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terciopelo rojo

8/10/2014

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Por Héctor García

Jorge se mantenía abstraído en sus pensamientos, las extrañas formas que expulsaba el humo de su cigarro lo hipnotizaban. Sentado en el sofá de terciopelo rojo veía la abultada figura que el espejo le mostraba; con la mano derecha sostenía el tabaco, con la mano izquierda repasaba el abdomen crecido que el suéter resaltaba, pensó en el ya lejano momento en que quería ser pintor y se dijo que ése sería un excelente cuadro; un hombre grande sentado en un sofá frente a un espejo, fumando e iluminado tan sólo por una luz tenue que provenía de una lámpara colocada en el buró de al lado. Vio sus cejas pobladas, su cabello gris cenizo y una barba crecida que le rodeaba la boca. Sin dejar de ver su reflejo, aspiró una vez más hasta sentir la garganta llena de humo, exhaló levemente y carraspeó moviendo el bigote que desprendía un olor a vicio antiguo.
Mantuvo su vista fija en la persona de enfrente, la miraba directo a los ojos, dejó el cigarro que haba acabado en el cenicero, sacó uno nuevo y lo encendió sin perder detalle de la escena que se presentaba en sus ojos, se acercó lo suficiente hasta encontrarse con el otro sujeto rosando casi su nariz, levantó la mano que sostenía el tabaco y posó el cigarro en la boca disfrutando del contacto que mantenían sus labios con el filtro. Fumó con largas pausas y finalmente expulsó lo acumulado en la boca a quien también lo miraba, el espejo rechazó el humo esparciéndolo al choque. Su mano izquierda acarició de nuevo su abdomen. Las doce campanadas de un reloj que se oía lejano le provocaron pequeñas punzadas que le subía por la columna erizando sus cabellos, punzadas ligeras que le producían gozo en todo su cuerpo.
Sonrió a su reflejo y volteó para tomar calendario que se encontraba debajo de la lámpara a un lado del cenicero.

    —Por fin.— Exclamó despidiéndose de mes que partía, el humo dio la bienvenida al mes entrante desvaneciéndose en la palabra ‘Diciembre.’

Regresó el calendario a su lugar, apagó la lámpara y el cigarro. Subió a su habitación con una sonrisa que hace apenas unos minutos había formado, abrió su clóset. Miró los sacos y camisas arrugadas hasta encontrar el traje rojo de entre aquél montón de ropa.
Acarició el traje que sostenían sus manos y que le había hecho volver a los recuerdos de su añorado trabajo, dejó de sentir el vacío que su estómago había tenido por un año, a la mañana siguiente volvería a la plaza, y vería a aquellas personas a las que había extrañado, vería de nuevo a los rostros pequeños que tanto le gustaban.
Jorge se despertó con la misma sonrisa con la que se había acostado la noche anterior, en realidad, su sonrisa permaneció intacta durante sus horas de sueño.
Su día avanzó como siempre. Se paró, tomó un baño, se vistió con lo primero que encontró en el clóset, desayunó escuchando la estación que ahora reproducía los villancicos de temporada, fumó. Salió a caminar y regresó para sentarse en su sillón favorito a ver la televisión espero de manera impaciente la hora ansiada. Se quedó un largo rato viendo programas sin poner atención, cuando el reloj dio aviso con 7 campanadas graves decidió apagar la pantalla
Subió a su cuarto y del clóset extrajo su roja vestimenta y la guardó en una bolsa especial para protegerlo. Tomó llaves, dinero y cajetilla para salir al frío de la tarde que era casi una noche. Un colorido alumbrado pintaba las casas vecinas. Sin soltar su tesoro, sacó un encendedor y prendió un cigarro, al fumar exhaló también un poco de vaho.
Sus pasos eran pausados, una persona con un fuerte olor a tequila se acercó a pedirle dinero, Jorge lo esquivo comprobando el funcionamiento de sus reflejos a pesar de su edad, pero el hedor  que desprendía aquel hombre se coló con el olor a tabaco penetrando su nariz, el humo y el vaho le deformaban el pasillo alargado que proyectaba su vista hasta transmitirle una imagen de un lejano recuerdo. Los cantos de la calle se transformaban en otros sonidos.
     
    —¿Por qué chilla cabrón me tiene miedo?
    —No…
    —No escucho cabrón habla fuerte.
    —No señor.
    —Saliste igual de pendejo que tu mamá. ¡Oh chinga!¿Por qué está llorando? ¡No lo escucho carajo Hable fuerte!

Jorge mantenía un paso uniforme, entre cada fumada había un lapso de tiempo casi exacto a pesar de su momentánea inconsciencia.

    —¡A ver hijo de su chingada madre que deje de chillar!

Primer impacto. Aquél cuerpo se encontraba en el suelo con un rostro que empezaba a humedecerse.

    —¡Que no chille le digo!

Segundo, tercero,  golpe tras golpe el bulto indefenso del centro recibía los golpes que asemejaban martillos, las lágrimas se empezaban a combinar con la sangre que le brotaba del rostro.

   —Si saliste mariconcito verdad, órale pues, te voy a ir acostumbrando para lo que te espera. ¡Véngase cabrón! ¡Que no grite!

La figura que desprendía un olor a alcohol cogió al bulto casi inerte que no dejaba de sollozar, arrancó su playera con una mano y con la otra bajó el pantalón  de su víctima y la llevó hasta encontrar el miembro de lo que parecía su presa.
Le recorría el cuerpo entero, lo repasaba con el tacto y la mirada.

    —¡Ahora si cabrón a ver si sigues chillando!

Apartó su manos un momento para desabrocharse el cinturón y mostrar el endurecimiento que mostraba su excitación. Tomó casi sin esfuerzo al cuerpo que estaba frente a él y lo embistió varias veces como un toro que incrusta su cuerno en la carne de su verdugo. El dolor se combinaba ya en cada ápice del pequeño bulto, se volvía parte de él, la sangre y las lágrimas le escurrían por el rostro que había dejado de presentar perturbación.
Jorge sintió calor en sus dedos, tiró la colilla, cerró los ojos y carraspeó moviendo el bigote, miró de nuevo hacia adelante.
Su compañero nocturno se presentó ante él sonriendo de nuevo, llevaba la misma bolsa que Jorge sostenía.
Jorge se quedó de frente a su cómplice, lo miró a los ojos y le devolvió la sonrisa. La imagen enmarcada y plasmada en el vidrio negro de la puerta se partió en dos mostrando la mitad izquierda del cuerpo. Otra persona sustituyó a quien estaba segundos atrás.

    — ¡Jorge! Qué bueno que llegas. Ya hay muchos niños en la plaza. Por cierto buena barba, igual este año no necesitas la postiza. Córrele entra ya. ¿Sí estás listo, no?

Jorge no contestó, soltó una carcajada sonora y grave   y entró a la oficina, buscó el vestidor para empezar el rito que estaba esperando:
Frente al espejo, comenzó a quitarse la ropa, el suéter la camisa y el pantalón, abrió la bolsa negra que protegía el traje, metió sus piernas en el pantalón rojo, cubrió su cuerpo con el caso que adornaban botones y mangas blancas, y se entornó el cinturón sin apretarlo demasiado, sacó el gorro y lo colocó en su cabeza.
Salió del vestidor con el ánimo de interpretar a la perfección su papel.

    —Jorge vamos te acompaño al stand.

Se levantó el telón, las puertas que daban a la plaza se abrieron, gente con bolsas grandes recorría de izquierda a derecha y de arriba abajo el edificio.
En el centro de tráfico navideño Jorge distinguió el paraíso que había extrañado por 365 días.
Una extensa alfombra de nieve falsa tenía por encima de ella un árbol que llegaba casi hasta el techo cubierto con esferas con esferas y luces  rosas, amarillas o azules. Al pie de éste, una cabaña cerrada que tenía restos de nieve en el techo y entrada. En el jardín blanco, figuras de renos permanecían inmóviles a pesar de la vitalidad que mostraban sus cuerpos.
Subiendo las escaleras de la entrada de la cabaña, afuera de la puerta, una silla lo suficientemente grande para soportar el peso de Jorge, se exhibía como el trono que esperaba la llegada del rey, con cojines de terciopelo rojo y con bordes gruesos en color dorado y en la parte de arriba con letras grabadas se podía leer “Santa Clauss”

    —Bueno mano, te dejó, cualquier cosa me echas un grito voy a estar en el despacho.
   
Jorge caminó hacia su sitio que estaba protegido por cintas que resguardaban la entrada de los visitantes, tomó su lugar y una vez sentado observó una fila de niños que comenzaba a formarse.
Disfrutando a través de la vista, notó que un pequeño individuo vestido con el tono verde del árbol y cascabeles en mangas, zapatos y sombrero controlaba la entrada.
Niñas y niños caminaban hacia lo que se veía como una enorme figura, se sentaban en el muslo derecho de Jorge  y casi en su oído susurraban sus peticiones.
Jorge permaneció tranquilo ante el desfile de niños que uno a uno tomaban lugar en sus gruesas piernas, había niños con más cuerpo que otros, de piel blanca o morena, rubios castaños, con el cabello corto o largo, lacio o chino, había niñas más grandes que otras a las que se les notaba un par de diminutos bultos sobresaliendo en su pecho. Pero Jorge no le tomaba importancia, en realidad lo que más disfrutaba era el contacto que tenía con esos frágiles cuerpo, sentir su respiración cuando le hablaban al oído, sostenerlos con su pierna y acercarlos más hacia su cuerpo casi rozando su abdomen.
En los últimos 6 años había estado trabajando sin ningún problema, aprovechando momentos en que nadie veía  para tocar más allá de lo permitido, en ése tiempo, aprendió a controlar sus impulsos y nivelar sus momentos de mayor excitación para que nadie sospechara.
Pero esta vez, a punto de acabar la jornada del primer día, una última niña entró en su territorio.
   
    —Pasa Lorena, ahorita vengo, voy a estar en frente mira, ahí, ve con Santa y dile lo que quieres que te traiga.
Cabello castaño claro casi rubio y muy corto amarrado por un listón, una piel muy blanca, y la boca la ausencia de un diente, vestido con flores diminutas y una chamarra violeta.
A diferencia de otras niñas que Jorge había visto, ésta se le hizo particularmente linda, sintió la necesidad de tocarla, más cuando Lorena tenía el mismo aspecto de  quien fuera su primera víctima.

La primera vez que Jorge había tocado a un niño, había sido ya hace varios años, una vez que un amigo suyo le encargó a su hija, Jorge, en ése entonces pasaba largos ratos cerca de escuelas y parques pero no había estado tan cerca de un niño. Eran unas pocas horas las que iba a compartir con su protegida, sin rebasar los extremos, siendo esa su primera vez, se limitaba a  jugar con ella, acariciaba su rostro delicado, su pecho, sus piernas, la tocaba sin prisa por todas partes. Las risas de gozo, alegría y placer le alimentaban el cuerpo.

Jorge recordó ése momento cuando vio a Lorena,  a quien se le dibujo una sonrisa al ver al gran hombre de rojo frente a ella. Se sentó en la pierna de Jorge, sonriendo y mostrando el hueco de su joven dentadura, comenzó a hablar pidiendo sus regalos; un oso de peluche nuevo y tan grande como fuera posible , una muñeca, dos tal vez, pero Jorge no prestó atención, sólo la veía, la atrajo a su cuerpo y empezó a mecerla en su pierna, la erección se hizo presente, el levantamiento tocó la pierna de la niña, Jorge posó su mano en el muslo de la pequeña, lo acarició, estaba tibio, lo repasó explotando su sentido del tacto. La niña rio y Jorge introdujo su mano cada vez más allá de la falda hasta encontrar el minúsculo orificio que acarició repetidas veces.
Escuchó el golpeteó de tacones contra el suelo, apartó su mano.

    —Lorena corre ya vámonos despídete de Santa.
    —Mamiiii todavía no termino  de decirle  todo lo que quiero.
    —Ándale Lorena corre de todos modos vamos a volver mañana...
    —Está bien adiós Santa…

En las puertas de cristal Jorge distinguió a quien lo había acompañado en la noche, a quien lo recibido al llegar al trabajo, como el día anterior y como hace unas horas estaba sonriente, pero esta vez emitiendo una sonora carcajada que invadía la plaza que estaba casi vacía.

    —Jojojo

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