![]() En esta ocasión la sección de PERSONAJES se propone dibujar para nuestros queridos lectores a un padre de familia, que es hombre, es artista, se apasiona y, como es el ser humano, soñador. Su nombre Hjalmar Ekdal. Su creador fue Henrik Johan Ibsen, nacido un 20 de noviembre de 1828 en Skien, Noruega. Emblemático literato de la época, Ibsen es considerado uno de los más importantes dramaturgos en la historia del teatro, siendo tal vez el más influyente en el teatro moderno y de los más representados en Europa. Sus obras han sido distinguidas por una propuesta temática innovadora en su momento, en ellas se encuentran tramas que tocan plenamente los valores sociales más importantes de su época, llevando la trama a lo más cotidiano, representando al grueso de la población y hablando de los temas que al hombre común le competen. Esto le valió ácidas críticas, y en su tiempo fue considerado creador de un teatro inmoral y escandalosa. Hoy en día es posible contemplar la trascendencia de sus obras gracias a este carácter innovador, aún hoy podemos notar el problema del hombre contemporáneo en el teatro de Ibsen. Es el caso de “El Pato salvaje”, obra en la que el escenario principal es un departamento de clase media baja, los protagonistas son la familia Ekdal y las peripecias y desgracias son humanas y muy cercanas. La Familia Ekdal es una familia integrada por Hjalmar Ekdal, su mujer Gina, la pequeña Hedvige y el abuelo Ekdal. A primera vista parece que todo es perfecto, que son felices. Pero un embrolloso desarrollo en la trama deja ver que todo aquello es una mentira que la misma familia se ha hecho creer. Un sujeto, cuyas intenciones son buenas pero por hacerles ver la realidad de su fingida felicidad destruye y fractura el núcleo familiar. Es con la llegada de este personaje, de nombre Gregorio Werle (hijo del director Werle), que todo se desata. Gregorio ha sido amigo de la infancia de Hjalmar, éste lo deja hospedarse en su casa. Werle hijo sabe algo que Hjalmar desconoce; Hedvige es, muy probablemente, hija del director. Está ahí por eso: tiene como motivo el hacer ver la verdad a la familia Ekdal, rebelarles lo vedado, enfrentarlos a la realidad que ellos mismos han querido negar. Con ese motivo es que la trama se va construyendo y frente al espectador se va figurando el personaje de Hjalmar. Pieza por pieza se desmorona la imagen del padre de familia que vive una realidad estable y unívoca que sostiene a su familia con convicción y firmeza trabajando su carrera de fotógrafo; que se ha casado con una mujer comprensiva y dedicada con quien ha procreado una hija amorosa, y que en familia cuidan del abuelo retirado, se viene abajo además la imagen de hombre calculador, comprometido y emprendedor, de ese hombre que tiene un trabajo y un proyecto que le dará gloria. No, Hjalmar no es ese hombre, cuidadosamente Ibsen muestra al espectador la «real realidad» de la familia: es Gina la que sostiene la casa, cuida la carrera de Hjalmar, administra y mantiene en orden todo, Hedvige no es la hija de ambos, y peor aún es la hija ilegítima del director Werle, el hombre que traicionó al viejo Ekdal y que provocó la pérdida del honor familiar. Y, por si fuera poco, para coronar la farsa, no hay tal proyecto. Ese proyecto inexistente al que la familia llama «el gran invento» convierte a Hjalmar, lejos de emprendedor, en un soñador. Durante la obra el padre de familia se toma varios momentos para meditar sobre su gran invento; lo piensa, lo habla, se proyecta en un futuro de triunfo, hasta planea las distintas maneras en las que llegará la gloria; sin embargo, nunca hace nada. Se mantiene ahí, cómodo, soñando un futuro y sufriendo románticamente las dificultades del presente. Siempre haciendo nada. Se enfatiza así el carácter soñador de Ekdal, que sin hacer nada «hace» y «trabaja» en cumplir su meta, en alcanzar la gloria: devolverle la vista a Hedvige, recuperar el honor de la familia y el uniforme militar de su padre. Ese «hace» y «trabaja» es una venda que él, el hombre enamorado del montaje de su vida, coloca sobre sus ojos para mirar una realidad menos incómoda, menos cruda con la mediocridad de siempre. Hjalmar Ekdal se revela como el hombre moderno, él es representación del hombre del siglo XXI, escondido en las comodidades del «hacer» y «trabajar» en los «grandes inventos» de nuestras vidas; es él el soñador del siglo XXI desde el siglo XIX.
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![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Si tuviéramos que elegir entre ofender a un león o disgustar a Aquiles, sin duda optaríamos por cucar al primero, porque el segundo es más bravo y tiene los pies muy ligeros. Además, su cólera sobrepasa su fuerza y destreza, algo inimaginable si sabemos que es el más fiero de los griegos. La Ilíada es uno de esos libros que no podemos pasar por alto, sin el peligro de desconocer las grandezas y vilezas del corazón humano. Su tema central es precisamente la cólera de Aquiles, una cólera que desatará un sinnúmero de calamidades sobre el ejército aqueo, dado que él está bajo el auspicio directo de los dioses, por ser el hijo de una diosa: la nereida Tetis. La Ilíada se compone por dos cóleras: ambas de Aquiles. La primera surge por la injusticia que le infringe Agamenón, el rey de reyes del ejército aqueo. Tras haber saqueado Crisa, se reparten el botín, y a Agamenón le toca Criseida, hija de un sacerdote del dios Apolo. Cuando su padre acude a reclamarla a las naves aqueas con un rescate nada despreciable, es despedido y ultrajado por Agamenón, y hace oración al dios Apolo. Éste escucha su clamor y desata una matanza con sus flechas entre los griegos. Los aqueos, asustados, organizan una reunión. El adivino dice que todo es culpa de Agamenón y le invita a devolver a la doncella. Él lo hace de mala gana y amenaza a Aquiles con quitarle su parte del botín, a Briseida, ya que se opone a que se siga quedando con Criseida. Acto seguido, Agamenón manda a dos hombres por Briseida a los bajeles de Aquiles, y éste les deja hacer, no sin cultivar una gran cólera en su interior hacia el rey de reyes. Aquiles, ultrajado, se niega a pelear para las guerras venideras, y afirma que pronto le llorarán y que Agamenón se arrepentirá por cuanto acaba de hacer. Y, para hacer efectivas sus palabras, le pide a su madre Tetis que inste a Zeus para que masacre a los aqueos por medio de los teucros, hasta que los suyos reconozcan su error. De otra forma, era muy probable que los griegos conquistasen Troya, ya que entre sus filas figuraban héroes de enorme estatura, como Odiseo, Diómedes, los dos Áyax, Néstor, Patroclo, Menelao, etc. La otra cólera está emparentada con la muerte de Patroclo, su gran amigo. Tras muchos desastres entre los aqueos, Aquiles aún se niega a tomar parte en la pelea. Patroclo le pide sus armas para aterrorizar a los troyanos e ir con los mirmidones para emparejar la batalla. Aquiles accede, pero le pide que regrese apenas libere los bajeles. Patroclo desbarata al ejército teucro con facilidad e intenta incluso escalar los muros de Troya, pero Apolo se lo impide cuatro veces y le da muerte durante la contienda por la mano de Héctor. Éstas son las dos cóleras. Ambas provocadas por injusticias infringidas a Aquiles, que lo desposeyeron de algo que era suyo. Se justifica su enojo, pero cabe preguntarse si valía la pena el aislamiento de la primera cólera, y el sacrificio de tantos y tan buenos soldados para llamar la atención, doblegar al idolatrado Agamenón y subsanar el orgullo herido. La cólera nubló cual vino espeso el pensamiento y la razón de Aquiles. Aunque la primera cólera tiene más de capricho que de ira. De ahí que los abandone a su suerte, para que vean lo mucho que lo necesitaban y lo injustos que fueron al permitir el ultraje. Su orgullo y egoísmo se hincharon tanto que no pudo ver a los demás, ni a sí mismo: sólo sus quejas y la afrenta ocasionada, quienes se interpusieron como un muro impenetrable entre él y los demás, aislándolo en su propio sufrimiento, lejos de las necesidades del ejército griego. La cólera alcanzó el talón de Aquiles antes que la flecha certera de Paris y mató cuanto en él había de humano: un cuerpo insensible es todo menos una persona, y menos aún si está lleno de rencor. Homero nos habla de Aquiles al inicio y al final de la obra, pero canta con mayor ahínco las proezas de los demás héroes griegos y troyanos. El berrinche de Aquiles deja de ser interesante a los pocos minutos, porque todo es querer vengarse, quejarse y compadecerse de sí mismo. Deja de ser un héroe para convertirse en un crío que patalea y hace pucheros. No lo asiste Atenea, la diosa de la razón, porque pierde los estribos de forma demasiado fácil, mostrando lo absurdamente vulnerable que es. Aquiles muestra una gran fragilidad, aunque haga alarde de poder, porque cualquier cosa le saca de sus casillas. Aquiles es un buen amigo, aunque todos temen su pésimo carácter. Y es normal, porque nadie quiere ser herido. El iracundo lo sabe más y mejor que nadie, pero es incapaz de ver el sufrimiento que produce a los demás con sus reacciones, porque cree que sus actos están totalmente justificados. La cólera le sirve como máscara para disfrazar su debilidad. Porque, curiosamente, los iracundos son las personas más débiles, y la cólera, es más un medio de defensa que de ataque. Niegan todo vínculo posible con su fragilidad, y un paciente así de orgulloso es dificilísimo de curar. Porque, si algo se necesita para mejorar, es reconocer la propia debilidad: primero ante uno mismo y luego ante los demás, y luchar con todas nuestras fuerzas para superarla. De lo contrario, viviremos enfermos de cólera. Quien lea La Ilíada, puede pensar en un inicio que la cólera de Aquiles está totalmente autorizada. Pero, al pasar las páginas, se cuestionaría si vale la pena encolerizarse hasta terminar con las vidas de otros. Aquiles no supo lo que hacía hasta que vio las consecuencias de su rabieta en el amigo muerto. Fue como un borracho que maltrata a sus seres queridos después de pasar por la cantina y que llora al otro día todos los desmanes que ocasionó por tomar sus copas o botellas de más. Se arrepiente, sí, pero después de haber cometido su crimen, y, lo que es lo peor, esta conciencia y arrepentimiento no le hacen sentir ni un tantito mejor de lo que imaginaba. ¿De qué le sirvió a Aquiles dar rienda suelta al odio y acreditarse sus cualidades ante los griegos, si al final perdió a su mejor amigo? Aquiles hace valer sus derechos, pero utiliza los medios inadecuados. La primera vez, se encapricha y no puede solucionar nada, y la segunda, sale de su guarida más fiero que un león. El perdón nunca fue una opción, ni el hablar paciente y diplomático. Después de todo, el perdón es propio de las almas gigantes, no cualquiera se avienta a ejercerlo, mientras que el odio es propio de las pigmeas. Sólo quienes poseen fortaleza son capaces de perdonar al otro, ya sea expresamente o en su interior. La cólera cegó a Aquiles y esto ocasionó la muerte de muchos aqueos y la del mismo Patroclo. Mucho tuvieron que sufrir los demás y después él mismo, para que fuera capaz de reaccionar. Y, cuando lo hizo, lloró mucho. Prefirió unos momentos de arrogancia a las vidas de muchos. Quienes lo amaban y apreciaban, sufrieron su carácter y maldijeron que un hombre tan dotado tuviera un temperamento tan horrible. Después de todo, ¿de qué le servía ser el mejor dotado bélicamente, si no ponía su talento al servicio de todos? Ambos Áyax, Ulises, Agamenón, Diómedes, Menelao y los demás aqueos, le eran muchísimo inferiores en fuerza y destreza, pero no por eso se aminoraron y dejaron las filas de batalla, sino que pelearon con coraje y ardor, a pesar de que Zeus les importunara al darles la victoria a los troyanos. Pudieron haber destruido Troya sin Aquiles: no era indispensable. Pero Zeus, comprometido con Tetis, alargó la guerra y provocó grandes bajas por parte de ambos bandos. Ambas cóleras de Aquiles componen La Ilíada. Ellas son el motor y el argumento del libro. Sin embargo, ¡cuántas más Ilíadas no se habrán o estarán escribiendo! ¡Cuántas calamidades, ocasionadas por la cólera de alguien, no se estarán desatando por el mundo! Difícil sería saberlo. La cólera podría parecer algo justo e, incluso, honroso. Mucho se ha pensado que la persona mansa es una mensa. Quizá, bastante imbuidos en el capitalismo, pensemos que nadie tiene derecho a quitarnos algo: sea nuestra fama o nuestras pertenencias. Y quizá sería lo más lógico, pero los medios que solemos usar para mostrar nuestra disconformidad no son siempre los más idóneos: ¿por qué habríamos de responder al grito con más gritos, y a la ofensa, con otras tantas? La ley del talión es antiquísima, pero de increíble actualidad. Pero esta práctica jamás cosechará bienes: sólo fomenta la cultura del terror, de la ignominia y de las ofensas. Hay personas que se divierten con las rabietas de los demás y les encantan provocarlas por pura maldad, pues ganan un buen momento y no pierden nada. Mientras que la otra persona pierde la tranquilidad y el dominio de sus acciones. ¡Qué ironía! Buscamos defendernos y tan sólo salimos más heridos. Por eso, La Ilíada es un clásico de la cultura universal, porque nos muestra lo nocivos que son los efectos de la cólera de un semi-dios encaprichado. Homero cantó estas consecuencias desde el mejor escenario: nos dio una guerra sanguinaria como eje central, y le otorgó un personaje tan poderoso y débil como Aquiles, para que comprendiéramos que estos males afectan aun a los hombres mejor posicionados, a los más elevados, a los más enaltecidos. He aquí el encanto de La Ilíada.
El acto de recordar, sentir nostalgia, pensar en el pasado como aquel tiempo en que todo era tan maravilloso, es propio de una persona mayor. Los niños por supuesto que recuerdan el día anterior, a sus familiares, un cumpleaños o una Navidad divertida. Atesoran estos recuerdos, pero no sienten lo que un anciano ante el pasado. Los infantes recuerdan, pero el tiempo mejor está en el futuro, en ese mundo de posibilidades; mientras que la diversión se encuentra en el ahora.
Peter Pan nunca creció. Permaneció niño por siempre en una isla que no se encuentra si ella no desea ser encontrada, sintiéndose lleno al comer alimentos imaginarios, combatiendo piratas, volando, viviendo al filo de la muerte, cerca de la más grande aventura. Un niño eterno que vive al día. Peter was not with them for the moment, and they felt rather lonely up there by themselves. He could go so much faster than they that he would suddenly shoot out of sight, to have some adventure in which they had no share. He would come down laughing over something fearfully funny he had been saying to a star, but he had already forgotten what it was, or he would come up with mermaid scales still sticking to him, and yet not be able to say for certain what had been happening. (…) "And if he forgets them so quickly," Wendy argued, "how can we expect that he will go on remembering us?" (Peter no estaba con ellos en ese momento y se sentían bastante desamparados allí arriba por su cuenta. Podía volar a una velocidad tan superior a la de ellos que de pronto salía disparado y se perdía de vista, para correr alguna aventura en la que ellos no participaban. Bajaba riéndose por algo divertidísimo que le había estado contando a una estrella, pero que ya había olvidado, o subía cubierto aún de escamas de sirena y sin embargo no sabía con seguridad qué había ocurrido. […] —Y si se olvida de ellas tan deprisa —razonaba Wendy—, ¿cómo vamos a esperar que se siga acordando de nosotros?) El tiempo no se queda en Peter, no se guarda en su piel formando surcos ni se queda en su pelo para irlo blanqueando. Peter no puede recordar momentos recién transcurridos, también es incapaz de guardar los días anteriores: él no se hace de una colección de memorias. Y si las tuviera, nadie en su compañía le incitaría a remontarse a días anteriores. El niño es perpetuo, porque nadie le exige recordar; no guarda los años, nadie lo hace crecer. No hay un pasado, pero tampoco un futuro: solamente existe un ahora muy entretenido. Sin memoria, sin días, sin años, es imposible crecer. Pero aun así, hay alguien a quien Peter nunca olvida. He was very sorry. "I say, Wendy," he whispered to her, "always if you see me forgetting you, just keep on saying `I'm Wendy,' and then I'll remember." (Él estaba muy apenado. “Te digo, Wendy,” le susurró, “siempre, si me ves olvidándote, sólo continúa diciendo ‘Soy Wendy,’ y entonces me acordaré”) Después de dejar a Wendy en casa con sus padres, Peter promete regresar cada primavera por ella. Lo cumple, pero deja pasar muchas primaveras, no porque olvide a Wendy, sino porque para él, no han pasado tantas. Al volver, no puede concebir que Wendy sea mayor, que ya no pueda volar con él: la ha perdido. Pese a ello, Wendy sí se queda en su memoria. Busca la imagen de Wendy, lo que ella representa en su hija Jane y más tarde en Margaret. Peter vuelve por ellas para cumplir con lo que antes hacía Wendy. Wendy le da a conocer a Peter la imagen de una madre: le cuenta historias, lo arropa en la cama, le da “medicina”, ve por él de una manera que no conocía. Imprime en Peter un recuerdo, un concepto al que se acostumbra y resguarda. Por Wendy, Peter es capaz de dejarse atrapar para crecer un poco, regala su preciosa memoria a lo que ella significa. La niña logra forzar un tiempo en Peter: el recuerdo de aquel tiempo en el que tenía una madre. Entonces, se da cuenta de que no es durante el alegre presente. Por un momento, el tiempo se guarda en el niño eterno, y por ese momento, gana unos cuantos años. Barrie, J. (2000-2014). Peter Pan. Literature Project. http://www.literatureproject.com/peter-pan/index.htm Barrie, J. (s.f.). Peter Pan . eBooket.com http://www.santutxu.net/mitxelen_gela/images/stories/peterpan.pdf |
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