Por Rogelio Téllez
La sexualidad y la alimentación se encuentran relacionadas y ambas son necesidades humanas universales en tanto que no hay grupo cultural que, a su manera, no tenga que vérselas con las taras que acompañan a estos asuntos. Para ello hay mecanismos legales, morales o de etiqueta encargados de regular nuestra manera de relacionarnos con la carne muerta y con la viva. Por lo mismo, ambos fenómenos, a su vez, pueden fungir como buenos indicadores acerca de la salud de un determinado grupo cultural. Estas ideas no tienen nada de novedoso. Freud sostuvo que la comunidad humana se fincaba en la represión de las pulsiones de vida y muerte, del sexo y la violencia,[1] aunque no dedica demasiadas líneas al asunto de la alimentación, mismo que, por implicar en sí misma la vida del depredador y la muerte del depredado, no puede sin más reducirse al ámbito del solo eros o del solo tánathos. Por su parte, Aristóteles en su Política es más específico en sus señalamientos al respecto: “Porque así como el hombre, cuando está perfeccionado, es el más alto de los animales, cuando se desvía de la ley y la justicia es el peor… Sin virtud, es el más cruel y pecaminoso, sobre todo cuando se trata de sexo y del comer.”[2] En una tradición más cercana a la de Aristóteles, tenemos a otro autor del siglo XIX que se ubica en un similar orden de ideas. Cuando Malthus construye su propuesta económica (que no desvincula de lo cultural en general al establecer que su objetivo es “el progreso y mejoramiento de la especie”), lo hace sobre dos postulados simples: “Primero: el alimento es necesario para la existencia del hombre. Segundo: La pasión entre los sexos es necesaria y se mantendrá más o menos en su estado actual.”[3] Sobre dos premisas tan breves construye toda una filosofía de la vida pública que, para bien o para mal, tiene no poca repercusión en el mundo contemporáneo. Por su parte, en documentales como Four horsemen[4] se ha aventurado la hipótesis de que un síntoma de decadencia cultural –junto con el excesivo interés en la moda, el desorbitante gasto militar y la presencia de grandes e indisciplinados ejércitos o la obsesión con la práctica genital de la sexualidad– es un excesivo interés hacia la gastronomía. Del sexo ya se ha hablado quizás demasiado. Reflexionemos un poco más la alimentación. Se puede sostener con poco riesgo que una sociedad con una relación insana con su alimentación, ya sea por una ponderación excesiva o defectuosa, es una sociedad alienada desde sus fundamentos mismos. Puede reconocerse que la vinculación entre la alimentación y la vida humana en comunidad no se reduce a la mera contingencia de salud o al juego de las economías y que la alimentación puede llegar a tener una insospechada relevancia para la vida política. Y de hecho, sobre esta base se puede trazar toda una estrategia pública. Feuerbach nos proponía el mejoramiento de los asuntos públicos a través del cuidado de la alimentación: Vemos a su vez aquí qué importante significado tanto ético como político tiene la enseñanza de los alimentos para el pueblo. La comida llega a la sangre, la sangre al corazón y al cerebro, al pensamiento y a las formas de entendimiento. El alimento humano es el fundamento de la formación y el entendimiento humanos. ¿Queréis mejorar al pueblo? Dadle entonces, en vez de declamaciones contra el pecado, mejores comidas. El hombre es lo que come. Quien sólo degusta alimentación vegetal, es también sólo una esencia vegetativa, carece de fuerza activa.[5] Porque somos lo que comemos, la configuración de las sociedades dependerá del alimento. Feuerbach, más que insinuar, nos muestra la pasividad de los herbívoros. Es difícil concebir, por ejemplo, la revolución en el seno de la sociedad de los rumiantes. Un vegetariano machacando a pedradas y palos a un policía antimotines, ¿no se volvería una especie de comecarne? Proyectar corderos haciendo guerrilla en la jungla o arrojando sus molotovs a la guardia nacional puede parecernos más como un chiste o una especie de parábola. A propósito, cuando Orwell escribió su Rebelión en la granja, no la imaginó encabezada por las herbívoras vacas, sino por los omnívoros cerdos. En La máquina del tiempo, Wells imaginó un mundo poblado por una casta vegetariana, hedonista e indolente, los eloim, que era depredada por los carnívoros y enérgicos morlocks. La dieta de lo que Levi-Strauss describe como sociedades frías es frugal; la de las sociedades calientes, ésas que son móviles, progresistas y dinámicas, es variada.[6] En su época de esplendor, el Imperio Romano no sólo expandió los límites de su imperio, sino de su estómago: a Roma llegaron todos los productos del mundo conocido y, a juzgar por algunas descripciones de sus banquetes, más que ser degustados, fueron devorados.[7] Feuerbach, hegeliano de izquierda, parece esperar una sociedad activa, progresista, revolucionaria, moderna en suma; por ello, la esperaría omnívora. Quizás pueda sonar exagerado el decir que la alimentación pueda ser potente un motor revolucionario, pero, sin duda, deja una impronta indeleble en el carácter de la sociedad. Platón poseía una enorme lucidez al respecto. El siguiente pasaje proviene del primer libro de República. En él, Sócrates ha iniciado el trazado de las características más deseables para un Estado y nos ha regalado un primer bosquejo. Su comunidad parece confortable, amplia en sus libertades casi hasta lo anárquico, la coacción del aparato público es virtualmente inexistente y la paz cunde por doquier. Así nos describe su estilo de vida: Observemos, en primer lugar, de qué modo viven los que así se han organizado. ¿Producirán otra cosa que granos, vino, vestimenta y calzado? Una vez construidas sus casas, trabajarán en verano desnudos y descalzos. En invierno en cambio, arropados y calzados suficientemente. Se alimentarán con harina de trigo y cebada, tras amasarla y cocerla, servirán ricas tortas y panes sobre juncos o sobre hojas limpias, recostados en lechos formados por hojas desparramadas de nueza y mirto; festejarán ellos y sus hijos bebiendo vino con las cabezas coronadas y cantando himnos a los dioses. Estarán a gusto en compañía y no tendrán hijos por encima de sus recursos, para precaverse de la pobreza y de la guerra.[8] Aunque el vino no queda excluido de la ecuación y el asunto de la libertad y de la paz suenan bien, ¿cómo se puede lograr una sociedad perfectamente deseable cuando se come tan magramente? No sólo nosotros, sino también Glaucón, el interlocutor de Sócrates, se lo pregunta; por ello, le interpela con brusquedad: –Parece que les das festines con pan seco. –Es verdad –respondí–; me olvidaba que también tendrán condimentos. Pero es obvio que también cocinarán con sal, oliva y queso, y hervirán con cebolla y legumbres como las que se hierven en el campo. Y, a manera de postre, les serviremos higos, garbanzos y habas, así como bayas de mirto y bellotas que tostarán al fuego bebiendo moderadamente. De este modo, pasarán la vida con paz y salud, y será natural que lleguen a la vejez y transmitan a su descendencia una manera de vivir semejante.[9] Pareciera que Sócrates está siendo condescendiente como si tratara con niños, pero la propuesta de Platón es totalmente deliberada: si se quiere una sociedad pacífica, no ambiciosa; entonces habrá que adoptar una dieta hervíbora. Para Glaucón no es suficiente. La moderación en todas las cosas y tal dieta le parecen indignas en realidad. Su reacción es la de un hambriento: “–Si organizaras un Estado de cerdos, Sócrates, ¿les darías de comer otra cosa que ésas (sic)?” [10] Lo que Glaucón no comprende, pero Platón sí –y en demasía– es que se ha descrito un Estado sano ligado a la salud del cuerpo a través de una dieta cuidada, pero, sobre todo, ligado también a la ausencia de voracidad relacionada con la carne. Como si el no comer carne “enfriara” la dinámica social. Se trataría de un Estado sano porque estaría curado de la enfermedad de la ambición desmedida, del hambre desatada, de la depredación del semejante que es la impronta del monstruo. El ser carnívoro se relaciona con el ansia de dominio y la fogosidad del ser humano. Platón trata de atemperarlo en las primeras propuestas de República, “pues a la aspiración de vivir mejor que las vacas y los cerdos parece acompañar el apetecerlos.”[11] La ingesta de carne deriva en una comunidad de hambrientos. Así lo demuestra cuando, lo que sigue, es la caracterización del “Estado afiebrado”. Se trata del Estado lujoso con “manjares, golosinas y cortesanas”. En este contexto, ya se requiere la reflexión en torno a la injusticia que inevitablemente surgirá con la ambición. Se requerirán también cortesanas, poetas, modistos y también cocineros,[12] confiteros y porquerizos: “Esto no existía en el Estado anterior, pues allí no hacía falta nada de eso, pero en éste será necesario. Y deberá haber otros tipos de ganado en gran cantidad para cubrir la necesidad de comer carne.”[13] Ante la condescendencia al hambre, el Estado tendrá que “engordar” al expandir sus límites y tenderá al imperio al necesitar territorio para extraer el alimento. Esto acarreará la guerra con los Estados vecinos. La incontinencia alimenticia tiene que ver con el surgimiento de los ejércitos según Platón y toda suerte de ambiciones políticas que derivan en la corrupción pública. Platón quizás fue el primero en trazar una política de la alimentación al conectar los hábitos privados de ingesta con fenómenos sociales de gran alcance. Es de resaltar que este “Estado afiebrado” es el que pasa a la posteridad como la propuesta política de Platón en tan celebrado y extenso diálogo: el del rey filósofo, el ejército, los productores y todo eso. En realidad parece tratarse de una condescendencia hacia la realidad humana, de una visión surtida de una buena dosis de realismo político. En ninguna medida es asumido como el trazado de un ideal político perfecto. Posiblemente fue una lectura moderna la que percibió connotaciones utópicas en la propuesta política del República. Es difícil imaginar a un Platón aceptando como perfectamente deseable un Estado apoyado en el desenfreno del hambre. La tesis de que los vicios privados redundan en beneficios públicos suena terriblemente moderna… porque es una tesis moderna, es casi la quintaesencia del liberalismo económico tal como lo formuló, con todo y las bellotas, Mandeville en la Fábula de las abejas: …y, más aún, cuando un pueblo aspira a la grandeza, tan necesario es [el fraude el lujo y el orgullo] al Estado como es el hambre para comer; la virtud sola no puede hacer que vivan las naciones esplendorosamente; las que revivir quisieran la Edad de Oro, han de liberarse de la honradez como de las bellotas.[14] Greed is good. Así, para el mundo moderno y contemporáneo, la política del hambre consiste en que el hambre es la política. El entendido es que, si se quiere progreso, riqueza o simple y vertiginoso movimiento, la alimentación vegetal es inadecuada. La ingesta de la carne es manifestación de dominio y poder sobre la naturaleza y sobre el resto de los seres humanos. Es la expresión más acabada del poder –gran obsesión de la modernidad– y del control de lo otro. En momentos crepusculares como el nuestro, no es difícil ver en la fijación por el consumo y la acumulación insaciable la marca de lo monstruoso. Como sea, no es casualidad que sea posible encontrar tribus urbanas contemporáneas que acompañen el vegetarianismo con una obstinada resistencia a la cultura del consumo, como si fuese una manera un tanto inconsciente de “enfriar” sus vertiginosas dinámicas. Son ideas sugestivas y aún queda mucho qué pensar al respecto. Esto, por cierto, no es un pedazo de propaganda a favor de un estilo de vida come-plantas. No hay que perder de vista el hecho de que la violencia se suscita también entre herbívoros. Los alces chocan sus cuernos entre sí, los toros –aunque apacibles– también saben embestir y Hitler era vegetariano… Referencias: [1] Cfr. Sigmund Freud, El malestar de las culturas, Alianza, Madrid, 2006. [2] Aristóteles, Política, Madrid Gredos, 2000. 1253a. [3] Thomas Malthus, Primer ensayo sobre la población, Barcelona, Altaya, 1975, p. 52. [4] Ross Ashcroft, Four horsemen, Motherlode, 2012. [5] L. Strahd, Feuerbach: el hombre es lo que come, disponible en: http://homo-homini.blogspot.mx/2009/07/feuerbach-el-hombre-es-lo-que-come-ii.html. Fecha de consulta: 17 de mayo de 2014. [6] Cfr. Claude Levi-Strauss, Antropología Estructural, Barcelona, Paidós, 1995. p. 44ss [7] Cfr. Néstor Luján, Historia de la gastronomía, Barcelona, Folio, 1997. p. 223. [8] Platón, Diálogos (Vol. IV) República, Gredos, Madrid, 2007. 372a. [9] Ibíd., 372c-d. [10] Ibíd., 372d. [11] Leon, R. Kass, El alma hambrienta. La comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2005, p. 199. [12] Cocineros de comida y del discurso: surgirán los sofistas. Ver Gorgias 464e-465a. [13] Platón, Op. Cit., 373c. [14] Bernard Mandeville, La fábula de las abejas, FCE, México, 2001. p. 21.
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