Por: Lucía Rábago
Hay días en los que la comida no sabe a nada. O bueno, no sabe a comida. Quizás sabe al polvo que se desprende de las alas de las mariposas nocturnas; o quizás, como diría mi padre, sabe a tierra de camposanto. Pero para fines prácticos, es más sencillo decir que no sabe a nada. Son los días en los que el camino a casa es eterno, en los que cada paso marca una sentencia ineludible y cíclica. Días que no acaban, en los que el descanso no llega y la comida no sabe a nada. Esos días, con una exhalación lenta y silbante meto la llave en la cerradura y firmo la sentencia dándole vuelta mientras me arranco los audífonos con pesadez. Esos días me obligo a arrastrar los pies hasta mi habitación, me obligo a aventar la mochila sobre la cama, me obligo a lavarme las manos y sentarme a la mesa. Sonrió. Me obligo a sonreír. Bebo, río, pero tengo la boca seca. Llega a mi mantel un plato de mentiras que aparentan ser mole, pero que saben a salitre, a cuero húmedo, a nubes cargadas de lluvia. Esos días, estos días, la comida no sabe a nada. Comer se convierte en un acto mecánico, irrelevante, casi molesto. No extraño la comida, pues sé que la gula va a regresar. Comer es algo que disfruto demasiado como para abandonarlo de forma permanente. Pero hoy, uno de esos días en los que la comida no sabe a nada, la ingiero como autómata, lavo mi plato y regreso a la calle, al calor. Salgo al hirviente estridentismo chorreante de sol que es Querétaro a las cinco de la tarde. Estando afuera, me percato de que dejé el alma en casa. O en ningún lado. La ciudad tampoco sabe a nada. Los cigarrillos no saben a nada. Harta de jugar este insípido rol de flaneur, regreso a casa, prendo el bóiler, y me meto a bañar. Descubro que el agua es dulce. El agua, mañana de octubre, escurre dulce sobre mi piel. Resbala melosa, coqueta. Tintineando traviesa, me saca una sonrisa. La innegable dulzura del agua es el primer sabor del día. Muertas de risa, las gotas serpentean hasta caer al suelo, se derraman como hilos plateados de néctar. El dulzor del crepitar acuático consigue arrancar de mi garganta las notas que me tenían inhibido el gusto. Y canto. Canto con el agua, con las gotas, con el alma. Te canto a ti.
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Por Monserrat Acuña Murillo
En busca del tiempo perdido tiene como tema el restablecimiento de la memoria. Proust no se ocupa de hacer una descripción exhaustiva del tiempo, por el contrario, su labor es la de quien evoca a través de un continuo flujo de asociaciones sensoriales que permiten que el narrador se encuentre de lleno con aquello que se oculta en el pasado. Los estímulos físicos son esenciales para las remembranzas de Marcel, pues se superponen y se relacionan en la sinestesia que abre el prisma que es el tiempo. Esto es perfectamente visible en el famoso pasaje de la madalena. Es importante aclarar que, tal como apunta Nabokov, el estilo de Proust se define especialmente por el encadenamiento de metáforas que se superponen formando capas, frases dilatadas con cláusulas, subordinaciones, etc., finalmente, el amalgamiento de los momentos descriptivos y dialógicos que forma una unidad perfecta. En este sentido, es posible hablar de la construcción de la memoria a través de metáforas yuxtapuestas que se relacionan con los sentidos, al irse hilvanando generan una metáfora mayor. Marcel, al beber el té con el pedazo de madalena experimenta una epifanía que lo lleva a rememorar las experiencias del pasado inaprehensible. Marcel es el Adán que es expulsado del paraíso, el panecillo se presenta como una llave a través de la cual puede acceder al paraíso perdido. Hay una saturación de las sensaciones físicas que le dejan pasmado y detienen también el curso del tiempo. El tiempo exterior se congela, pero el tiempo de la consciencia de Marcel goza de una analepsis. Proust convierte en un objeto estético un alimento, lo vuelve la fuente de la sublimación y también el disparador del prisma de la memoria. Esto trastoca los límites del arte: no es un cuadro, no es un libro, es un objeto cotidiano el que le permite a Marcel encontrarse de frente con lo sublime. No obstante, los sorbos de té perderán el encanto y el paraíso habrá de cerrar una vez más sus puertas. Marcel entonces comienza a volver inteligible la experiencia, la deberá conceptualizar la experiencia sensorial ininteligible y volverla palabra. Trabajos citados: Proust, M. (2011). En busca del tiempo perdido. El camino de Swan. Madrid: Alianza. Por Carla María Durán Ugalde
El pan puede escoltar cualquier alimento del día, al desayuno, a la comida o a la cena, le viene bien el pan. En algunos casos una pieza de pan puede ser el único sólido que conforme el desayuno, pero con eso basta para que se concluyan las horas de hambre adormecida. El pan puede llevarse toda la atención por salvar la comida. Gaël de Pouldreuzic y Guénaël de Plouhinec se enamoran. Ambos provienen de familias de panaderos y por alguna excentricidad de la vida nacieron en ciudades enemistadas. Sin embargo, la historia no está en las dificultades que tienen para estar juntos. Las familias terminan aceptando que se unan en la ciudad que queda entre ambos, en Plozévet, celebrarán la boda. El banquete de bodas será servido con partes iguales de lo que se come en ambas ciudades. ¿Pero qué pan se sirve a la mesa de panaderos? En Plouhinec se comen galletas, son panes duros que pueden durar mucho tiempo. Guénaële sabe hornear pan crujiente. En la ciudad enemiga se come un pan que se derrite en la boca, un pan que es pura miga, un pan desnudo de cortaza. Gaël sabe hornear bollos. Los procesos para prepararlos son diferentes, cada cual tiene su sabor particular y texturas opuestas. Gaël está acostumbrado a los bollos que consuelan y su prometida a los panes que todo lo resisten. La decisión más lógica habría sido servir en el banquete de bodas por partes iguales ambos panes, como todos los demás platilos, pero Gaël y Guénaële están verdaderamente enamorados. Comprenden que son panaderos, hacer pan es el estilo de vida que van a llevar, entonces no pueden unir sus vidas sin hacer que las diferencias de cada tipo de pan se conjuguen en uno sólo. El novio propone el pan “crustáceo”, con una corteza crocante por fuera y la suavidad del bollo en el interior. El pan se logra, es la conjugación de los mundos de los enamorados. Pero Guénaële no se conforma, ella quiere un pan “vertebrado”, lo blando en el exterior y lo crocante por dentro. Ella fracasa, no encuentra manera de que cosa semejante sea posible. Sin embargo no se rinde porque sabe que en el matrimonio debe existir un eterno equilibrio. El pan “vertebrado” le daba un lugar a Guénaël en el que lo opuesto a Gaël es igualmente bueno e importante. Guénaël no descansa hasta concebir un pan con un centro de chocolate, es suave pero en el centro tiene un huesito de cacao. Los panaderos no crean panes para consumirlos durante las comidas del día. Se encuentran lejos del goce que les puede dar comer un pan por hambre o por antojo. Necesitan pan que los acompañe en el matrimonio. Pan que signifique algo más que Guénaël y Gaël, pan para expresar que están juntos. La creación de dos nuevos panes armoniosamente conjuguen las características de lo que conocían, de lo que eran sus mundos antes de enamorarse cerciora la convivencia en paz de una querencia más grande que las diferencias de dos ciudades. El pan declara dueños de un amor que entiende que dos personas distintas que se aman están hechas para amasarse en conjunto. Así como se necesitó de un padre que los declarara “marido y mujer”, se necesitó de un pan para hacerlos uno. Tournier, M. (1992). Medianoche de Amor. Madrid: Alfaguara. Por Héctor García
Te dispones a escribir un cuento en el banco porque ¿de qué otra manera podrías pasar el tiempo? Además, en la revista te han pedido que escribas el artículo que te toca como cada semana. O podrías, como la persona que está por delante de ti, encabezar el movimiento revolucionario que derrocará a las altas esferas del banco y que terminará por devolverles el valiosísimo tiempo que han perdido en la fila. ¿Por qué no? También estás enojado, encabronado, emputado, frustrado, cansado, sudado. Te duele la cabeza por culpa del calor que se acumula en la sucursal y que afuera derrite el pavimento y el asfalto, pero ¿por qué no haces nada? A lo mejor es porque te molesta más la actitud de la señora: la gorda que no hace más que quejarse en voz alta, casi grita; molesta porque el cajero sólo avanza a los clientes del banco, espera a que haga el siguiente llamado para meterse en la fila y al finalizar, ante la incredulidad de la gente, el cajero opta por hacer válido su turno. El cliente que seguía voltea a todas partes sin encontrar a quien pueda darle una respuesta. Sigo de pie, con mi libreta en mano y en espera de mi turno; mi camisa, empapada, se adhiere a la piel. Mi garganta se seca y en mi cabeza aumenta el dolor. Parece que mis cuerdas vocales dejarán de funcionar en cualquier momento. Pienso que saliendo de aquí podría cruzar la calle y meterme en el bar que está frente; una cerveza lo arreglaría todo; Leyendo a Hemingway no puedo menos que sentir envidia; todo estaba tan bien. Bastaba con pasear, hacer un poco de hambre y comprar unos libros para después entrar en el Lipp a comer y beber: “Pedí un distingué, que era una gran jarra de cristal con un litro de cerveza, y una ensalada de patatas. La cerveza estaba muy fría y era un gusto beberla.” Sí, todo estaba muy bien. Los personas siguen avanzando, casi se acerca mi turno y yo sólo puedo pensar que “Las pommes a l’huile eran de pulpa firme, marinadas en un delicioso aceite de oliva. Las sazoné con pimienta, y las comí con pan mojado en el aceite. Después de beber el primer largo trago de cerveza, seguí bebiendo y comiendo muy despacio.” Y que basta tan sólo una ola de calor, un mal día perdido en el banco y un antojo (que no se quita) de cerveza, para que pueda escribir el artículo que me toca en la revista. Por Rogelio Téllez
La sexualidad y la alimentación se encuentran relacionadas y ambas son necesidades humanas universales en tanto que no hay grupo cultural que, a su manera, no tenga que vérselas con las taras que acompañan a estos asuntos. Para ello hay mecanismos legales, morales o de etiqueta encargados de regular nuestra manera de relacionarnos con la carne muerta y con la viva. Por lo mismo, ambos fenómenos, a su vez, pueden fungir como buenos indicadores acerca de la salud de un determinado grupo cultural. Estas ideas no tienen nada de novedoso. Freud sostuvo que la comunidad humana se fincaba en la represión de las pulsiones de vida y muerte, del sexo y la violencia,[1] aunque no dedica demasiadas líneas al asunto de la alimentación, mismo que, por implicar en sí misma la vida del depredador y la muerte del depredado, no puede sin más reducirse al ámbito del solo eros o del solo tánathos. Por su parte, Aristóteles en su Política es más específico en sus señalamientos al respecto: “Porque así como el hombre, cuando está perfeccionado, es el más alto de los animales, cuando se desvía de la ley y la justicia es el peor… Sin virtud, es el más cruel y pecaminoso, sobre todo cuando se trata de sexo y del comer.”[2] En una tradición más cercana a la de Aristóteles, tenemos a otro autor del siglo XIX que se ubica en un similar orden de ideas. Cuando Malthus construye su propuesta económica (que no desvincula de lo cultural en general al establecer que su objetivo es “el progreso y mejoramiento de la especie”), lo hace sobre dos postulados simples: “Primero: el alimento es necesario para la existencia del hombre. Segundo: La pasión entre los sexos es necesaria y se mantendrá más o menos en su estado actual.”[3] Sobre dos premisas tan breves construye toda una filosofía de la vida pública que, para bien o para mal, tiene no poca repercusión en el mundo contemporáneo. Por su parte, en documentales como Four horsemen[4] se ha aventurado la hipótesis de que un síntoma de decadencia cultural –junto con el excesivo interés en la moda, el desorbitante gasto militar y la presencia de grandes e indisciplinados ejércitos o la obsesión con la práctica genital de la sexualidad– es un excesivo interés hacia la gastronomía. Del sexo ya se ha hablado quizás demasiado. Reflexionemos un poco más la alimentación. Se puede sostener con poco riesgo que una sociedad con una relación insana con su alimentación, ya sea por una ponderación excesiva o defectuosa, es una sociedad alienada desde sus fundamentos mismos. Puede reconocerse que la vinculación entre la alimentación y la vida humana en comunidad no se reduce a la mera contingencia de salud o al juego de las economías y que la alimentación puede llegar a tener una insospechada relevancia para la vida política. Y de hecho, sobre esta base se puede trazar toda una estrategia pública. Feuerbach nos proponía el mejoramiento de los asuntos públicos a través del cuidado de la alimentación: Vemos a su vez aquí qué importante significado tanto ético como político tiene la enseñanza de los alimentos para el pueblo. La comida llega a la sangre, la sangre al corazón y al cerebro, al pensamiento y a las formas de entendimiento. El alimento humano es el fundamento de la formación y el entendimiento humanos. ¿Queréis mejorar al pueblo? Dadle entonces, en vez de declamaciones contra el pecado, mejores comidas. El hombre es lo que come. Quien sólo degusta alimentación vegetal, es también sólo una esencia vegetativa, carece de fuerza activa.[5] Porque somos lo que comemos, la configuración de las sociedades dependerá del alimento. Feuerbach, más que insinuar, nos muestra la pasividad de los herbívoros. Es difícil concebir, por ejemplo, la revolución en el seno de la sociedad de los rumiantes. Un vegetariano machacando a pedradas y palos a un policía antimotines, ¿no se volvería una especie de comecarne? Proyectar corderos haciendo guerrilla en la jungla o arrojando sus molotovs a la guardia nacional puede parecernos más como un chiste o una especie de parábola. A propósito, cuando Orwell escribió su Rebelión en la granja, no la imaginó encabezada por las herbívoras vacas, sino por los omnívoros cerdos. En La máquina del tiempo, Wells imaginó un mundo poblado por una casta vegetariana, hedonista e indolente, los eloim, que era depredada por los carnívoros y enérgicos morlocks. La dieta de lo que Levi-Strauss describe como sociedades frías es frugal; la de las sociedades calientes, ésas que son móviles, progresistas y dinámicas, es variada.[6] En su época de esplendor, el Imperio Romano no sólo expandió los límites de su imperio, sino de su estómago: a Roma llegaron todos los productos del mundo conocido y, a juzgar por algunas descripciones de sus banquetes, más que ser degustados, fueron devorados.[7] Feuerbach, hegeliano de izquierda, parece esperar una sociedad activa, progresista, revolucionaria, moderna en suma; por ello, la esperaría omnívora. Quizás pueda sonar exagerado el decir que la alimentación pueda ser potente un motor revolucionario, pero, sin duda, deja una impronta indeleble en el carácter de la sociedad. Platón poseía una enorme lucidez al respecto. El siguiente pasaje proviene del primer libro de República. En él, Sócrates ha iniciado el trazado de las características más deseables para un Estado y nos ha regalado un primer bosquejo. Su comunidad parece confortable, amplia en sus libertades casi hasta lo anárquico, la coacción del aparato público es virtualmente inexistente y la paz cunde por doquier. Así nos describe su estilo de vida: Observemos, en primer lugar, de qué modo viven los que así se han organizado. ¿Producirán otra cosa que granos, vino, vestimenta y calzado? Una vez construidas sus casas, trabajarán en verano desnudos y descalzos. En invierno en cambio, arropados y calzados suficientemente. Se alimentarán con harina de trigo y cebada, tras amasarla y cocerla, servirán ricas tortas y panes sobre juncos o sobre hojas limpias, recostados en lechos formados por hojas desparramadas de nueza y mirto; festejarán ellos y sus hijos bebiendo vino con las cabezas coronadas y cantando himnos a los dioses. Estarán a gusto en compañía y no tendrán hijos por encima de sus recursos, para precaverse de la pobreza y de la guerra.[8] Aunque el vino no queda excluido de la ecuación y el asunto de la libertad y de la paz suenan bien, ¿cómo se puede lograr una sociedad perfectamente deseable cuando se come tan magramente? No sólo nosotros, sino también Glaucón, el interlocutor de Sócrates, se lo pregunta; por ello, le interpela con brusquedad: –Parece que les das festines con pan seco. –Es verdad –respondí–; me olvidaba que también tendrán condimentos. Pero es obvio que también cocinarán con sal, oliva y queso, y hervirán con cebolla y legumbres como las que se hierven en el campo. Y, a manera de postre, les serviremos higos, garbanzos y habas, así como bayas de mirto y bellotas que tostarán al fuego bebiendo moderadamente. De este modo, pasarán la vida con paz y salud, y será natural que lleguen a la vejez y transmitan a su descendencia una manera de vivir semejante.[9] Pareciera que Sócrates está siendo condescendiente como si tratara con niños, pero la propuesta de Platón es totalmente deliberada: si se quiere una sociedad pacífica, no ambiciosa; entonces habrá que adoptar una dieta hervíbora. Para Glaucón no es suficiente. La moderación en todas las cosas y tal dieta le parecen indignas en realidad. Su reacción es la de un hambriento: “–Si organizaras un Estado de cerdos, Sócrates, ¿les darías de comer otra cosa que ésas (sic)?” [10] Lo que Glaucón no comprende, pero Platón sí –y en demasía– es que se ha descrito un Estado sano ligado a la salud del cuerpo a través de una dieta cuidada, pero, sobre todo, ligado también a la ausencia de voracidad relacionada con la carne. Como si el no comer carne “enfriara” la dinámica social. Se trataría de un Estado sano porque estaría curado de la enfermedad de la ambición desmedida, del hambre desatada, de la depredación del semejante que es la impronta del monstruo. El ser carnívoro se relaciona con el ansia de dominio y la fogosidad del ser humano. Platón trata de atemperarlo en las primeras propuestas de República, “pues a la aspiración de vivir mejor que las vacas y los cerdos parece acompañar el apetecerlos.”[11] La ingesta de carne deriva en una comunidad de hambrientos. Así lo demuestra cuando, lo que sigue, es la caracterización del “Estado afiebrado”. Se trata del Estado lujoso con “manjares, golosinas y cortesanas”. En este contexto, ya se requiere la reflexión en torno a la injusticia que inevitablemente surgirá con la ambición. Se requerirán también cortesanas, poetas, modistos y también cocineros,[12] confiteros y porquerizos: “Esto no existía en el Estado anterior, pues allí no hacía falta nada de eso, pero en éste será necesario. Y deberá haber otros tipos de ganado en gran cantidad para cubrir la necesidad de comer carne.”[13] Ante la condescendencia al hambre, el Estado tendrá que “engordar” al expandir sus límites y tenderá al imperio al necesitar territorio para extraer el alimento. Esto acarreará la guerra con los Estados vecinos. La incontinencia alimenticia tiene que ver con el surgimiento de los ejércitos según Platón y toda suerte de ambiciones políticas que derivan en la corrupción pública. Platón quizás fue el primero en trazar una política de la alimentación al conectar los hábitos privados de ingesta con fenómenos sociales de gran alcance. Es de resaltar que este “Estado afiebrado” es el que pasa a la posteridad como la propuesta política de Platón en tan celebrado y extenso diálogo: el del rey filósofo, el ejército, los productores y todo eso. En realidad parece tratarse de una condescendencia hacia la realidad humana, de una visión surtida de una buena dosis de realismo político. En ninguna medida es asumido como el trazado de un ideal político perfecto. Posiblemente fue una lectura moderna la que percibió connotaciones utópicas en la propuesta política del República. Es difícil imaginar a un Platón aceptando como perfectamente deseable un Estado apoyado en el desenfreno del hambre. La tesis de que los vicios privados redundan en beneficios públicos suena terriblemente moderna… porque es una tesis moderna, es casi la quintaesencia del liberalismo económico tal como lo formuló, con todo y las bellotas, Mandeville en la Fábula de las abejas: …y, más aún, cuando un pueblo aspira a la grandeza, tan necesario es [el fraude el lujo y el orgullo] al Estado como es el hambre para comer; la virtud sola no puede hacer que vivan las naciones esplendorosamente; las que revivir quisieran la Edad de Oro, han de liberarse de la honradez como de las bellotas.[14] Greed is good. Así, para el mundo moderno y contemporáneo, la política del hambre consiste en que el hambre es la política. El entendido es que, si se quiere progreso, riqueza o simple y vertiginoso movimiento, la alimentación vegetal es inadecuada. La ingesta de la carne es manifestación de dominio y poder sobre la naturaleza y sobre el resto de los seres humanos. Es la expresión más acabada del poder –gran obsesión de la modernidad– y del control de lo otro. En momentos crepusculares como el nuestro, no es difícil ver en la fijación por el consumo y la acumulación insaciable la marca de lo monstruoso. Como sea, no es casualidad que sea posible encontrar tribus urbanas contemporáneas que acompañen el vegetarianismo con una obstinada resistencia a la cultura del consumo, como si fuese una manera un tanto inconsciente de “enfriar” sus vertiginosas dinámicas. Son ideas sugestivas y aún queda mucho qué pensar al respecto. Esto, por cierto, no es un pedazo de propaganda a favor de un estilo de vida come-plantas. No hay que perder de vista el hecho de que la violencia se suscita también entre herbívoros. Los alces chocan sus cuernos entre sí, los toros –aunque apacibles– también saben embestir y Hitler era vegetariano… Referencias: [1] Cfr. Sigmund Freud, El malestar de las culturas, Alianza, Madrid, 2006. [2] Aristóteles, Política, Madrid Gredos, 2000. 1253a. [3] Thomas Malthus, Primer ensayo sobre la población, Barcelona, Altaya, 1975, p. 52. [4] Ross Ashcroft, Four horsemen, Motherlode, 2012. [5] L. Strahd, Feuerbach: el hombre es lo que come, disponible en: http://homo-homini.blogspot.mx/2009/07/feuerbach-el-hombre-es-lo-que-come-ii.html. Fecha de consulta: 17 de mayo de 2014. [6] Cfr. Claude Levi-Strauss, Antropología Estructural, Barcelona, Paidós, 1995. p. 44ss [7] Cfr. Néstor Luján, Historia de la gastronomía, Barcelona, Folio, 1997. p. 223. [8] Platón, Diálogos (Vol. IV) República, Gredos, Madrid, 2007. 372a. [9] Ibíd., 372c-d. [10] Ibíd., 372d. [11] Leon, R. Kass, El alma hambrienta. La comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2005, p. 199. [12] Cocineros de comida y del discurso: surgirán los sofistas. Ver Gorgias 464e-465a. [13] Platón, Op. Cit., 373c. [14] Bernard Mandeville, La fábula de las abejas, FCE, México, 2001. p. 21. Por Lucía Rábago Canela
Cualquier persona que pasa el día fuera de casa, sabe perfectamente que el mejor premio después de una dura jornada de trabajo es una deliciosa comida casera. Un plato de sopa caliente, alrededor de una mesa, con nuestra gente. Definitivamente no hay nada mejor… al menos en la mayoría de los casos. Tomemos por ejemplo, la escena que Roald Dahl plantea en su cuento “Cordero Asado”: son los sesentas. Un detective llega a casa cansado, para servirse un vaso con whisky en las rocas y comer un delicioso plato de pierna de cordero asado en compañía de su amada esposa. Posteriormente, seguramente esperaría sentado ante la chimenea hasta que ella terminase de lavar los trastes, para después imaginar planes para el bebé que esperaban. Harían el amor, dormirían con las manos entrelazadas; el ligero aroma a cordero asado todavía en el acogedor ambiente. Habría sido perfecto. Pero Patrick Maloney no llegó cansado, sino preocupado. Se sirvió el whisky sin los hielos. Le dijo a Mary que la dejaría, a ella y al bebé. Es curioso, cómo en algunas ocasiones algo que norma es utilizado como un instrumento para demostrar cariño puede convertirse en un objeto sinestro en un abrir y cerrar de ojos. El oso de peluche que usa el pederasta para excitarse. El beso que el asesino planta sobre la frente de sus víctimas. La pierna de cordero congelada que Mary Malone usó para terminar a golpes con la vida de su marido, misma que después usó para alimentar al equipo que investigaba el asesinato, con toda la calma del mundo. Antes dije que una comida casera es el mejor premio después de un duro día de trabajo… pero creo que, como todo en la vida, puede ser un arma de doble filo. Por Mariana Uribe.
En este mundo, sin explicación lógica, han nacido personas preparadas y dispuestas a experiencias inesperadas, han nacido corazones capaces de disfrutar la magia de lo imprevisto, de lo espontáneo y de lo fantástico. Día tras día yo voy y vengo, siempre igual. Me levanto temprano y desayuno sin ganas. Salgo y cuando vuelvo para la hora de la comida, lo mismo: o es demasiado tarde o demasiado temprano, pero nunca hay nada caliente en la estufa esperando por mí. Recuerdo que hubo un tiempo en el que la comida era una hora sagrada y todos nos sentábamos a la mesa. Nadie tomaba las cucharas hasta que nos halláramos unos frente a otros, derechitos e incómodos con la servilleta sobre las piernas. Salgo y cuando vuelvo para la hora de la cena, lo mismo: me espera un plato de lácteo líquido y hojuelas de gramínea... el tazón de cereal me sonríe porque no hay nadie más. Hay personas en este extraño mundo que han nacido para que de vez en cuando la vida los sorprenda con grandes e insospechados sucesos durante eventos tan comunes como una invitación a cenar, y se descubren haciendo de la hora de la cena una ceremonia, un reencuentro o, por qué no, el comienzo de una historia de fantasmas. Hay Alfonsos que corren en medio de la noche, robándole cada paso y cada segundo a las cuadras y a los farolitos de las banquetas; que alisan y planchan sus camisas para llegar ad hoc al ceremonioso encuentro. A los Alfonsos los pescan las Amelias y las doñas Magdalenas y los hipnotizan en jardines sin flores contándoles historias de amores viejos y retratos. Y ellos se dejan seducir hasta las últimas consecuencias. Acuden a una inesperada invitación a cenar, atentos a una misiva escueta y sospechosa y se quedan a la sobremesa luego de que lo único que queda sin mención es la comida. He leído acerca de personas como esas, y yo prefiero cualquier plato de cereal, en solitario, que hallarme sentada a la mesa con dos mujeres tan fantasmales y sombrías. ![]() Por Andrea Domínguez Saucedo No importa quién seas, de dónde vienes ni a qué te dedicas, algo es seguro, necesitas comer. Pero es evidente que la necesidad de comer no será resuelta de la misma manera y en las mismas condiciones para nadie. El poeta Pablo Neruda, miembro del partido Comunista de Chile, creía en la posibilidad de conciliar a la sociedad, alzar al grupo obrero de la miseria y alcanzar una equidad y justicia social. Inscribe a la realidad social en una alegoría del mundo y sus clases sociales en su poema titulado El gran mantel. El almuerzo es el momento del día en que la diferencia entre las clases sociales se manifiestan de la manera más cruda; porque el hombre de frac y mangas blancas no comerá de la misma manera que el campesino que labra el suelo y limpia su sudor con su camisa raída. Si dividimos el poema en dos partes, la primera consistiría en la dolorosa representación de una realidad excluyente, donde no existe la convivencia social. El acto de repartir el pan se ve anulado socio-económicamente. El almuerzo es gula para unos y dolor vacío y duro para otros: EL GRAN MANTEL Cuando llamaron a comer se abalanzaron los tiranos y sus cocotas pasajeras, y era hermoso verlas pasar como avispas de busto grueso seguidas por aquellos pálidos y desdichados tigres públicos. Su oscura ración de pan comió el campesino en el campo, estaba solo y era tarde, estaba rodeado de trigo, pero no tenía más pan, se lo comió con dientes duros, mirándolo con ojos duros. En la hora azul del almuerzo, la hora infinita del asado, el poeta deja su lira, toma el cuchillo, el tenedor y pone su vaso en la mesa, y los pescadores acuden al breve mar de la sopera. Las papas ardiendo protestan entre las lenguas del aceite. Es de oro el cordero en las brasas y se desviste la cebolla. Es triste comer de frac, es comer en un ataúd, pero comer en los conventos es comer ya bajo la tierra. Comer solos es muy amargo pero no comer es profundo, es hueco, es verde, tiene espinas como una cadena de anzuelos que cae desde el corazón y que te clava por adentro. Y una segunda parte es en la que existe un deseo, un anhelo de ver a todos sentados, todos los que no han comido y aquellos que comen de más, juntos, en esta gran comunión que unifica, incluye en el gran mantel del mundo. Tener hambre es como tenazas, es como muerden los cangrejos, quema, quema y no tiene fuego: el hambre es un incendio frío. Sentémonos pronto a comer con todos los que no han comido, pongamos los largos manteles, la sal en los lagos del mundo, panaderías planetarias, mesas con fresas en la nieve, y un plato como la luna en donde todos almorcemos. Por ahora no pido más que la justicia del almuerzo. El acto de sentarse a una mesa a comer, en comunión con el otro implica la creación o fortalecimiento de un lazo, comemos en familia, con los más cercanos y los más amados. Pensar en el alimento como un reflejo de la injusticia social deshumaniza una de las necesidades primarias de cualquier ser vivo; rompe el sentido de convivencia, porque no será fácil hacer que todos comamos sobre el mismo mantel. BIBLIOGRAFÍA http://yalepress.yale.edu/languages/pdf/agosin_hope_neruda.pdf por Monserrat Acuña Murillo ![]() Poco puede ser dicho de alguien que decide tomar la sopa con tenedor. Después de un leve respingo quizás venga el momento del adjetivo: un idiota, a lo más, un extraño. Es evidente que la cuchara y el tenedor pertenecen al grupo de objetos que convencionalmente han sido elegidos para acompañar a la acción de alimentarse, del mismo modo, es indudable que éstos no son iguales, no sólo en sus funciones sobre la mesa, sino en su relación con el ser humano. Por un lado, está la cuchara, su forma cóncava nos recuerda la silueta del seno de una madre cuando amamanta. La cuchara es maternal, pues ya sea tomando la sopa o devorando un postre, la cuchara siempre será símbolo del calor y el dulzor característico de la infancia. Imaginar un avioncito cargado de papilla que cruza los cielos sólo para aterrizar en la boquita de un bebé es posible en la medida de que este avioncito sea una cucharilla que por su forma redonda nunca dañará con el contacto. Del otro lado está el tenedor. No es coincidencia que en la lengua portuguesa reciba el nombre de garfo, pues igual que la ausente mano del pirata el tenedor está hecho para pinchar. Es el cómplice que sostiene a la indefensa carne mientras el cuchillo la cercena. El tenedor nos remite a alimentos salados, a aquellos que deben ser atravesados para llegar a la boca. Su uso requiere una precisión que de no lograrse causaría daño fácilmente: sus terminales en punta hacen que no sea seguro para un niño que coma con tenedor sin un serio riesgo de lastimarse; el tenedor es signo y parte de la adultez. Por eso, la misma distancia que hay entre la dulzura cálida de lo materno y la sensualidad candente de la edad adulta que se acostumbra a pinchar, es la misma que separa al tenedor de la cuchara. Dos utensilios que no suplen el uso de las manos sino que perfecciona nuestra relación con todo aquello que para alimentarnos nos llevamos a la boca. Guardan un halo de misterio que se desvela al usarlos, pero que reservan a cada tiempo una particular manera de hacernos despertar a la necesidad de reposición que salvamos con cada alimento. Nuestro modo de estar en el mundo también se confirma en esa inseparable dualidad. Bibliografía recomendada: Tournier, Michel, El espejo de las ideas, Madrid: Acantilado, 2009. Por Lucía Rábago Canela
Aventurero, osado, ridículo. Asqueroso, incluso. Así es como normalmente es visto alguien que se atreve a experimentar con alimentos que, en teoría, no hacen ningún sentido. Maridajes exóticos provenientes de las imaginaciones más vívidas, o de felices accidentes, resultan en platillos inesperados, que, aunque son muchas veces desagradables, en otras ocasiones, cuando las estrellas se alinean y las musas de la gastronomía deciden hacer de las suyas, el resultado es un sabor completamente nuevo, no sólo disfrutable al paladar, sino que nada menos que asombroso. Un caso clave para ejemplificar las brillantes creaciones previamente mencionadas, es desde luego, la curiosa historia del origen del mole poblano. Éste tradicional platillo mexicano tuvo su origen en tiempos de la Nueva España, alrededor del año 1700 cuando las monjas encargadas de la cocina en el convento de Santa Rosa de Lima, en el estado de Puebla, tuvieron que improvisar un manjar en honor al virrey, quien iba a hacer una visita al lugar. Desprovistas de los ingredientes necesarios para la elaboración de cualquier manjar conocido, las religiosas hicieron una pasta en la que combinaron cuidadosamente dieciocho ingredientes distintos (entre los que cabe mencionar varias especies de chile seco, pasta de almendras, cacao y tortillas quemadas) hasta llegar al platillo sublime que conocemos hoy en día. Al conocer historias como la anterior, una duda se despierta. ¿Es posible, en medio del caos que representa nuestra realidad actual, elaborar platillos innovadores a partir de ingredientes que tradicionalmente no tienen nada que ver? La respuesta es desde luego afirmativa. Tan sólo hace un par de semanas tuve la fortuna de probar un platillo sin precedentes en una cena maridaje. El alimento en cuestión consistía en una especie de ceviche de atún fresco cuidadosamente colocado sobre una base crocante de ralladura de papa frita, (que ahora que recuerdo, tenía un ligerísimo tinte a naranja amarga) y se acompañaba de una salsa de maracuyá y aguacate. Si antes de probarlo me hubieran cuestionado acerca de la armonía entre los ingredientes del platillo, probablemente habría dicho que eran alimentos de mundos distintos. Que un pescado tan majestuoso y fuerte como el atún nada tenía que hacer con una fruta electrizante como la maracuyá. Habría cometido un gravísimo error al hacer esa afirmación. Ese platillo es, hasta la fecha, lo más delicioso que he probado en la vida. Entonces me pregunto si quizás fue en la idea de las felices (y aparentemente imposibles) coincidencias gastronómicas en la que el escritor británico Steven Moffat se basó para escribir la premisa con la que comienza el primer capítulo de la quinta serie del memorable programa de la BBC, Doctor Who. En dicho capítulo, al Doctor, en su onceava regeneración, le da un gravísimo ataque de hambre, y tras explorar y rechazar tajantemente una cantidad vasta de alternativas (desde manzanas hasta frijoles refritos, pasando por tocino frito y yogurt) el legendario Doctor decide que su nuevo platillo favorito consiste en la imposible combinación de dedos de pescado bañados con natilla. A lo largo de las tres temporadas en las que el Doctor es encarnado por el actor británico Matt Smith, la preparación de dedos de pescado con natilla es, definitivamente, el manjar con mayor cantidad de apariciones en la historia de la legendaria serie. Lo anterior ha suscitado dudas considerables entre los televidentes adeptos al canon británico de SciFi. ¿A qué saben los dedos de pescado con natilla? ¿Serán acaso algo exquisito, como lo plantean en la serie? Sin más, me despido dejando las dudas al aire. ¿Quién sabe? Quizás y la curiosidad por responderlas derivan en alguien creando el nuevo platillo del siglo. |
El sabor de las letrasEsta sección se encargará de analizar la presencia de los elementos gastronómicos y culinarios en la literatura. Archives
Mayo 2015
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