algo se le ha metido a la cabeza, no hay quien le haga cambiar de tema, así sea la pregunta más tonta o menos interesante posible. No hay personaje que resista dos rounds seguidos de su terquedad. Todos acaban por responderle con buen o mal genio a sus persistentes dudas: por qué, para qué, cómo, qué. Dichas preguntas componen el repertorio de cualquier infante. Son fórmulas repetitivas con las que el niño busca comprender la realidad de los adultos, del mundo y de la sociedad, una realidad que se le hace horrorosamente compleja. Porque, ¿qué es más complejo que escucharles decir a los adultos que no tienen tiempo para hablar, jugar o reír, cuando los niños lo tienen de sobra? Quienes se han visto en el trance de resolver tales interrogantes o de convivir con un niño curioso, transcurren primero por un estado de incomodidad, luego intentan explicar las obviedades de la vida de una manera torpe —“es que no es obvio”— y terminan ignorando las preguntas trascendentales del niño, respondiéndole cualquier bagatela. De modo que, al final, la respuesta más recurrente es la del farolero: “es la consigna”. Cuestionarnos por la realidad que nos rodea es un deber de todo hombre y mujer que se juzgue digno habitante del planeta Tierra, heredero de un espíritu inconmensurable, sediento de saber. En ningún modo, está mal interesarse por el curso de los astros, por el vuelo de la libélula, por el canto de los grillos, por la llovizna, por los frutos o por los truenos. El alma humana es científica y filósofa por naturaleza: se asombra y se cuestiona, y esto nos lo viene a recordar el Principito. Para él, todo es importante. Ninguna pregunta es tonta o advenediza: busca el sentido pleno de la realidad. Por eso, cuando pregunta por qué las flores tienen espinas, si al final se las pueden comer los corderos, expresa una inquietud fuerte que le hace rabiar ante la falta de seriedad del piloto. Porque, entonces, ¿cuál es la finalidad última de las espinas, si, aparentemente, no les sirven de nada? Esta actitud del Principito de dejarse impresionar como los filósofos por el mundo que le rodea e interrogarlo para impresionarse aún más, es nuestro propio derecho y deber. A veces, vagamos por el mundo de forma autómata —sin apreciar nuestro entorno—, privándonos de la felicidad que nos da la contemplación, así como de la reflexión e inquietudes que brotan de ella. Ahorrarnos estas molestias —estos tristes o alegres pensamientos—, acorta nuestra vida y el goce de nuestros sentidos. Quienes van de un sitio a otro sin mirar ni admirarse, son hombres y mujeres grises que decoloran el mundo. No les preocupa lo que suceda con él ni con quienes lo habitan. Son hombres y mujeres mustios que no pasan de sus problemas, porque no son capaces de contemplar los de las demás personas. Y cómo habrían de contemplarlos, si no les impacta no ver el trasfondo de esa realidad. La mirada fría de quienes manejan o caminan por las calles, es a prueba de todo. Poseen un impermeable perfecto que impide todo tipo de sensibilización o acercamiento hacia el otro. De lo contrario, les perturbaría observar a los niños trabajando a edad tan temprana en los semáforos y vistiendo tan pobremente, o a los viejecitos sentados en la banqueta de ciertas calles y avenidas, reposando harapientos con la mano extendida. Pero no, son hombres serios que comprenden la realidad, y esto los ciega. “Ésa es la consigna —responden—. Desde siempre ha sido así”. ¿Y aquello justifica nuestra indiferencia? Tomar al toro por los cuernos y afrontar la alegre o cruda realidad, es una característica esencial de los niños. Ellos, en su inocencia, no entienden muchas cosas. Su mente funciona a través de una lógica fulminante y pitagórica. Por eso, cuando ellos se preguntan por qué, para qué, cómo, qué, no lo hacen como el periodista que busca rendir cuentas de la realidad, sino como almas genuinas que desean comprender el mundo en el que viven. Dicha inquietud, lejos de evidenciar la ignorancia de lo obvio, muestra el brillo y la sabiduría de un espíritu joven, infantil, que no se cansa de explorar su casa para entender el sentido y la función de las cosas. Preguntar, no nos atrasa; al contrario, nos impulsa. Grandes personas, como Steve Jobs, nunca se cansaron de sorprenderse y de preguntarse por los pequeños detalles. Porque para ellos no había detalle, por mínimo que fuera, que resultase repulsivo o insignificante. Antes bien, un detalle podía significar la diferencia entre un éxito rotundo y un trabajo cualquiera. Una característica innegable del Principito —sin la cual no existiría su capacidad de asombro— es su inocencia. El capítulo del cordero resulta de una frescura admirable. ¡Quién no se ha desesperado al encontrarse con un niño perfeccionista que no admite errores ni deslices en los trazos! La lucha del aviador por satisfacer a su pequeño compañero, mientras anhela arreglar el motor para salir de aquel desierto, es una de las más divertidas de la historia. Después de varios y fracasados bocetos, el astuto aviador opta por entregarle el cordero por paquetería, y le dibuja una caja con sus respectivos agujeros para que pueda respirar y alimentarlo durante el viaje. La aceptación entusiasta del paquete por parte del Principito y las respectivas preguntas referentes al cuidado, coronan el suceso. En un principio, nos reímos de la ingenuidad del Principito: “¿Cómo puede contentarse con una caja? ¿Acaso no ve que es el simple dibujo de una caja?”. Pero quizá nosotros seamos los ciegos y tengamos la mente tan embotada que no percibimos con claridad: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Si no, de qué otra manera se explican las palabras finales del Principito: “¡Mira! Se ha quedado dormido”. Sin embargo, esta ingenuidad tan pueril es inflexible ante cuestiones o razonamientos que él cree injustos o insensatos, como cuando se encuentra con el rey, el vanidoso o el borracho. Esta capacidad de no quitar el dedo del renglón hasta quedar plenamente satisfecho con la respuesta, es una virtud que necesitamos recuperar hoy en día. El conformismo es el peor enemigo de la sociedad, porque propende al retroceso: si aceptamos ahora nuestras circunstancias, seguramente las aceptaremos también mañana, aunque sean peores. Esto es inaceptable para el Principito, alguien acostumbrado a lo hermoso, mas no a lo mediocre. Él tiende a mejorar su estilo de vida, como cuando pide el cordero para que acabe con los baobabs, pero con la inquietud de que ese progreso no se coma a su flor, a su ser amado. Siempre busca resolver las dudas que surgen en su cabeza. No le agrada la idea de concebir cuestionamientos estériles, irresolubles. Nada más lejano de su regia forma de ser. Pero el Principito es un hombre práctico. No se anda por las estrellas como el geógrafo o el hombre de negocios, sino que se preocupa y ocupa de lo que a él concierne: como el mantenimiento diario de su asteroide. Cumple cada día con sus obligaciones, pero disfruta asimismo de la puesta del sol al atardecer. El Principito no se aísla de su realidad: vive plenamente inmerso en ella. Sus preguntas y el cumplimiento de sus responsabilidades cotidianas son prueba fidedigna de ello. Este vivir y disfrutar la vida, son verdaderos privilegios de reyes, pese a lo común que sea asear el hogar o el trabajar. El truco está en no vivir la vida en modo automático, sino en construirla siempre con una sonrisa. Derrochar el tiempo consume la vida en vano, la inutiliza. ¡Cuántos no se han quejado de que a tal o cual persona les va mejor que a ellos, o de que ellos no fueron bendecidos por Dios! Debieran quejarse de ellos mismos —de su falta de dedicación e indolencia—, en vez de sucumbir a la fácil y grosera tentación de echarle la culpa al otro y dedicarse a berrear la misma sarta de lamentos todos los días. Pregonan sus problemas a cuantos pasan por su camino, quieran o no quieran escucharles. Se creen mártires, escoria marginada de la sociedad, y se empeñan tanto en su papel, que terminan siéndolo. Cuando uno lee el Principito, se da cuenta que hay muchas personas especializadas, rutinarias, que son absolutamente inservibles para ejercer cualquier otra actividad a parte de su empleo. Esta seguridad que les da el tener un empleo estable, del cual se creen amos y señores, les impide mirar y admirar las realidades de otras personas, y les impide hacerse preguntas o intentar responderlas. Estas vidas sumisas —o sumidas en su realidad— viven encerradas en una especie de caparazón, como tortugas que se contentan con adquirir todo cuanto quieran a su alrededor, sin necesidad de pedir o brindar ayuda. Por eso, el Principito es y será siempre un clásico. Porque hace hincapié en las locuras o manías de los hombres de una manera tan ingenua, pero, por lo mismo, tan aplastante, que mueve a reflexionar sobre la vitalidad de la realidad. Por qué, para qué, cómo, qué, son preguntas sencillas, pero preguntas capaces de sacarnos de nuestra monotonía para recrearnos con cuanto nos rodea. Ayudan a no dar las cosas por hecho y a tomar conciencia de las realidades de otras personas. Son preguntas capaces de ampliar nuestro mundo, nuestra perspectiva, nuestra mente, nuestro corazón. Quizá, por eso, los niños sean tan incansablemente activos e inquietos: por su cuestionamiento ávido de conocer y desentrañar los misterios de la vida. Si nos contagiáramos algo de su ilusión, seguro que desaparecerían el tedio y el aburrimiento de nuestro día a día. De hecho, quizá éste sea el secreto de la eterna juventud: la capacidad del eterno asombro, la sabiduría harto desgranada a la que llegan las personas mayores, cuando su organismo y temperamento declinan para regresarlos a la etapa más perfecta: la niñez. Visto así, no estaría mal darnos una vuelta por nuestra primera infancia, donde todo era maravilloso e imponente, y construir una casa —grande o pequeña— para quedarnos a vivir allí, recuperando todo el tiempo perdido que se ha escurrido de nuestras manos. Volveríamos a ver con los ojos de un niño, para quien una hora era una eternidad, y la posición de las estrellas o la visita a los abuelos, la preocupación existencial y trascendental de nuestras vidas. ![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano En un sistema férreo de justicia, donde el mínimo delito —como robar un mendrugo de pan para alimentar a la familia— se paga con una condena de 19 años, surge una de las grandes figuras de la novela francesa: Jean Valjean, el preso 24601. Los Miserables es la obra culmen de Victor Hugo, si bien tiene otras tantas famosas como Nuestra Señora de París. Se ubica alrededor de la insurrección de junio de 1832, en París, durante las barricadas francesas, donde el pueblo parisino luchaba por su libertad y por mejorar su alimentación. La obra está entrelazada por diversas vidas desafortunadas que cruzan sus caminos entre sí —Fantine, Cosette, Marius, Gavroche, Éponine, Jean Valjean, etc.—, sanando algunos y empeorando otros. Página tras página, se encuentra el centro del corazón humano, su núcleo más íntimo y aterrador en su esencia más pura de bondad o maldad, y se aprende a arropar con la compasión aun a los personajes harapientos y mugrosos. Jean Valjean, el protagonista principal, cubre una línea meteórica y accidentada tras el triste inicio de su existencia, cuando es encarcelado por cinco años a causa de haber robado una panadería para alimentar a su hermana y a sus hijos. Pero su condena aumenta hasta los diecinueve años, debido a los repetitivos intentos de fuga. Cuando por fin sale, es marcado de por vida por el pasaporte amarillo que le dan, típico de los ex-presidiarios. Nadie le acoge ni le quiere ver, por temor de quedar manchados o verse defraudados por semejante ralea de la sociedad. Jean Valjean no tiene donde ir y se plantea volver a robar. En sí, él nunca fue malo, pero la sociedad y las leyes lo han hecho hosco y huraño, y propenso a hacer el mal. Es ahí cuando entra Mons. Bienvenue, quien lo hospeda en su casa, le sirve la mesa con la mejor vajilla y le da una habitación digna donde poder dormir. Valjean se siente contrariado en un inicio por la bondad del obispo, pero después nace en él el deseo de robarle la vajilla de plata y salir huyendo con una fortuna. Emprende y ejecuta su cometido, pero es atrapado a pocos kilómetros de allí y devuelto a la casa del obispo por las autoridades, que desean comprobar la versión de Jean Valjean, quien afirma que el obispo le regaló cuanto tiene. Sale Mons. Bienvenue y lejos de reprocharle el hurto, le da su candelabro de plata, alegando que se había ido sin él. Así compra su alma para el bien. Con este acto de caridad, único de cuantos maltratos había recibido durante años, Jean Valjean reflexiona sobre sus actos y se convierte. La novela sigue relatando sus afrentas y las de otros personajes que se le van uniendo, forjando una fabulosa historia. Sin embargo, éste es el suceso clave de la obra: la redención de Jean Valjean. La restitución de sus maldades por actos de caridad. Para llegar a este momento crucial, como se ha visto, bastó un poco de comprensión y afecto, cosas que no recibió cuando fue juzgado para ir a la cárcel, ni cuando —hambriento y pesaroso— salió de ella para buscar un trabajo digno en los alrededores de París. Actualmente, hay muchos Jean Valjean vagando por el mundo. Hombres y mujeres desafortunados circulan por las calles con la marca de su ignominia. Unos roban, otros se mueren de hambre y otros practican oficios de mala muerte. Todos buscan y anhelan una sola cosa: sobrevivir. Sobrevivir un solo día más en este mundo es todo un reto, en especial para los que han tenido las desventajas de venir al mundo en circunstancias menos afortunadas. Conseguir trabajo y llevar el pan a la casa, es toda una faena. Más cuando la sociedad lo ha etiquetado a uno con un pasaporte amarillo de indeseable. Unos pantalones raídos, una camisa hecha jirones y el pelo sucio y desaliñado, pueden significar síntomas de ser malas personas o al menos así se suele pensar. Lo mismo se diga de los jóvenes que usan piercings, tienen rastas y lucen tatuajes. Quien los ve, suele atemorizarse y dejarles paso. Sin embargo, quien ha llegado a pedirles un favor o verlos jugando con los niños, se asombran de lo engañosas que pueden ser las apariencias. Tanto la ropa como el físico, los tatuajes y los accesorios, pueden resultar hoy en día como el pasaporte amarillo de Jean Valjean: son indicadores estereotipados de personas bandoleras o ladronas. Esta falsa o acertada percepción, produce una temerosa sensación que se traduce en gestos torvos o escurridizos. Y esto es lo que se les echa en cara a estas personas. Ésta es la paga de la sociedad: el verse inaceptadas, incomprendidas y apaleadas. De este modo, ellas siguen sumergidas en su círculo vicioso, albergando un gran resentimiento hacia la sociedad. El rechazo es un reflejo habitual que se puede tener ante ellas. Sin embargo, lo inmediato no es signo de lo mejor. Para quien ha leído, escuchado o visto Los Miserables, ya sea el libro, el musical o cualquiera de las dos películas, puede imaginar en cada persona desafortunada o de mala apariencia la figura de Jean Valjean, y comprender que una persona no está maleada de por vida, sino que su actitud depende en gran parte de nosotros. ¿Quién hubiera siquiera esperado que el preso 24601 llegara a ser un respetuoso y venerable alcalde, y construyera una fábrica de abalorios con los cuáles dar empleo a mucha gente? Nadie. Nadie puede calcular las consecuencias de sus buenas acciones; en este caso, de ayudar a alguien. Se tiene el momento inmediato para actuar, para tender la mano, pero no sabemos qué será de aquella persona en el futuro. Jean Valjean limpió y santificó su vida tras un breve acto de amor y comprensión. Pues estas dos virtudes le hicieron creer en la sociedad y en que él mismo podía mejorar. El amor y la comprensión, traducidos quizá en un saludo por la calle o en la preocupación por los pendientes del otro, pueden cambiarle la vida a alguien. Uno nunca sabe. Las buenas obras sembradas hoy, germinarán tarde que temprano. Por eso, hacer el bien sin medida como Mons. Bienvenue, quien vendió y cedió sus posesiones para dar todo el usufructo a los pobres, es la mejor manera de cambiar a la sociedad. Las buenas obras se pueden hacer en todo momento y lugar. Basta con abrir bien los ojos. No se necesita planear grandes proyectos, ni tener grandes ideas. Tan sólo hay que aprovechar cada instante para hacer y devolver el bien. Después de todo, esto ocasionó la redención de Jean Valjean y la de otras tantas personas. Pues el amor basta para redimir a las personas de cualquier trance. El amor brinda humanidad a las dos partes: tanto al que lo da como al que lo recibe. Dar un giro de 360°, una conversión completa, no es nada común ni es lo más fácil que pueda existir en el mundo. Implica un gran deseo, porque no es sencillo dejar atrás los malos hábitos que se han adquirido y trabajar en la consecución de otros que ayuden a vivir de manera honrosa y honesta. Convertirse de jalón implica una gracia especial, una gracia motivada por el amor. Es sabido que los enamorados tienen energías para todo. Por las mañanas y por las tardes, ostentan una brillante sonrisa. Son más esforzados. Les sale todo bien. Son optimistas. Mejoran su temperamento. Nada les cuesta. En fin, cambian de manera radical y se les nota. Por lo tanto, si el amor es capaz de revolucionar el corazón y convertirlo en un motor de carreras, ¿por qué no hacer uso de él para ayudar a los demás? Los momentos en que Jean Valjean se enfrenta consigo mismo para repasar lo que ha hecho y lo que quiere hacer con su vida, son de suma importancia. Dentro de sí, se desata una tempestad que le azota por ambos costados. Por un lado, es una persona mayor maltratada y con resentimientos que quiere devolver mal por mal, y por otro, no quiere formar parte de ese desalmado sistema que se robó los años más preciados de su vida. Está claro que lo mejor es el cambio, pero cuesta mucho desnudarse de la propia piel para esperar a que nazca la nueva y renovada. La lucha que se desata en su conciencia es titánica. Todo lo piensa en torno a sí. Sin embargo, hay algo que inclina la balanza de manera definitiva hacia el bien: la confianza y el amor que Mons. Bienvenue ha depositado en él. El volverse a sentir como persona, despierta en él sentimientos muy humanos que se habían quedado relegados tras múltiples capas de rencor y egoísmo. Así es como Jean Valjean da el paso más importante de su vida: su conversión. Gracias a esa decisión, dará trabajo a muchas personas necesitadas, ayudará a una madre soltera y posteriormente a su hija, y será capaz de sacrificarse en beneficio de la felicidad de los esposos. Mons. Bienvenue jamás pensó en la trayectoria que sería capaz de trazar el candelero de plata que tanto cuidaba su hermana junto con toda la vajilla. Ignoraba lo que sucedería con aquel hombre de rostro temible, y tampoco esperó a que le fuera devuelto. Lo único que supo a ciencia cierta es que ese hombre estaba necesitado de amor y comprensión, y que era hijo de Dios, y le atendió de la mejor manera posible. Se dio sin esperar nada a cambio. Por su parte, Jean Valjean se vio tan impresionado por el ejemplo y bondad del santo obispo, que salió disparado hacia lo mejor. Tiempo después, cuando se entere de su fallecimiento, lo llorará como quien llora la pérdida de un verdadero padre. Un personaje totalmente contrario a Mons. Bienvenue es el inspector Javert. Él sí que no puede tener piedad y menos con su presa favorita: Jean Valjean. La maldad no tiene perdón para él. Más bien, las leyes se tienen que respetar y cumplir a rajatabla. Los crímenes no tienen concesiones. Y no se puede llamar persona a quien ha caído y cometido algún delito. Esta fría concepción de la vida será el motor de sus acciones. Por eso, se la pasará rastreando y persiguiendo a Jean Valjean, porque un ladrón siempre será ladrón, no tiene manera de redimirse. Pareciera que los buenos estuvieran predestinados desde siempre a serlo, al igual que los malos. Sin embargo, una visión tan estrecha como la de Javert, no puede menos que generar resentimiento y rencor, además de un natural temor de quienes conviven con él. Se dice que Javert nació en la cárcel estando su madre presa, pero que desde chico repudió toda pizca de maldad. De igual manera, muchos vienen a este mundo manchado de fango y pueden autonombrarse paladines universales, dispuestos a sacrificar su vida en pos de una vida mejor; pero terminan sacrificando otras tantas vidas a su paso. Por esto, resultó una total bendición que Jean Valjean se haya encontrado con una persona como Mons. Bienvenue, quien le puso más color a este mundo que todos los pulcros y monocromáticos Javert que pululan por las calles. ![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Honoré de Balzac fue una de las grandes lumbreras de la literatura realista francesa. Es el mago de los retratos parisinos de su época, retratos cargados de injusticia y de marcadas diferencias sociales —como los hubo durante la revolución industrial—, pero retratos que ocasionaron el nacimiento de grandes escritores, defensores y paladines de los derechos humanos, como Dickens y Balzac. La obra de Balzac, la Comedia Humana, es extensísima. Está compuesta por cerca de ciento cuarenta y nueve obras, cincuenta y siete incompletas. Es una obra modelo, en cuanto a que crea a su propio París. Hombres y mujeres de sus novelas navegan de una a otra, aderezando la trama de muchas y siendo los protagonistas de otras. Claro ejemplo de esto es Vautrin, el pícaro bribón que siempre está husmeando y metiendo sus influencias por todos lados. Sin embargo, pese a que hay personajes que resaltan por su astucia, perspicacia o temperamento, uno de los personajes cúspides de su literatura es Papá Goriot, quien, a vistas de los demás, resalta por su idiotez. Papá Goriot es un comerciante menudo venido a menos y apaleado por la vida. Durante su juventud, fue el terror del comercio y desempeñó una actividad comercial sagaz e incomparable, aprovechándose de la escasez general y adueñándose de una fábrica de fideos. Sin embargo, el Papá Goriot que Balzac representa al inicio de la obra homóloga, es un completo idiota, enajenado de la realidad hasta el punto de comer mecánicamente y no advertir si le han quitado su plato de sopa. Cuando uno avanza las páginas y el protagonismo se lo va quitando Eugene de Rastignac, un joven de provincia que ha llegado a París para ser alguien importante en la vida, Papá Goriot sigue siendo el mismo. Nadie le toma en cuenta. Y si alguien se apiada de él, él parece ignorarlo. A lo largo de la novela, ocurren hechos curiosos, donde hay fracciones de minutos en que se advierte un Papá Goriot audaz y optimista. Conforme uno se acerca a la mitad, advierte la causa del derrumbe emocional y económico de Papá Goriot: sus hijas. Papá Goriot fue un hombre totalmente entregado a su familia. Idolatraba a su esposa y adoraba a sus dos hijas. Cuando su esposa fallece a temprana edad, pasa toda su atención a lograr la felicidad de sus hijas, comprándoles cuanto ellas deseaban. Cuando llegan a la edad casadera, les busca un buen porvenir y las casa con un banquero y un noble, otorgándoles una dote suculenta. Papá Goriot las visita con frecuencia, pero no cambia sus humildes hábitos de vida, cuestión que preocupa ardientemente a sus nueros. De modo que ambos lo terminan desterrando de sus respectivas casas, y sus hijas, para no desairar a sus maridos, consienten en sus decisiones. No obstante, Papá Goriot siempre estará ahí para cuando lo necesiten sus hijas, prioritariamente para copar sus necesidades económicas, pero, sobre todo, sus vanidades. La historia continúa, pero sigue siendo tristísima de raíz. El amor omnipresente de un padre termina siendo pisoteado por sus seres queridos, quienes no han visto el amor que invirtió para mantenerlas socialmente bien posicionadas, sino que tan sólo lo ven como un banco o una especie de Joker con el cual pueden cubrir sus necesidades y satisfacer plenamente sus deseos. Sin embargo, lo realmente triste no es la historia de Papá Goriot, sino que esta historia es real: los papás se matan en el trabajo por sus hijos y ellos no lo ven. Los padres procuran que sus hijos tengan cuanto ellos no tuvieron. De forma que trabajan incluso turnos dobles u horas extras para rellenar los vacíos que puedan surgir. Así expresan su amor: trabajando. Quizá no puedan acompañar a sus hijos en la casa o lleguen muy cansados como para atenderles como merecen, pero sí se encargan de llevar el pan a la casa y de consentirles sus gastos a sus hijos. Son padres que trabajan por la supervivencia de sus familias. Padres de familia que quizá no se han dado el tiempo de ser papás de tiempo completo, porque el trabajo tan sólo llena los bolsillos de la familia, pero no los corazones. Hay muchas formas de amar y la compensación económica no es la mejor de todas. Es un alivio saber que la familia no se morirá de hambre, que los hijos gozarán de una buena escuela, que vestirán ropa decente, que pueden darse algunos lujos como ir al cine o a comer. Sin embargo, ¿qué puede hacer un corazón que sólo recibe dinero? Apegarse a él, resultándole que la vida es fácil. Un corazón así aprende a gastar, pero no a ahorrar. Aprende a gastar el esfuerzo de sus padres, el trabajo de sus maestros, la amistad de sus compañeros; en vez de irlos ahorrando, almacenándolos en el corazón, en el baúl de los buenos recuerdos, para invertirlos después en buenas obras. Por lo tanto, no basta con llevar dinero a la casa. Lo más indispensable de los papás es llevarles amor a sus hijos. Eso sí que llena las necesidades de niños, adolescentes y jóvenes, y suple con creces las carencias de dinero o las crisis económicas que se puedan afrontar. Porque el amor es expansivo en sí mismo. Expande las facultades, las necesidades, el tiempo y las buenas obras. El amor es lo más grande que se puede llevar a la mesa y al bolsillo. Es una moneda invaluable de continuo uso. Sin ella, se sufre desnudez, soledad y hambre. Papá Goriot amaba extremadamente a sus hijas. Quien ha leído la obra puede constatarlo. Inclusive podríamos afirmar que nadie lo ha hecho mejor. No obstante, le faltó más esfuerzo a su amor. Satisfacer las necesidades económicas de los hijos es de lo más fácil. Es una manera fácil y sencilla de creer que hemos hecho algo por ellos. Sin embargo, lo barato sale caro. No se puede arreglar el mundo con economía, porque sus necesidades son diversas. Los corazones son ambiciosos y requieren cada vez más. El alpinista que logra una conquista no se contenta, sino que busca superarse, y el empresario que logra un buen negocio, busca otro mejor. De forma que, quien recibe dinero, quiere más. Sin embargo, el amor sí es capaz de llenar las necesidades del corazón y de brindarnos felicidad. Una felicidad que no caduca con la última moneda que cambiemos, sino que perdura en los recuerdos y en los momentos difíciles. Todos creían que Papá Goriot era un idiota, y lo fue hasta cierto punto. Pero lo cierto es que lo fue por intentar llenar el hueco de sus hijas, su orfandad de madre, de una manera incorrecta: con riquezas. Él tenía todo lo que un burgués podía desear y lo puso a disposición de sus dos mejores tesoros. Sin embargo, se olvidó de lo más importante: de acompañarlas y hacerles saber que las amaba con su presencia y consejos más que con sus regalos. Muchos le pueden considerar idiota por aventarse a amar y sufrir la desilusión del amor. Sin embargo, quien lo analiza a fondo, no puede menos que admirarlo por entregarse con pasión al amor, aunque fuera de una manera equivocada. Amar es apostar por la felicidad del otro sin tasa y sin medida, con el corazón abierto. Es realizar lo imposible y sabernos capaces de más. Sin embargo, amar no es coaccionar, sino un apuesta. Él se aventó a realizar la transacción más fuerte de su vida: invirtió todo sus esfuerzos en la formación y felicidad de sus hijas. Su acción es totalmente admirable y dignísima de respeto. No siempre se ve a alguien por la calle que renuncie plenamente a sí mismo para realizar al otro, en vez de buscar su propia realización. El amor que se entrega sin esperar nada a cambio, es pleno. Sin embargo, no todas las inversiones son buenas. Del amor verdadero, nacen acciones verdaderas, profundas y duraderas. Y de estas acciones, inspiradas e impulsadas por el amor, surge la correspondencia. Un padre benévolo es capaz de conmover a un corazón de piedra. Sólo se necesita que su amor sea disparado en dirección al corazón de sus hijos y no en dirección a sus bolsillos o a su vanidad. El amor enajenante es malo si desecha todas nuestras habilidades, si aplasta nuestros deseos. Está bien darnos plenamente a la otra persona, pero también es necesario que nos sepamos dar nuestro lugar, pues quien no se respeta, difícilmente sabrá respetar a los demás de la mejor manera. Quien ama, se tiene que hacer digno y merecedor de amor, pues el amor enajenante aplasta nuestra personalidad, como a Papá Goriot, quien se convirtió de un empresario emprendedor y sagaz en un inquilino idiota al que todos tienen licencia de molestar. Por lo tanto, hay que saberse dar el lugar. Inclusive si se busca lo mejor para la otra persona, es necesario darle lo mejor de nosotros mismos; no hay por qué arrebujarnos en la timidez o en la minusvaloración. Dejarnos idiotizar por la persona amada, es una manera fácil de creer que amamos sin medida. Porque tanto llegamos a idealizar, que hacemos mucho o nada, pero en un estado de inframundo. Por eso, la idiotez de Papá Goriot nos es sumamente beneficiosa. Gracias a esta obra de Balzac, advertimos los escollos que hay detrás del amor. Descubrimos que el amor enajenante y la paga constante de dinero, no son lo que verdaderamente desean los seres amados, porque ni siquiera les llega al corazón. Las hijas de Papá Goriot sí son frívolas y vanidosas, pero son producto de la sobreprotección de su padre. Se les puede odiar o aborrecer a lo largo de la obra, pero, en realidad, ellas no han aprendido a amar. Son unas niñas grandes que lo único que saben es abrir la boca para pedir comida, ropa y joyas. Piden, piden y piden, pero no dan. La rivalidad entre ellas por destacar en la alta sociedad puede llegar a resultar cómica y trágica, porque su padre está a años luz de sus inquietudes y preocupaciones. La idiotez de Papá Goriot es contagiosa. Aún quienes no se sienten apocados en su personalidad, pueden incurrir en ella. Porque si se cambia el amor paterno por el dinero, en realidad, se realiza un empequeñecimiento del corazón de los hijos. Quizá no todos caigan en esta triste realidad, pero sí lo hará una gran mayoría, víctima de la falta de atención, que desbocará sus sentimientos en olvido o menosprecio de sus padres. Por lo tanto, se puede dictaminar que la idiotez de Papá Goriot no consiste en aventurarse a amar, sino en amar de la manera equivocada. Si Papá Goriot hubiera suplido el amor de su difunta esposa con el doble de amor presencial hacia sus hijas, otra obra se hubiera escrito, una muy diferente a la grotesca fotografía que nos ofrece Balzac, pero no habría servido como base para esta interesante reflexión de cuanto ya había advertido Balzac en otros tiempos. |
PersonajesEspacio en donde los productos de la imaginación de los autores reclaman su autonomía y develan ante el lector las claves de su existencia. Archivos
Mayo 2015
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