Por: Lucía Rábago
Hay días en los que la comida no sabe a nada. O bueno, no sabe a comida. Quizás sabe al polvo que se desprende de las alas de las mariposas nocturnas; o quizás, como diría mi padre, sabe a tierra de camposanto. Pero para fines prácticos, es más sencillo decir que no sabe a nada. Son los días en los que el camino a casa es eterno, en los que cada paso marca una sentencia ineludible y cíclica. Días que no acaban, en los que el descanso no llega y la comida no sabe a nada. Esos días, con una exhalación lenta y silbante meto la llave en la cerradura y firmo la sentencia dándole vuelta mientras me arranco los audífonos con pesadez. Esos días me obligo a arrastrar los pies hasta mi habitación, me obligo a aventar la mochila sobre la cama, me obligo a lavarme las manos y sentarme a la mesa. Sonrió. Me obligo a sonreír. Bebo, río, pero tengo la boca seca. Llega a mi mantel un plato de mentiras que aparentan ser mole, pero que saben a salitre, a cuero húmedo, a nubes cargadas de lluvia. Esos días, estos días, la comida no sabe a nada. Comer se convierte en un acto mecánico, irrelevante, casi molesto. No extraño la comida, pues sé que la gula va a regresar. Comer es algo que disfruto demasiado como para abandonarlo de forma permanente. Pero hoy, uno de esos días en los que la comida no sabe a nada, la ingiero como autómata, lavo mi plato y regreso a la calle, al calor. Salgo al hirviente estridentismo chorreante de sol que es Querétaro a las cinco de la tarde. Estando afuera, me percato de que dejé el alma en casa. O en ningún lado. La ciudad tampoco sabe a nada. Los cigarrillos no saben a nada. Harta de jugar este insípido rol de flaneur, regreso a casa, prendo el bóiler, y me meto a bañar. Descubro que el agua es dulce. El agua, mañana de octubre, escurre dulce sobre mi piel. Resbala melosa, coqueta. Tintineando traviesa, me saca una sonrisa. La innegable dulzura del agua es el primer sabor del día. Muertas de risa, las gotas serpentean hasta caer al suelo, se derraman como hilos plateados de néctar. El dulzor del crepitar acuático consigue arrancar de mi garganta las notas que me tenían inhibido el gusto. Y canto. Canto con el agua, con las gotas, con el alma. Te canto a ti.
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Por Monserrat Acuña Murillo
En busca del tiempo perdido tiene como tema el restablecimiento de la memoria. Proust no se ocupa de hacer una descripción exhaustiva del tiempo, por el contrario, su labor es la de quien evoca a través de un continuo flujo de asociaciones sensoriales que permiten que el narrador se encuentre de lleno con aquello que se oculta en el pasado. Los estímulos físicos son esenciales para las remembranzas de Marcel, pues se superponen y se relacionan en la sinestesia que abre el prisma que es el tiempo. Esto es perfectamente visible en el famoso pasaje de la madalena. Es importante aclarar que, tal como apunta Nabokov, el estilo de Proust se define especialmente por el encadenamiento de metáforas que se superponen formando capas, frases dilatadas con cláusulas, subordinaciones, etc., finalmente, el amalgamiento de los momentos descriptivos y dialógicos que forma una unidad perfecta. En este sentido, es posible hablar de la construcción de la memoria a través de metáforas yuxtapuestas que se relacionan con los sentidos, al irse hilvanando generan una metáfora mayor. Marcel, al beber el té con el pedazo de madalena experimenta una epifanía que lo lleva a rememorar las experiencias del pasado inaprehensible. Marcel es el Adán que es expulsado del paraíso, el panecillo se presenta como una llave a través de la cual puede acceder al paraíso perdido. Hay una saturación de las sensaciones físicas que le dejan pasmado y detienen también el curso del tiempo. El tiempo exterior se congela, pero el tiempo de la consciencia de Marcel goza de una analepsis. Proust convierte en un objeto estético un alimento, lo vuelve la fuente de la sublimación y también el disparador del prisma de la memoria. Esto trastoca los límites del arte: no es un cuadro, no es un libro, es un objeto cotidiano el que le permite a Marcel encontrarse de frente con lo sublime. No obstante, los sorbos de té perderán el encanto y el paraíso habrá de cerrar una vez más sus puertas. Marcel entonces comienza a volver inteligible la experiencia, la deberá conceptualizar la experiencia sensorial ininteligible y volverla palabra. Trabajos citados: Proust, M. (2011). En busca del tiempo perdido. El camino de Swan. Madrid: Alianza. |
El sabor de las letrasEsta sección se encargará de analizar la presencia de los elementos gastronómicos y culinarios en la literatura. Archives
Mayo 2015
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