![]() Probablemente fue con Argos, ese perro fiel que sólo pudo descansar en paz hasta que vio por última vez a su[1] Odiseo, cuando se inauguró oficialmente la entrada de los canes a la literatura occidental. Argos, Cipión y Berganza, Flush, son algunos de los cachorros que han poblado el mundo de la ficción; sin embargo, hay entre ellos uno que especialmente quiero conmemorar ahora, a saber, Orfeo, cuyo amo fue Augusto Pérez. La modernidad trajo consigo a un nuevo ídolo: la Razón. Pero, ¿qué puede enseñarnos un perro de la razón? ¿Acaso no podrá decirnos de aquella lo que en paralelo nos dice Erasmo de la cordura y la prudencia a través de la estulticia? Ya lo habían hecho antes Cipión y Berganza cuando tomaron la palabra humana para hablarnos de nuestra naturaleza, Orfeo lo hace también, en aquel primer y último diálogo que le dirige a su amo al final de Niebla. Quizá la diferencia más importante dentro del texto de Cervantes y Unamuno (quijotescos ambos, heroicos también) es que en el de este último el perro se nos vuelve todavía más entrañable por el drama humano que ha acompañado las desgracias del fatídico Augusto Pérez. Es decir, que la gravedad de la aparición de Orfeo radica en el hecho de que no es con otro can con quien habla sino que, en el juego de un hombre, gana con las reglas de su propia razón. El recurrente conflicto unamuniano en torno a la desaparición y al encuentro con la nada, y su deseo de pervivencia y eternidad está también presente en Niebla, pero esta vez en la voz de quien uno menos podría esperarlo: un perro. «¡Se muere todo, todo, todo; todo se me muere! Y es peor que se me muera todo a que me muera para todo yo. ¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! Esto que aquí yace, blanco, frío, con olor a próxima podredumbre, a carne de ser comida, esto ya no es mi amo.[…] ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que en él hablaba y soñaba? Tal vez allá arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, como la vio Platón, al que los hombres llaman divino; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras preciosas, donde están los hombres puros y los purificados bebiendo aire y respirando éter. […] Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi amo!» (Unamuno, 2002, págs. 299-300) Perro sabio fue Orfeo, no porque dominara trucos o espectáculos sino porque le bastó poseer una sola vez el habla para decirnos de qué está hecha el alma humana. Bella ironía que la despedida más conmovedora haya surgido del pecho de un ser a quien no le fue concedida el habla. Pues acaso como decía Orfeo, el lenguaje, el vestido, el rito de almacenar a los muertos, es lo que más nos pervierte. Las razones que tiene la pasión del can en ese monólogo aquí glosado es lo que en mayor medida logra conmover al lector, pues el juego interiorista del relato propuesto por Unamuno es comprendido activamente antes por Orfeo que por su amo; antes por él que por el lector a solas. Todos somos Orfeo, todos hemos perdido a alguien y todos hemos tenido, para bien o para mal, una vida de perros. BIBLIOGRAFÍA: Unamuno, M. d. (2002). Niebla. Madrid: Cátedra. _________________________________ [1] Digo «su» pensando en el mismo Unamuno quien decía que hay pronombres posesivos que subrayan la pertenencia de aquel que los utiliza, por ejemplo, «mi amor».
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![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Hoy en día, hay demasiados héroes espectaculares, inflados por la imaginación, adornados de súper poderes y personalidades apabullantes. Héroes humanoides, cargados de atributos divinos. Héroes inimitables. Héroes de la televisión y de los medios de comunicación. Héroes que sólo existen para entretenernos, y sugerirnos alguna idea de rectitud y entereza. Héroes alejados de nosotros y de nuestra realidad. Cervantes, en cambio, nos entregó un héroe humanamente colosal: el Caballero de la Triste Figura. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, gloria de la literatura universal y bastión de la literatura española, es uno de los libros más temidos y menospreciados, debido a su voluminosa apariencia. Al contrario del orden económico —donde más dinero significa más bienes—, El Quijote forma parte de la extensa lista de libros proscritos, cuyo único crimen es ser más largos que la Biblia (dato bastante cuestionable) y haber sido nombrado clásicos. Sus millones de ejemplares detienen el polvo de otras tantas millones de bibliotecas. Tanto lo han ponderado que se ha vuelto inalcanzable. Y, sin embargo, en sus páginas, dormita uno de los paladines más grandes y geniales de la historia: Alonso Quijano, el famoso don Quijote de la Mancha. Empezando la lectura, advertimos que Alonso Quijano es un cincuentón peculiar. No ha sufrido su transformación heroica por alguna anomalía cósmica, ni por la pérdida de un ser querido, sino gracias a la lectura excesiva de los libros de caballería —tatarabuelos de nuestros actuales héroes de las historietas—: “se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”, y se pensó el más grande de aquellos múltiples defensores de la justicia. Ahora bien, ¿cómo es Alonso Quijano? ¿Cuáles son sus súper poderes y su increíble personalidad? Alonso Quijano es una persona larguirucha, de escasa condición física, más habituada a los trabajos de la casa que a los del campo, y tan flaco como su rocín: Rocinante, montura de piel y huesos. Una persona bastante común, a decir verdad. Sólo tras enloquecer, ostenta una personalidad tan impresionante como nunca antes se ha visto: se apega en todo a los libros de caballería, que son algo así como su manual de conducta. Es idealista a morir. Por eso, encaja a la perfección con su fiel escudero Sancho, quien dista mucho de poseer las virtudes y cualidades de su señor. La locura es su estandarte y su originalidad: ¿qué otro héroe puede preciarse de serlo a fuerza de sus propias manías y desmanes? Ninguno, sólo el Quijote. Pero, ¿de qué se alimenta su locura? De ideales, de absurdos ideales. La gente se burla de su forma de mirar el mundo y de sus grandilocuentes palabras. Lo tildan de loco, soñador y embustero. ¿Cómo es posible, si no, que alguien haga de una posada un castillo; de unas cortesanas, unas doncellas, y de una mujer rústica, el amor de su vida? Lo consideran un chiflado por advertir una realidad más noble y alta que la verdadera, por enaltecer a los lugares y a las personas hasta una posición que, bien vista, puede que sea la correcta. Porque, ¿qué tiene de malo ver la nobleza de espíritu o lo mejor de una persona? ¿Qué tiene de malo creer en ella y descubrir su alta alcurnia, perteneciente a toda la raza humana? Nada. No tiene nada de malo. Es más, quizá nuestra estrechez de miras tenga que ver más con la paranoia que su ensoñación del mundo. Nuestra mirada se contrapone a la cálida contemplación del Quijote. Juzgamos a las personas por su físico, apariencia, ropa y rostro, y lanzamos el peor veredicto imaginable sobre ellas. Es nuestra forma de protegernos: preferimos errar el juicio a vernos luego defraudados; ya después que reivindiquen su buena fama, si pueden, o que se dediquen a comprobar nuestros pronósticos. Es una práctica tan común que apenas si pensamos en ella. Pero, cabría preguntarnos, ¿qué tiene de bueno dudar del prójimo? Nada, absolutamente, nada. La desconfianza nos pone a la defensiva de cualquier invasor o intruso posible, y cuán triste que la mayoría de nuestros enemigos pertenezca al género humano. Al desconfiar, apostamos por los defectos y carencias del otro, no por su calidad humana. ¡Cuán diversa es la confianza! Ella saca lo mejor de nosotros mismos, como hace entre los enamorados, quienes dan lo mejor de sí para no traicionar la confianza que han depositado en ellos. Claro, es muy distinto confiar en una sola persona a confiar en la humanidad. El margen de equivocación se engrosa hasta lo indecible. Ésta es la razón de que veamos caras ceñudas, cuando caminamos por las calles. He ahí cuando resplandece la locura del Quijote: él sí confiaba en la humanidad. Trataba a todos con igual respeto y caballerosidad. Por eso, ¡qué quijotesco resulta saludar con una sonrisa y preocuparse por los demás! Son gestos de un loco, muestras tan humanitarias que iluminan el día más nublado y abren cualquier clase de cerrojo, porque el espíritu se alegra de encontrarse con otro ser humano. Claro que no todo fueron rosas para el Quijote. Ninguna de las personas con las que se encontró comprendió su grandeza de espíritu, sino hasta mucho después, cuando ya estaba en el lecho de muerte. Aquí radica la heroicidad del Quijote: en que nunca cejó en su esfuerzo por ver respetada la justicia de los menos favorecidos, como los galeotes, quienes, liberados por él, apedrearon después a su salvador. Experiencias como ésa pudieron haberle hecho dudar de sus ideales y dar marcha atrás en su conquista del mundo, pero no se arredró ante ellas y siguió adelante. Por más que cada acto de confianza le dejase algún cardenal o magulladura evidente, y por más que cada día honrase más su apodo --el Caballero de la Triste Figura—, siguió confiando. ¡Esto sí es heroico!, pues tenía razones y golpes de sobra para rendirse. La cantidad de malas experiencias superaba con creces a las buenas. Era lógico que hubiese cedido y abandonado sus convicciones: pero no lo hizo. Este agarrarse fiera y tenazmente a su ideal, le permitió seguir adelante, porque dicho ideal enraizaba sus cimientos en su persona misma: primero, creyó en sí mismo. Véase por donde se vea, el Quijote es la persona más segura de sí misma. Su voluntad no vacila ante ninguna adversidad, pese a los lloriqueos de Sancho, quien ha aprendido que el problema más la intervención de su señor es igual a una paliza memorable. Esta increíble autoestima del Quijote será la que transforme a cuantos conviven y se relacionan con él. Su seguridad los irá ennobleciendo y enalteciendo. Les ayudará a confiar en sí mismos y reconfigurará su dignidad según los ojos del Quijote. Su convicción lo es todo. Si no, ¿qué hubiera sido de cuantos le rodeaban, si hubiesen visto en él una persona timorata que rehuía de las miradas ajenas y murmuraba o musitaba sus discursos más para sus adentros que para que le escuchasen cuantos había a su alrededor? Lo hubieran ignorado, sin duda alguna, adjudicándole una buena dosis de compasión al “pobre loco”. Los ideales, por definición, son creencias supremas, prácticamente inalcanzables, capaces de incitar a quien los abraza a dar lo mejor de sí. Por eso, son tan raros en un mundo conformista y lucen como estrellas en una noche oscura, donde lo único que brilla es el egoísmo. Son metas para personas especiales que buscan legar su granito de arena al mundo. El Quijote se proponía ser el mejor de cuantos caballeros andantes hubiera hollado la faz de la tierra. Era una meta bastante considerable, tomando en cuenta que no conocía registros originales de verdaderos caballeros andantes. Todo su saber se condensaba en las figuras estilizadas que los escritores habían adecuado para sus libros de caballería. Él no contaba con poderes especiales ni con una fuerza descomunal, sino tan sólo con un corazón capaz de percibir la miseria y las desdichas humanas, y sensible a reconocer la dignidad que hay detrás de cada hombre y mujer. Ésa era su única y verdadera arma, la cual daba pleno sentido a todos sus actos: la humanidad de su corazón. Hoy en día, desdichadamente, estamos escasos de Alonsos Quijanos que dejen la seguridad de sus casas para realizar el sueño con el que siempre han soñado. Faltan Quijotes que iluminen al mundo con sus miradas, y nos hagan ver el lado amable y verdadero de la vida. Porque es fácil quejarse de la inoportunidad e ineptitud de los demás desde la comodidad de nuestros hogares, sentados frente al televisor como meros espectadores; pero no es fácil cambiarnos a nosotros mismos. He aquí la maravilla y la genialidad del Quijote: la consecuencia entre su sentir y su actuar. Pocas veces, se ha visto persona que sea más honesta y coherente consigo misma, hasta el punto de aceptar responsablemente las consecuencias: los palos y lapidaciones de la vida. Este héroe es más de lo que aparenta. Detrás de su caricaturesca figura, luce y camina un verdadero caballero andante que verterá los mejores y últimos años de su existencia en la consecución de sus ideales. Cuando Don Quijote no era más que Alonso Quijano, vivía tranquilo y se sosegaba con la lectura de sus libros en la sala de su hogar. Era una persona buena, justa, como tantas otras que se camuflan entre la multitud. Pero no resaltaba ni conseguía gloria. Sólo se gloriaba en comprar y leer libros de caballería. Era una persona pacífica. Pero una vez que le picó el aguijón de la locura y se le secó el cerebro —porque quién en su sano juicio dejaría sus comodidades para emprender un largo viaje lleno de riesgos a tal edad y siguiendo principios ficticios aprendidos en los libros—, su vida dio un giro de trescientos sesenta grados, al igual que la vida y visión de cuantos le rodeaban. Mientras estuvo locamente enamorado de su ideal, sacó fuerzas de flaqueza y realizó proezas y hazañas que nunca alguien hubiera imaginado o atribuido a una persona de su edad. Fue capaz de pelear contra gigantes (los molinos de viento), de salvar doncellas (cortesanas), de luchar por el amor de su vida (la idílica Dulcinea del Toboso) y de plantar cara a cualquier situación adversa que se le presentara, por más descabellada que pareciera. Una vez recuperada la razón, Alonso Quijano despertó a su triste “realidad”. Se extinguió la vitalidad de su corazón y volvió a ser el mismo hombre justo, bueno y bondadoso que había sido, que no se atrevía a salir de su casa. La pesadumbre le invadió y murió pesaroso de que todo hubiese sido un sueño, aunque con fama de sesudo; mientras Sancho y los demás imploraban regresase su quijotesca alma, aquella que lo arrastraba a las mayores aventuras. Murió como quien ha perdido el sentido de la vida, porque nadie puede permanecer igual después de haber probado la locura del ideal. Don Quijote conmovió a la España de su tiempo con sus locuras. Su actuar era un atentado claro contra la razón y la prudencia. Sin embargo, fue capaz de despertar la dignidad en los corazones de los demás, gracias a que creía en un mundo mejor donde él era caballero andante; los molinos, gigantes; las cortesanas, doncellas; Sancho, un futuro gobernador de una ínsula, y Aldonza Lorenzo, su amada y excelsa Dulcinea del Toboso. ![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano Ha habido exploradores intrépidos, luchadores infatigables y filósofos profundos, pero ninguno como aquel habitante del asteroide B-612 que nos legó Antoine de Saint-Exupéry en su famosísima obra El Principito. La brevedad del libro se compensa con la sinceridad, simpleza y realismo del que están cargadas sus páginas. Pocas veces, llegará a verse tanta sabiduría compacta en tan escasas líneas. Todo gracias a que su protagonista es un niño: el Principito. Para cuantos hayan leído El Principito, no pasarán inadvertidas sus múltiples y consecutivas preguntas. Cuando algo se le ha metido a la cabeza, no hay quien le haga cambiar de tema, así sea la pregunta más tonta o menos interesante posible. No hay personaje que resista dos rounds seguidos de su terquedad. Todos acaban por responderle con buen o mal genio a sus persistentes dudas: por qué, para qué, cómo, qué. Dichas preguntas componen el repertorio de cualquier infante. Son fórmulas repetitivas con las que el niño busca comprender la realidad de los adultos, del mundo y de la sociedad, una realidad que se le hace horrorosamente compleja. Porque, ¿qué es más complejo que escucharles decir a los adultos que no tienen tiempo para hablar, jugar o reír, cuando los niños lo tienen de sobra? Quienes se han visto en el trance de resolver tales interrogantes o de convivir con un niño curioso, transcurren primero por un estado de incomodidad, luego intentan explicar las obviedades de la vida de una manera torpe —“es que no es obvio”— y terminan ignorando las preguntas trascendentales del niño, respondiéndole cualquier bagatela. De modo que, al final, la respuesta más recurrente es la del farolero: “es la consigna”. Cuestionarnos por la realidad que nos rodea es un deber de todo hombre y mujer que se juzgue digno habitante del planeta Tierra, heredero de un espíritu inconmensurable, sediento de saber. En ningún modo, está mal interesarse por el curso de los astros, por el vuelo de la libélula, por el canto de los grillos, por la llovizna, por los frutos o por los truenos. El alma humana es científica y filósofa por naturaleza: se asombra y se cuestiona, y esto nos lo viene a recordar el Principito. Para él, todo es importante. Ninguna pregunta es tonta o advenediza: busca el sentido pleno de la realidad. Por eso, cuando pregunta por qué las flores tienen espinas, si al final se las pueden comer los corderos, expresa una inquietud fuerte que le hace rabiar ante la falta de seriedad del piloto. Porque, entonces, ¿cuál es la finalidad última de las espinas, si, aparentemente, no les sirven de nada? Esta actitud del Principito de dejarse impresionar como los filósofos por el mundo que le rodea e interrogarlo para impresionarse aún más, es nuestro propio derecho y deber. A veces, vagamos por el mundo de forma autómata —sin apreciar nuestro entorno—, privándonos de la felicidad que nos da la contemplación, así como de la reflexión e inquietudes que brotan de ella. Ahorrarnos estas molestias —estos tristes o alegres pensamientos—, acorta nuestra vida y el goce de nuestros sentidos. Quienes van de un sitio a otro sin mirar ni admirarse, son hombres y mujeres grises que decoloran el mundo. No les preocupa lo que suceda con él ni con quienes lo habitan. Son hombres y mujeres mustios que no pasan de sus problemas, porque no son capaces de contemplar los de las demás personas. Y cómo habrían de contemplarlos, si no les impacta no ver el trasfondo de esa realidad. La mirada fría de quienes manejan o caminan por las calles, es a prueba de todo. Poseen un impermeable perfecto que impide todo tipo de sensibilización o acercamiento hacia el otro. De lo contrario, les perturbaría observar a los niños trabajando a edad tan temprana en los semáforos y vistiendo tan pobremente, o a los viejecitos sentados en la banqueta de ciertas calles y avenidas, reposando harapientos con la mano extendida. Pero no, son hombres serios que comprenden la realidad, y esto los ciega. “Ésa es la consigna —responden—. Desde siempre ha sido así”. ¿Y aquello justifica nuestra indiferencia? Tomar al toro por los cuernos y afrontar la alegre o cruda realidad, es una característica esencial de los niños. Ellos, en su inocencia, no entienden muchas cosas. Su mente funciona a través de una lógica fulminante y pitagórica. Por eso, cuando ellos se preguntan por qué, para qué, cómo, qué, no lo hacen como el periodista que busca rendir cuentas de la realidad, sino como almas genuinas que desean comprender el mundo en el que viven. Dicha inquietud, lejos de evidenciar la ignorancia de lo obvio, muestra el brillo y la sabiduría de un espíritu joven, infantil, que no se cansa de explorar su casa para entender el sentido y la función de las cosas. Preguntar, no nos atrasa; al contrario, nos impulsa. Grandes personas, como Steve Jobs, nunca se cansaron de sorprenderse y de preguntarse por los pequeños detalles. Porque para ellos no había detalle, por mínimo que fuera, que resultase repulsivo o insignificante. Antes bien, un detalle podía significar la diferencia entre un éxito rotundo y un trabajo cualquiera. Una característica innegable del Principito —sin la cual no existiría su capacidad de asombro— es su inocencia. El capítulo del cordero resulta de una frescura admirable. ¡Quién no se ha desesperado al encontrarse con un niño perfeccionista que no admite errores ni deslices en los trazos! La lucha del aviador por satisfacer a su pequeño compañero, mientras anhela arreglar el motor para salir de aquel desierto, es una de las más divertidas de la historia. Después de varios y fracasados bocetos, el astuto aviador opta por entregarle el cordero por paquetería, y le dibuja una caja con sus respectivos agujeros para que pueda respirar y alimentarlo durante el viaje. La aceptación entusiasta del paquete por parte del Principito y las respectivas preguntas referentes al cuidado, coronan el suceso. En un principio, nos reímos de la ingenuidad del Principito: “¿Cómo puede contentarse con una caja? ¿Acaso no ve que es el simple dibujo de una caja?”. Pero quizá nosotros seamos los ciegos y tengamos la mente tan embotada que no percibimos con claridad: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Si no, de qué otra manera se explican las palabras finales del Principito: “¡Mira! Se ha quedado dormido”. Sin embargo, esta ingenuidad tan pueril es inflexible ante cuestiones o razonamientos que él cree injustos o insensatos, como cuando se encuentra con el rey, el vanidoso o el borracho. Esta capacidad de no quitar el dedo del renglón hasta quedar plenamente satisfecho con la respuesta, es una virtud que necesitamos recuperar hoy en día. El conformismo es el peor enemigo de la sociedad, porque propende al retroceso: si aceptamos ahora nuestras circunstancias, seguramente las aceptaremos también mañana, aunque sean peores. Esto es inaceptable para el Principito, alguien acostumbrado a lo hermoso, mas no a lo mediocre. Él tiende a mejorar su estilo de vida, como cuando pide el cordero para que acabe con los baobabs, pero con la inquietud de que ese progreso no se coma a su flor, a su ser amado. Siempre busca resolver las dudas que surgen en su cabeza. No le agrada la idea de concebir cuestionamientos estériles, irresolubles. Nada más lejano de su regia forma de ser. Pero el Principito es un hombre práctico. No se anda por las estrellas como el geógrafo o el hombre de negocios, sino que se preocupa y ocupa de lo que a él concierne: como el mantenimiento diario de su asteroide. Cumple cada día con sus obligaciones, pero disfruta asimismo de la puesta del sol al atardecer. El Principito no se aísla de su realidad: vive plenamente inmerso en ella. Sus preguntas y el cumplimiento de sus responsabilidades cotidianas son prueba fidedigna de ello. Este vivir y disfrutar la vida, son verdaderos privilegios de reyes, pese a lo común que sea asear el hogar o el trabajar. El truco está en no vivir la vida en modo automático, sino en construirla siempre con una sonrisa. Derrochar el tiempo consume la vida en vano, la inutiliza. ¡Cuántos no se han quejado de que a tal o cual persona les va mejor que a ellos, o de que ellos no fueron bendecidos por Dios! Debieran quejarse de ellos mismos —de su falta de dedicación e indolencia—, en vez de sucumbir a la fácil y grosera tentación de echarle la culpa al otro y dedicarse a berrear la misma sarta de lamentos todos los días. Pregonan sus problemas a cuantos pasan por su camino, quieran o no quieran escucharles. Se creen mártires, escoria marginada de la sociedad, y se empeñan tanto en su papel, que terminan siéndolo. Cuando uno lee el Principito, se da cuenta que hay muchas personas especializadas, rutinarias, que son absolutamente inservibles para ejercer cualquier otra actividad a parte de su empleo. Esta seguridad que les da el tener un empleo estable, del cual se creen amos y señores, les impide mirar y admirar las realidades de otras personas, y les impide hacerse preguntas o intentar responderlas. Estas vidas sumisas —o sumidas en su realidad— viven encerradas en una especie de caparazón, como tortugas que se contentan con adquirir todo cuanto quieran a su alrededor, sin necesidad de pedir o brindar ayuda. Por eso, el Principito es y será siempre un clásico. Porque hace hincapié en las locuras o manías de los hombres de una manera tan ingenua, pero, por lo mismo, tan aplastante, que mueve a reflexionar sobre la vitalidad de la realidad. Por qué, para qué, cómo, qué, son preguntas sencillas, pero preguntas capaces de sacarnos de nuestra monotonía para recrearnos con cuanto nos rodea. Ayudan a no dar las cosas por hecho y a tomar conciencia de las realidades de otras personas. Son preguntas capaces de ampliar nuestro mundo, nuestra perspectiva, nuestra mente, nuestro corazón. Quizá, por eso, los niños sean tan incansablemente activos e inquietos: por su cuestionamiento ávido de conocer y desentrañar los misterios de la vida. Si nos contagiáramos algo de su ilusión, seguro que desaparecerían el tedio y el aburrimiento de nuestro día a día. De hecho, quizá éste sea el secreto de la eterna juventud: la capacidad del eterno asombro, la sabiduría harto desgranada a la que llegan las personas mayores, cuando su organismo y temperamento declinan para regresarlos a la etapa más perfecta: la niñez. Visto así, no estaría mal darnos una vuelta por nuestra primera infancia, donde todo era maravilloso e imponente, y construir una casa —grande o pequeña— para quedarnos a vivir allí, recuperando todo el tiempo perdido que se ha escurrido de nuestras manos. Volveríamos a ver con los ojos de un niño, para quien una hora era una eternidad, y la posición de las estrellas o la visita a los abuelos, la preocupación existencial y trascendental de nuestras vidas. ![]() Por Gustavo Velázquez Lazcano En un sistema férreo de justicia, donde el mínimo delito —como robar un mendrugo de pan para alimentar a la familia— se paga con una condena de 19 años, surge una de las grandes figuras de la novela francesa: Jean Valjean, el preso 24601. Los Miserables es la obra culmen de Victor Hugo, si bien tiene otras tantas famosas como Nuestra Señora de París. Se ubica alrededor de la insurrección de junio de 1832, en París, durante las barricadas francesas, donde el pueblo parisino luchaba por su libertad y por mejorar su alimentación. La obra está entrelazada por diversas vidas desafortunadas que cruzan sus caminos entre sí —Fantine, Cosette, Marius, Gavroche, Éponine, Jean Valjean, etc.—, sanando algunos y empeorando otros. Página tras página, se encuentra el centro del corazón humano, su núcleo más íntimo y aterrador en su esencia más pura de bondad o maldad, y se aprende a arropar con la compasión aun a los personajes harapientos y mugrosos. Jean Valjean, el protagonista principal, cubre una línea meteórica y accidentada tras el triste inicio de su existencia, cuando es encarcelado por cinco años a causa de haber robado una panadería para alimentar a su hermana y a sus hijos. Pero su condena aumenta hasta los diecinueve años, debido a los repetitivos intentos de fuga. Cuando por fin sale, es marcado de por vida por el pasaporte amarillo que le dan, típico de los ex-presidiarios. Nadie le acoge ni le quiere ver, por temor de quedar manchados o verse defraudados por semejante ralea de la sociedad. Jean Valjean no tiene donde ir y se plantea volver a robar. En sí, él nunca fue malo, pero la sociedad y las leyes lo han hecho hosco y huraño, y propenso a hacer el mal. Es ahí cuando entra Mons. Bienvenue, quien lo hospeda en su casa, le sirve la mesa con la mejor vajilla y le da una habitación digna donde poder dormir. Valjean se siente contrariado en un inicio por la bondad del obispo, pero después nace en él el deseo de robarle la vajilla de plata y salir huyendo con una fortuna. Emprende y ejecuta su cometido, pero es atrapado a pocos kilómetros de allí y devuelto a la casa del obispo por las autoridades, que desean comprobar la versión de Jean Valjean, quien afirma que el obispo le regaló cuanto tiene. Sale Mons. Bienvenue y lejos de reprocharle el hurto, le da su candelabro de plata, alegando que se había ido sin él. Así compra su alma para el bien. Con este acto de caridad, único de cuantos maltratos había recibido durante años, Jean Valjean reflexiona sobre sus actos y se convierte. La novela sigue relatando sus afrentas y las de otros personajes que se le van uniendo, forjando una fabulosa historia. Sin embargo, éste es el suceso clave de la obra: la redención de Jean Valjean. La restitución de sus maldades por actos de caridad. Para llegar a este momento crucial, como se ha visto, bastó un poco de comprensión y afecto, cosas que no recibió cuando fue juzgado para ir a la cárcel, ni cuando —hambriento y pesaroso— salió de ella para buscar un trabajo digno en los alrededores de París. Actualmente, hay muchos Jean Valjean vagando por el mundo. Hombres y mujeres desafortunados circulan por las calles con la marca de su ignominia. Unos roban, otros se mueren de hambre y otros practican oficios de mala muerte. Todos buscan y anhelan una sola cosa: sobrevivir. Sobrevivir un solo día más en este mundo es todo un reto, en especial para los que han tenido las desventajas de venir al mundo en circunstancias menos afortunadas. Conseguir trabajo y llevar el pan a la casa, es toda una faena. Más cuando la sociedad lo ha etiquetado a uno con un pasaporte amarillo de indeseable. Unos pantalones raídos, una camisa hecha jirones y el pelo sucio y desaliñado, pueden significar síntomas de ser malas personas o al menos así se suele pensar. Lo mismo se diga de los jóvenes que usan piercings, tienen rastas y lucen tatuajes. Quien los ve, suele atemorizarse y dejarles paso. Sin embargo, quien ha llegado a pedirles un favor o verlos jugando con los niños, se asombran de lo engañosas que pueden ser las apariencias. Tanto la ropa como el físico, los tatuajes y los accesorios, pueden resultar hoy en día como el pasaporte amarillo de Jean Valjean: son indicadores estereotipados de personas bandoleras o ladronas. Esta falsa o acertada percepción, produce una temerosa sensación que se traduce en gestos torvos o escurridizos. Y esto es lo que se les echa en cara a estas personas. Ésta es la paga de la sociedad: el verse inaceptadas, incomprendidas y apaleadas. De este modo, ellas siguen sumergidas en su círculo vicioso, albergando un gran resentimiento hacia la sociedad. El rechazo es un reflejo habitual que se puede tener ante ellas. Sin embargo, lo inmediato no es signo de lo mejor. Para quien ha leído, escuchado o visto Los Miserables, ya sea el libro, el musical o cualquiera de las dos películas, puede imaginar en cada persona desafortunada o de mala apariencia la figura de Jean Valjean, y comprender que una persona no está maleada de por vida, sino que su actitud depende en gran parte de nosotros. ¿Quién hubiera siquiera esperado que el preso 24601 llegara a ser un respetuoso y venerable alcalde, y construyera una fábrica de abalorios con los cuáles dar empleo a mucha gente? Nadie. Nadie puede calcular las consecuencias de sus buenas acciones; en este caso, de ayudar a alguien. Se tiene el momento inmediato para actuar, para tender la mano, pero no sabemos qué será de aquella persona en el futuro. Jean Valjean limpió y santificó su vida tras un breve acto de amor y comprensión. Pues estas dos virtudes le hicieron creer en la sociedad y en que él mismo podía mejorar. El amor y la comprensión, traducidos quizá en un saludo por la calle o en la preocupación por los pendientes del otro, pueden cambiarle la vida a alguien. Uno nunca sabe. Las buenas obras sembradas hoy, germinarán tarde que temprano. Por eso, hacer el bien sin medida como Mons. Bienvenue, quien vendió y cedió sus posesiones para dar todo el usufructo a los pobres, es la mejor manera de cambiar a la sociedad. Las buenas obras se pueden hacer en todo momento y lugar. Basta con abrir bien los ojos. No se necesita planear grandes proyectos, ni tener grandes ideas. Tan sólo hay que aprovechar cada instante para hacer y devolver el bien. Después de todo, esto ocasionó la redención de Jean Valjean y la de otras tantas personas. Pues el amor basta para redimir a las personas de cualquier trance. El amor brinda humanidad a las dos partes: tanto al que lo da como al que lo recibe. Dar un giro de 360°, una conversión completa, no es nada común ni es lo más fácil que pueda existir en el mundo. Implica un gran deseo, porque no es sencillo dejar atrás los malos hábitos que se han adquirido y trabajar en la consecución de otros que ayuden a vivir de manera honrosa y honesta. Convertirse de jalón implica una gracia especial, una gracia motivada por el amor. Es sabido que los enamorados tienen energías para todo. Por las mañanas y por las tardes, ostentan una brillante sonrisa. Son más esforzados. Les sale todo bien. Son optimistas. Mejoran su temperamento. Nada les cuesta. En fin, cambian de manera radical y se les nota. Por lo tanto, si el amor es capaz de revolucionar el corazón y convertirlo en un motor de carreras, ¿por qué no hacer uso de él para ayudar a los demás? Los momentos en que Jean Valjean se enfrenta consigo mismo para repasar lo que ha hecho y lo que quiere hacer con su vida, son de suma importancia. Dentro de sí, se desata una tempestad que le azota por ambos costados. Por un lado, es una persona mayor maltratada y con resentimientos que quiere devolver mal por mal, y por otro, no quiere formar parte de ese desalmado sistema que se robó los años más preciados de su vida. Está claro que lo mejor es el cambio, pero cuesta mucho desnudarse de la propia piel para esperar a que nazca la nueva y renovada. La lucha que se desata en su conciencia es titánica. Todo lo piensa en torno a sí. Sin embargo, hay algo que inclina la balanza de manera definitiva hacia el bien: la confianza y el amor que Mons. Bienvenue ha depositado en él. El volverse a sentir como persona, despierta en él sentimientos muy humanos que se habían quedado relegados tras múltiples capas de rencor y egoísmo. Así es como Jean Valjean da el paso más importante de su vida: su conversión. Gracias a esa decisión, dará trabajo a muchas personas necesitadas, ayudará a una madre soltera y posteriormente a su hija, y será capaz de sacrificarse en beneficio de la felicidad de los esposos. Mons. Bienvenue jamás pensó en la trayectoria que sería capaz de trazar el candelero de plata que tanto cuidaba su hermana junto con toda la vajilla. Ignoraba lo que sucedería con aquel hombre de rostro temible, y tampoco esperó a que le fuera devuelto. Lo único que supo a ciencia cierta es que ese hombre estaba necesitado de amor y comprensión, y que era hijo de Dios, y le atendió de la mejor manera posible. Se dio sin esperar nada a cambio. Por su parte, Jean Valjean se vio tan impresionado por el ejemplo y bondad del santo obispo, que salió disparado hacia lo mejor. Tiempo después, cuando se entere de su fallecimiento, lo llorará como quien llora la pérdida de un verdadero padre. Un personaje totalmente contrario a Mons. Bienvenue es el inspector Javert. Él sí que no puede tener piedad y menos con su presa favorita: Jean Valjean. La maldad no tiene perdón para él. Más bien, las leyes se tienen que respetar y cumplir a rajatabla. Los crímenes no tienen concesiones. Y no se puede llamar persona a quien ha caído y cometido algún delito. Esta fría concepción de la vida será el motor de sus acciones. Por eso, se la pasará rastreando y persiguiendo a Jean Valjean, porque un ladrón siempre será ladrón, no tiene manera de redimirse. Pareciera que los buenos estuvieran predestinados desde siempre a serlo, al igual que los malos. Sin embargo, una visión tan estrecha como la de Javert, no puede menos que generar resentimiento y rencor, además de un natural temor de quienes conviven con él. Se dice que Javert nació en la cárcel estando su madre presa, pero que desde chico repudió toda pizca de maldad. De igual manera, muchos vienen a este mundo manchado de fango y pueden autonombrarse paladines universales, dispuestos a sacrificar su vida en pos de una vida mejor; pero terminan sacrificando otras tantas vidas a su paso. Por esto, resultó una total bendición que Jean Valjean se haya encontrado con una persona como Mons. Bienvenue, quien le puso más color a este mundo que todos los pulcros y monocromáticos Javert que pululan por las calles. |
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Mayo 2015
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