![]() Por Andrea Domínguez Saucedo No importa quién seas, de dónde vienes ni a qué te dedicas, algo es seguro, necesitas comer. Pero es evidente que la necesidad de comer no será resuelta de la misma manera y en las mismas condiciones para nadie. El poeta Pablo Neruda, miembro del partido Comunista de Chile, creía en la posibilidad de conciliar a la sociedad, alzar al grupo obrero de la miseria y alcanzar una equidad y justicia social. Inscribe a la realidad social en una alegoría del mundo y sus clases sociales en su poema titulado El gran mantel. El almuerzo es el momento del día en que la diferencia entre las clases sociales se manifiestan de la manera más cruda; porque el hombre de frac y mangas blancas no comerá de la misma manera que el campesino que labra el suelo y limpia su sudor con su camisa raída. Si dividimos el poema en dos partes, la primera consistiría en la dolorosa representación de una realidad excluyente, donde no existe la convivencia social. El acto de repartir el pan se ve anulado socio-económicamente. El almuerzo es gula para unos y dolor vacío y duro para otros: EL GRAN MANTEL Cuando llamaron a comer se abalanzaron los tiranos y sus cocotas pasajeras, y era hermoso verlas pasar como avispas de busto grueso seguidas por aquellos pálidos y desdichados tigres públicos. Su oscura ración de pan comió el campesino en el campo, estaba solo y era tarde, estaba rodeado de trigo, pero no tenía más pan, se lo comió con dientes duros, mirándolo con ojos duros. En la hora azul del almuerzo, la hora infinita del asado, el poeta deja su lira, toma el cuchillo, el tenedor y pone su vaso en la mesa, y los pescadores acuden al breve mar de la sopera. Las papas ardiendo protestan entre las lenguas del aceite. Es de oro el cordero en las brasas y se desviste la cebolla. Es triste comer de frac, es comer en un ataúd, pero comer en los conventos es comer ya bajo la tierra. Comer solos es muy amargo pero no comer es profundo, es hueco, es verde, tiene espinas como una cadena de anzuelos que cae desde el corazón y que te clava por adentro. Y una segunda parte es en la que existe un deseo, un anhelo de ver a todos sentados, todos los que no han comido y aquellos que comen de más, juntos, en esta gran comunión que unifica, incluye en el gran mantel del mundo. Tener hambre es como tenazas, es como muerden los cangrejos, quema, quema y no tiene fuego: el hambre es un incendio frío. Sentémonos pronto a comer con todos los que no han comido, pongamos los largos manteles, la sal en los lagos del mundo, panaderías planetarias, mesas con fresas en la nieve, y un plato como la luna en donde todos almorcemos. Por ahora no pido más que la justicia del almuerzo. El acto de sentarse a una mesa a comer, en comunión con el otro implica la creación o fortalecimiento de un lazo, comemos en familia, con los más cercanos y los más amados. Pensar en el alimento como un reflejo de la injusticia social deshumaniza una de las necesidades primarias de cualquier ser vivo; rompe el sentido de convivencia, porque no será fácil hacer que todos comamos sobre el mismo mantel. BIBLIOGRAFÍA http://yalepress.yale.edu/languages/pdf/agosin_hope_neruda.pdf
0 Comentarios
por Monserrat Acuña Murillo ![]() Poco puede ser dicho de alguien que decide tomar la sopa con tenedor. Después de un leve respingo quizás venga el momento del adjetivo: un idiota, a lo más, un extraño. Es evidente que la cuchara y el tenedor pertenecen al grupo de objetos que convencionalmente han sido elegidos para acompañar a la acción de alimentarse, del mismo modo, es indudable que éstos no son iguales, no sólo en sus funciones sobre la mesa, sino en su relación con el ser humano. Por un lado, está la cuchara, su forma cóncava nos recuerda la silueta del seno de una madre cuando amamanta. La cuchara es maternal, pues ya sea tomando la sopa o devorando un postre, la cuchara siempre será símbolo del calor y el dulzor característico de la infancia. Imaginar un avioncito cargado de papilla que cruza los cielos sólo para aterrizar en la boquita de un bebé es posible en la medida de que este avioncito sea una cucharilla que por su forma redonda nunca dañará con el contacto. Del otro lado está el tenedor. No es coincidencia que en la lengua portuguesa reciba el nombre de garfo, pues igual que la ausente mano del pirata el tenedor está hecho para pinchar. Es el cómplice que sostiene a la indefensa carne mientras el cuchillo la cercena. El tenedor nos remite a alimentos salados, a aquellos que deben ser atravesados para llegar a la boca. Su uso requiere una precisión que de no lograrse causaría daño fácilmente: sus terminales en punta hacen que no sea seguro para un niño que coma con tenedor sin un serio riesgo de lastimarse; el tenedor es signo y parte de la adultez. Por eso, la misma distancia que hay entre la dulzura cálida de lo materno y la sensualidad candente de la edad adulta que se acostumbra a pinchar, es la misma que separa al tenedor de la cuchara. Dos utensilios que no suplen el uso de las manos sino que perfecciona nuestra relación con todo aquello que para alimentarnos nos llevamos a la boca. Guardan un halo de misterio que se desvela al usarlos, pero que reservan a cada tiempo una particular manera de hacernos despertar a la necesidad de reposición que salvamos con cada alimento. Nuestro modo de estar en el mundo también se confirma en esa inseparable dualidad. Bibliografía recomendada: Tournier, Michel, El espejo de las ideas, Madrid: Acantilado, 2009. Por Lucía Rábago Canela
Aventurero, osado, ridículo. Asqueroso, incluso. Así es como normalmente es visto alguien que se atreve a experimentar con alimentos que, en teoría, no hacen ningún sentido. Maridajes exóticos provenientes de las imaginaciones más vívidas, o de felices accidentes, resultan en platillos inesperados, que, aunque son muchas veces desagradables, en otras ocasiones, cuando las estrellas se alinean y las musas de la gastronomía deciden hacer de las suyas, el resultado es un sabor completamente nuevo, no sólo disfrutable al paladar, sino que nada menos que asombroso. Un caso clave para ejemplificar las brillantes creaciones previamente mencionadas, es desde luego, la curiosa historia del origen del mole poblano. Éste tradicional platillo mexicano tuvo su origen en tiempos de la Nueva España, alrededor del año 1700 cuando las monjas encargadas de la cocina en el convento de Santa Rosa de Lima, en el estado de Puebla, tuvieron que improvisar un manjar en honor al virrey, quien iba a hacer una visita al lugar. Desprovistas de los ingredientes necesarios para la elaboración de cualquier manjar conocido, las religiosas hicieron una pasta en la que combinaron cuidadosamente dieciocho ingredientes distintos (entre los que cabe mencionar varias especies de chile seco, pasta de almendras, cacao y tortillas quemadas) hasta llegar al platillo sublime que conocemos hoy en día. Al conocer historias como la anterior, una duda se despierta. ¿Es posible, en medio del caos que representa nuestra realidad actual, elaborar platillos innovadores a partir de ingredientes que tradicionalmente no tienen nada que ver? La respuesta es desde luego afirmativa. Tan sólo hace un par de semanas tuve la fortuna de probar un platillo sin precedentes en una cena maridaje. El alimento en cuestión consistía en una especie de ceviche de atún fresco cuidadosamente colocado sobre una base crocante de ralladura de papa frita, (que ahora que recuerdo, tenía un ligerísimo tinte a naranja amarga) y se acompañaba de una salsa de maracuyá y aguacate. Si antes de probarlo me hubieran cuestionado acerca de la armonía entre los ingredientes del platillo, probablemente habría dicho que eran alimentos de mundos distintos. Que un pescado tan majestuoso y fuerte como el atún nada tenía que hacer con una fruta electrizante como la maracuyá. Habría cometido un gravísimo error al hacer esa afirmación. Ese platillo es, hasta la fecha, lo más delicioso que he probado en la vida. Entonces me pregunto si quizás fue en la idea de las felices (y aparentemente imposibles) coincidencias gastronómicas en la que el escritor británico Steven Moffat se basó para escribir la premisa con la que comienza el primer capítulo de la quinta serie del memorable programa de la BBC, Doctor Who. En dicho capítulo, al Doctor, en su onceava regeneración, le da un gravísimo ataque de hambre, y tras explorar y rechazar tajantemente una cantidad vasta de alternativas (desde manzanas hasta frijoles refritos, pasando por tocino frito y yogurt) el legendario Doctor decide que su nuevo platillo favorito consiste en la imposible combinación de dedos de pescado bañados con natilla. A lo largo de las tres temporadas en las que el Doctor es encarnado por el actor británico Matt Smith, la preparación de dedos de pescado con natilla es, definitivamente, el manjar con mayor cantidad de apariciones en la historia de la legendaria serie. Lo anterior ha suscitado dudas considerables entre los televidentes adeptos al canon británico de SciFi. ¿A qué saben los dedos de pescado con natilla? ¿Serán acaso algo exquisito, como lo plantean en la serie? Sin más, me despido dejando las dudas al aire. ¿Quién sabe? Quizás y la curiosidad por responderlas derivan en alguien creando el nuevo platillo del siglo. por Andrea Domínguez Saucedo ![]() Cierra los ojos y piensa en tu infancia; las personas, los olores, sabores, texturas, sonidos y colores ¿cómo suena y a qué huele? ¿a qué sabe? Ahora, piensa en un niño con la sonrisa más sincera que existe en el mundo, esa que es más grande que su pequeño rostro y está embadurnada en caramelo, es claro, la infancia tiene el sabor del azúcar. El nicaragüense, Rubén Darío habla del tiempo en el cuento “El caso de la señorita Amelia” y plantea la posibilidad de detenerlo a través del recuerdo. El personaje que cuenta su anécdota dentro de la historia es un elegante e ilustrado doctor al que nombra como Z. Éste narra su experiencia entre las tres hermanas de la familia Revall en Buenos Aires. A pesar de que el Doctor enamoraba indistintamente a las dos hermanas mayores, era Amelia, la menor de las tres con apenas 12 años, quien encendía el corazón del doctor; pues éste había quedado enamorado de la inocencia y pureza de la pequeña, quien lo recibía con emoción genuina diciendo: “¿Y mis bombones?”. Y es que es fácil recordar la infancia comiendo el caramelo favorito, y pensar en lo dulce del tiempo pasado, en ese en que se prefiere comer golosinas y chocolate antes que un café cargado por las mañanas. Para Amelia el tiempo se detuvo, y años más tarde, cuando al doctor la edad le cobraba en el atractivo, la dulce niña de 12 años aún pedía sus bombones. Hay una relación fundamental ya que lo dulce siempre se liga a la infancia, mientras que la sal a la vejez y la sabiduría. Comer dulces es un retorno a lo materno y una vuelta a lo impúber. Así como el azúcar conserva las frutas, del mismo modo, el hermoso recuerdo de los bombones conservó a Amelia en una infancia perpetua. Por Carla María Durán
La hora de la comida comienza, ¿qué desea usted de beber? ¿Qué brebaje tendrá el honor de acompañar sus alimentos y acentuar sus sabores? El líquido que consumimos en cualquier comida es tan importante como el plato principal, si no lo fuera, el hombre se habría conformado con beber agua, se hubiera evitado el esfuerzo de fermentar las uvas o de hacer del maíz una bebida para acompañar tamales. Lo que un personaje elige para tomar puede definir en dónde se encuentra parado, cómo ve la vida. El que toma el café negro, goza de la sustancia sin alteraciones, el que le pone azúcar le da un toque dulce a la amargura y quien le añade un lácteo regresa a la ternura materna de la primera infancia. Decidir sin vacilar qué bebida se quiere y cómo deberá de estar preparada, es una muestra de seguridad. En Las Batallas en el Desierto sucede una declaración de amor tierna y apasionada. Carlos, desesperado por un sentimiento que le presiona el pecho, huye de escuela a confesarle sus afecciones a Mariana, la madre de su amigo Jim. Es el niño valiente que va a decirle a su amada lo que siente, pero la amada ya es una mujer y él, aun con el coraje propio de un hombre, es solamente un niño apenado por un sentimiento que le pesa. Mariana es una mujer tierna, se preocupa por la agitación con la que llega Carlos a verla. Le interesa saber qué le pasa y que se calme. “¿Por qué andas tan exaltado? ¿Ha ocurrido algo en tu casa? ¿Tuviste un problema en la escuela? ¿Quieres un chocomilk, una cocacola, un poco de agua mineral?” (Pacheco, 2011) El ofrecimiento de las bebidas pasa por alto, Carlos no acepta ninguna de las tres opciones. Ni un chocomilk, ni una cocacola y menos una burbujeante agua mineral pueden apaciguar su mal de amores. Pero además, ninguna de las tres bebidas le va bien a quién es y a lo que está haciendo. Carlos le declara su amor a una mujer. Pero Carlos es Carlitos, es un niño. Mariana le ofrece un chocomilk al niño. La leche, la nutrición maternal por excelencia; el chocolate la golosina favorita de los infantes, en conjunto: la bebida de la inocencia, la bebida del infante. En lo que respecta a edad, Carlos tenía la talla para ese chocomilk. El niño, con el valor de un hombre le dice a Mariana está enamorado de ella. El hecho es digno de convertirlo en un adulto y pese a su edad la aburrida agua mineral pudo estar a la altura de Carlos. ¿Pero cómo engañar al tiempo? Sigue siendo un niño frente a una mujer de veintiocho años. La diferencia es tan grande que Carlos se puede ahogar en el agua mineral. Carlos pasa a ser un muchacho al declararle su amor a la madre de su amigo. No, porque si no se puede engañar al tiempo en lo que respecta a cantidades mucho menos en actitudes. Se apena de sus sentimientos, teme por lo que ella va a pensar de él, se disculpa de lo que le va a decir. No es un joven enamorado que no ve más allá de su cariño por Mariana, es un niño que sabe de lo inusual de su sentir. “Porque lo que vengo a decirle ⎯ ya de una vez, señora y perdóneme⎯ es que estoy enamorado de usted.” (Pacheco, 2011) Carlos no puede elegir una bebida al confrontar sus afectos porque es un niño jugando a ser hombre, no engaña al tiempo por cómo declara su amor. Pero el hecho es que Carlos no está parado en piso firme para que la bebida defina si su sustancia es la del niño, la del joven o la del adulto. Es mejor que no elija, que la pregunta se quede en el aire, que desaparezca en las demás palabras de Mariana, es demasiado pronto para que Carlos crezca o se quede niño solamente por saborear un chocomilk, una cocacola o un agua mineral. Sin edad no se puede tener una bebida para aplacar la sed en el desierto. BIBLIOGRAFÍA Pacheco, J. E. (2011). Las Batallas en el Desierto. México: Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos . |
El sabor de las letrasEsta sección se encargará de analizar la presencia de los elementos gastronómicos y culinarios en la literatura. Archives
Mayo 2015
Categories |