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Se compone acabándolo de romper.

2/8/2015

1 Comentario

 
Por Carla María Durán.

Clara Rodríguez tenía un amor despiadado por las cosas rotas. Miraba con cariño los fragmentos de esos inservibles objetos, los sacudía sintiéndolos indefensos y necesitados de ella porque nada podían hacer más que ser admirados por Clara y escucharla contar cómo los arreglaría.

Algún buen día se pondría a averiguar en qué parte de la tetera estaba la fuga y entonces podría hacerse un buen té de tila para relajarse y luego se metería en la tina de cemento para darse un largo baño, pero primero tendría que pegar las partes del tapón para que de hecho contuviera el agua. Cuando lo hiciera, todo sería  tan placentero que  al salir de ahí dormiría como una reina, por supuesto, dormir tan plácidamente sería más fácil si a su cama no le faltara una pata, pero cuando se la pusiera… ¡Eso sí que iba a ser dormir! Y nada la despertaría hasta que saliera el sol, salvo ese molesto chiflón de aire que se colaba por el vidrio roto de la ventana. “Ya lo arreglaré, ya lo arreglaré.” Se decía mientras sacudía cada parte del jarrón roto que tenía adornando la mesa.

En medio de su amor por lo inservible, Clara se aseguró de contraer matrimonio con alguien así.  Toño estaba roto por donde se le viese.  Salía alrededor de las once de la mañana de su casa, todavía con el almohadazo por un lado, los pantalones por debajo de la barriga (porque era imposible que le subieran más), y por supuesto sin bañar.

¾ ¡Ya me voy a chambiar, vieja!

Y en lugar de irse a ver en casa de qué rico de ofrecía que le diera una recortada al zacate, iba a plantar las nalgas en la cantina de Don Pepe. Mientras Clarita se quedaba en casa sacudiendo todo lo que no servía. Apenas juntaba para comprarse un kilito de arroz y otro de fríjol, muy a fuerzas sacaba para pagar la renta y casi siempre la casa se quedaba sin agua y sin luz, pero salía del apuro tejiendo chambritas y zapatitos para bebé. Amor era lo único que podía explicar por qué se adhería a Toño.  Sucio, de mal carácter, borracho, dejando a su mujer a la deriva un día sí y al otro también.

Antonio era muy parecido al mueble de los cajones atascados que tenía Clara en el dormitorio. Ahí parado sin servir para nada, ni de adorno porque ya anticuado y desgastado ni quien lo quisiera ver. Así habitada Toño la mente de su esposa, roto, descompuesto y como todo: algún día ella lo iba a arreglar. Juraba que lo haría un marido decente, un hombre proveedor  y cariñoso.

Un día malo, Don Pepe no abrió la cantina, colgó un moño negro en la entrada y cerrada se quedó. Ningún otro lugar abría a la misma temprana hora a la que a Toño se le antojaba beber, lo cual solamente empeoró su mal talante, además sin la bebida sentía hambre, su gran barriga gruñía exigiéndole alimento.

¾ ¡Clara! ¡Sírveme de comer, chingá!

Clara casi se tropezó por servirle los fríjoles con arroz. Entonces Toño por poco le reventó el plato en la cara al quitárselo de enfrente con un manotazo. Vociferó sobre lo holgazana que era para cocinar y que no era posible que bajo su pinche techo solamente hubieran unos putos fríjoles con gorgojos y esa chingadera de arroz blanco para tragar. Toño terminó la cagotiza metiéndole una bofetada a su mujer.

Clara salió disparada a su recamara y se atrincheró en ella llorando desconsolada. De todas las barbaridades que  había hecho Antonio antes, nunca le había pegado. Clara tenía la cara empapada y oía a su marido gritonear y patear cosas. Luego vino la calma, el llanto de ella pasó a ser quedo y él dejó de hacer ruido.

¾Clarita, Clarita, perdóname. Tú sabes cómo me pone de malas tener hambre.

Su voz del otro lado de la puerta era dulce como cuando en sus juventudes echaban novio por la ventana. Cómo le había gustado en aquel entonces que le hablara así.

¾Mira, Clarita, yo te prometo no volverte a alzar la mano, antes que se me caiga el brazo entero. Y el lunes me voy pa’ esos rumbos de ricos y me echo cinco jardines pa’ que nos alcance pa’ que te hagas unos taquitos dorados.

Y tan dulcemente le siguió diciendo “Clarita, esto. Clarita, lo otro.”  Que Clarita abrió la puerta y terminó en sus brazos. Su carita redonda contra el pecho de su marido, aceptándolo de vuelta, creyendo en que estaría arreglado para el lunes. Pero inició la semana y Toño volvió a perderse todo el día en la cantina  y a llegar borracho  y sin dinero para comprar lo de los taquitos dorados. Entre golpe y golpe de las agujas de tejer se caían las lágrimas de Clara. Otra vez ella sola iba a sacar el buey de la barranca.

Empezó a hacerse de noche, dejó de tejer, miró el foco fundido de la sala. Él no le prometía que algún día cuando pudiera pagara la luz iba a iluminar como un foco nuevo. Estaba ahí fundido, sin promesas, completamente inútil. La silla con el respaldo roto  que tenía a su lado tampoco le contaba mentiras, se sabía incompleta, más cercana a ser un banco que una silla y no ilusionaba a Clara con estar arreglada por arte de magia. La tele mosquitera rota que amablemente dejaba pasar a los sancudos a que le zumbaran los oídos y le picaran las piernas no le decía: “Clarita, mañana me voy a entrelazar con el resto de la tela y ningún mosquito te va a molestar.”

El fregadero que goteaba en la cocina, el mecate reventado en el tendero, las cortinas con hoyos, su falda azul sin elástico en la cintura… Ninguno de sus bellos objetos rotos le decía las mentiras que su marido le contaba. Toño era un inconsciente de su mal, no se veía a sí mismo completamente inservible, aún tenía ánimos para creer que podía componerse sólo.

Clara dio un brinco al oír algo golpear y hacer por las escaleras de la vecindad. Pero no salió hasta oír los gritos de su marido. Se lo encontró más borracho que nunca tirado al inicio de la escalera, no había podido subir si quiera el primer escalón.

¾¡Pinche puto Pepe! ¡Ya no eres compa! ¡A los compas no se les corre, se les aguanta la peda!

Su esposa lo miraba arrastrarse hacia arriba de la escalera. Ese ropero de hombre incapaz de levantarse, subiendo de la manera más patética. Para cuando ya estaba a punto de acabar de subir, a Clara le llegó un olor a vómito. Nunca antes le había clavado los ojos con tal desprecio a su marido.

¾¿Y tú qué me ves pendeja? ¡Ayúdame a levantarme!

Y Clara lo ayudó a ponerlo de pie, y Toño confió en ella. Apoyó su peso hacia enfrente, en Clara se sostuvo y ella tomó el tonelaje de su marido para empujarlo, ella lo soltó. El borracho rodó por toda la escalera que había subido arrastrándose y habría continuado rebotando por el patio de la vecindad pero su cabeza frenó el viaje chocando con una maceta de barro, le rompió el cráneo.

Después de un tiempo en el hospital Toño estaba en casa, en la cama sin una pata, en el cuarto en el que se colaba el chiflido de aire helado. Sin poderse parar para ir a la cantina de Don Pepe, más indefenso que la mesa tembeleque y apolillada de la casa. Toño era completamente dependiente de Clara, como la puerta del patio que no cerraba si no le amarraba un mecatito. Su marido ya sin poder levantarle la mano ni la voz la hacía inmensamente feliz. Inmóvil y sin poder prometerle que se compondría era otra cosa rota que atesorar. 

1 Comentario
Paloma Guzmán
5/8/2015 09:32:35 am

El texto maravilloso, una historia tejida sin defectos. Lástima los errores de captura, que son bastantes. Mis felicitaciones a la autora y un jalón de orejas para la/el capturista del blog.

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