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Temo a la hora de La cena de Alfonso Reyes.

21/3/2015

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Por Mariana Uribe.

En este mundo, sin explicación lógica, han nacido personas preparadas y dispuestas a experiencias inesperadas, han nacido corazones capaces de disfrutar la magia de lo imprevisto, de lo espontáneo y de lo fantástico.

Día tras día yo voy y vengo, siempre igual. Me levanto temprano y desayuno sin ganas. Salgo y cuando vuelvo para la hora de la comida, lo mismo: o es demasiado tarde o demasiado temprano, pero nunca hay nada caliente en la estufa esperando por mí. Recuerdo que hubo un tiempo en el que la comida era una hora sagrada y todos nos sentábamos a la mesa. Nadie tomaba las cucharas hasta que nos halláramos unos frente a otros, derechitos e incómodos con la servilleta sobre las piernas. Salgo y cuando vuelvo para la hora de la cena, lo mismo: me espera un plato de lácteo líquido y hojuelas de gramínea... el tazón de cereal me sonríe porque no hay nadie más.

Hay personas en este extraño mundo que han nacido para que de vez en cuando la vida los sorprenda con grandes e insospechados sucesos durante eventos tan comunes como una invitación a cenar, y se descubren haciendo de la hora de la cena una ceremonia, un reencuentro o, por qué no, el comienzo de una historia de fantasmas.

Hay Alfonsos que corren en medio de la noche, robándole cada paso y cada segundo a las cuadras y a los farolitos de las banquetas; que alisan y planchan sus camisas para llegar ad hoc al ceremonioso encuentro. A los Alfonsos los pescan las Amelias y las doñas Magdalenas y los hipnotizan en jardines sin flores contándoles historias de amores viejos y retratos. Y ellos se dejan seducir hasta las últimas consecuencias.  

Acuden a una inesperada invitación a cenar, atentos a una misiva escueta y sospechosa y se quedan a la sobremesa luego de que lo único que queda sin mención es la comida. He leído acerca de personas como esas, y yo prefiero cualquier plato de cereal, en solitario, que hallarme sentada a la mesa con dos mujeres tan fantasmales y sombrías.

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