Por Lucía Rábago Canela
Cualquier persona que pasa el día fuera de casa, sabe perfectamente que el mejor premio después de una dura jornada de trabajo es una deliciosa comida casera. Un plato de sopa caliente, alrededor de una mesa, con nuestra gente. Definitivamente no hay nada mejor… al menos en la mayoría de los casos. Tomemos por ejemplo, la escena que Roald Dahl plantea en su cuento “Cordero Asado”: son los sesentas. Un detective llega a casa cansado, para servirse un vaso con whisky en las rocas y comer un delicioso plato de pierna de cordero asado en compañía de su amada esposa. Posteriormente, seguramente esperaría sentado ante la chimenea hasta que ella terminase de lavar los trastes, para después imaginar planes para el bebé que esperaban. Harían el amor, dormirían con las manos entrelazadas; el ligero aroma a cordero asado todavía en el acogedor ambiente. Habría sido perfecto. Pero Patrick Maloney no llegó cansado, sino preocupado. Se sirvió el whisky sin los hielos. Le dijo a Mary que la dejaría, a ella y al bebé. Es curioso, cómo en algunas ocasiones algo que norma es utilizado como un instrumento para demostrar cariño puede convertirse en un objeto sinestro en un abrir y cerrar de ojos. El oso de peluche que usa el pederasta para excitarse. El beso que el asesino planta sobre la frente de sus víctimas. La pierna de cordero congelada que Mary Malone usó para terminar a golpes con la vida de su marido, misma que después usó para alimentar al equipo que investigaba el asesinato, con toda la calma del mundo. Antes dije que una comida casera es el mejor premio después de un duro día de trabajo… pero creo que, como todo en la vida, puede ser un arma de doble filo.
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El sabor de las letrasEsta sección se encargará de analizar la presencia de los elementos gastronómicos y culinarios en la literatura. Archives
Mayo 2015
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