Por Mariana Escoto Maldonado Así, de traje y solemne le hacía el flaco favor de querer a la humilde dama. Escena funesta fue aquella cuando, abriendo su amplio pecho, la tomó primero de los brazos y con suave amor jaló sus hombros y los inclinó a su animal anatomía: sus alas cubrieron sus ojos, su pico acariciaba sus mejillas, sus humanas garras desprendían el camisón y la mujer, juntó a él, parecía como dada a luz, tan desnuda, tan lagrimosa. Cuánto preámbulo hubo antes de la caza de la víctima, quise decir, de su querida, la más querida dama que la orbe hubiera conocido.
Tan amada, tan bien acompañada en su última velada. La dama sería despedida sí, por un ave de rapiña, brutal, masculino, sí, por su amante, buen mozo, dulcísimo amante del camino. La sórdida hambre contenida del amante empezó con un puñado de besos, luego en las profundidades del cráneo clavó una hórrida pluma, sí, del hombre ave que vuela, vuela, vuela, dejando correr las aguas purpúreas donde la amada posó su último sueño de amor.
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Por Andrea Domínguez Saucedo
Los preparativos empezaron desde muy temprano. Limpió la habitación blanca de arriba abajo, paredes, ventanas, la puerta pesada de metal. Tendió la cama y buscó con las enfermeras unos cuantos adornos, quizá una corona para la puerta y un par de esferas rojas para la ventana. _ Maricela, sabes que puedes cenar con nosotras, ¿verdad?_ le dijo Lucía, la enfermera de planta que la cuidaba, mientras ponía un poco de rubor en sus mejillas casi azules. _ Sí, es muy linda usted. _ sonrió mostrando unas cuantas arrugas alrededor de los ojos_ pero esta noche vendrán todos, ayer lo dijeron… ¿Sí supiste que vinieron? ¡Todos! El viejo dijo que no vendrían, pero vinieron… nunca le creo a ese viejo. _ Maricela… _ Lucía miró en los ojos de la paciente de 40 años la esperanza. Una punzada le atravesó el pecho. _ Te ves hermosa. _ Eres la más linda… sí, sí, sí, la más bella. Como mi mamá. Ayer mamá se veía hermosa, parece que los años no la alcanzan, y papá, él siempre es muy elegante. Mi hermano Franc, sigue siendo un niño. ¿Supiste que ayer vinieron? ¡Todos! Dijeron que vendrían para navidad… o sea, hoy. Hoy es navidad. _ Sí, hoy es navidad. Quisiera conocer a tu familia, deben ser tan hermosos como tú. _ Cuando lleguen te echo un grito. Ellos querrán conocerte, sí, sí, sí… me has cuidado tan bien mamá tendrá un lindo regalo para ti. Oye… no le digas al viejo que vendrán, él siempre quiere que no vengan… es malo. _ No le diré una sola palabra, Mari. Me llamas cuando lleguen. _ Sí, sí, sí. Lucía salió con el corazón partido de la habitación blanca de Maricela. Ya habían pasado 19 años desde el accidente. No fueron suficientes las terapias, tampoco la hospitalización. Año tras años, desde los 21, la mujer de cabello corto y oscuro, cara pálida y huesos agudos esperaba sentada hasta las nueve de la noche. Después, eufórica saludaba a las sombras y las besaba. Les hablaba de la universidad que nunca terminó, del auto y del dolor mientras comía aire sabor a pavo relleno y romeritos en mole. Por Monserrat A.
Un gran banquete y este vacío que resuena en los pasillos del supermercado, como un villancico en la tierra sin inviernos. Vendrán los días jubilosos: el pavo y la tía, el suicida en Noche Buena, el puto árbol y el heno en el suelo. Eso. Cuántos farsantes vestidos de rojo, cuánto dolor disimulado entra la nieve de unicel. Por Héctor García
Debo confesar que, ante todo, el desagrado que me provoca la gente no es algo sintomático de mi cansancio mental, ni mucho menos algo arbitrario. Por supuesto que no. Es una repulsión que se ha alimentado cada año de manera progresiva. Respecto a este punto debo agregar el hecho de que, sin motivo aparente, los gestos y actitudes de las personas que me observan, parecieran advertir mi disgusto hacia ellos aún cuando éste no escapa por ningún resquicio o fisura, únicamente se trata de un diálogo interno; exquisito manjar de comentarios e injurias hacia las actitudes deplorables de la gente que, por ejemplo, aún leyendo las palabras de numerosos letreros insisten en estacionarse frente a la entrada o que viendo cómo a un compañero peatón se le cae la cartera, de inmediato, la patean hacia el arbusto más cercano para poder cogerla sin que alguien más tenga la posibilidad de participar del tesoro o peor aún: devolverlo. Pero los peores, son los que reducen de manera considerable mi ganancia de la única fuente de ingresos que tengo, aquellos que roban lo que por derecho es mío, y no me refiero los que fingen de alguna enfermedad (la ceguera se ha puesto de moda), para obtener mediante la caridad unos cuantos pesos recaudados a cambio de, eso sí, una pieza musical, ni muy entonada, ni muy conocida pero sí muy conmovedora. Me refiero, por el contrario, a aquellos que sin sudar gota de su frente o de cualquier otro poro de piel, se hacen de efectivo vendiendo paletas de hielo; recargándose sobre una pared del centro de la ciudad al lado de un mendigo que, dispuesto a permanecer con las piernas entumidas, lleva no menos de un día cultivando con exceso de paciencia, la espera de que unas cuantas monedas caigan directo a la mano cada vez más morena por el altruismo del sol. Son los peores; he visto cómo miran hacia la gente con cierto desdén de petulancia y soberbia, conscientes de un poder que les es otorgado cada verano. Aprovechan las horas más intensas del calor para repicar las pequeñas campanas, cual clérigo al medio día, para llamar la atención de los desdichados. La gente, apresurada, ignora doblemente mi presencia; la natural, la que siempre desaparece aunque no esté nadie a mi lado y la segunda; cuando reciben el cambio y prefieren, tras ver hacia mi lugar con la mirada llena de incertidumbre, guardar la única moneda que les ha sido devuelta. Parecería que la solución más sencilla sería, en todo caso, moverme. Sin embargo considero de una naturaleza imposible el hecho de que exista otra idea más estúpida que esa. Invitaría a cualquiera a caminar una sola cuadra después de que a lo largo del día las piernas se mantuvieron en una posición inusual. Del mismo modo, cada esquina está protegida por estos enviados de Dios que alejan los demonios con el repicar de sus campanas. Al oírlos caminar uno se da cuenta, por el sonido que sale de sus bolsillos, que no necesitan más ayuda de la necesaria; terminan la jornada con la misma sonrisa, de origen casi diabólico, que ponen cuando acuden sus clientes. — ¿Oiga y usted no se cansa de andar todo el día ahí sentado? Ah, nos e preocupe total ya está bajando el sol. Tenga a ver pa’ que le alcanza con lo que ya junto hoy. Por Lucía Rábago
El trovador, aquel niño al que el mundo había obligado a crecer demasiado pronto, levantó la mirada de la guitarra. El viento ululó, y las hojas muertas en las que estábamos sentados crujieron; el bosque reprochaba la ausencia de música. Los ojos del trovador me hacían consciente de la desnudez de mi alma, a pesar del vestido azul que llevaba puesto. En un larguísimo instante, me contó todo lo que sabía acerca de las flores, de las palabras y del tiempo. Mientras tanto, yo rompía palitos con las manos. Les concedió la palabra al silencio y al bosque; su mirada se desvió hacia un pájaro que nos sobrevolaba. Me sacudí las manos en la falda, y lo acompañé en la tarea de seguir al ave con los ojos. Fue entonces cuando le pregunté sobre el amor. El aire se enrareció y tembló al pasar, como si la pregunta hubiese invocado un dolor que el tiempo mismo intentaba olvidar. El trovador, sin responder, puso los dedos sobre las cuerdas del instrumento, y cantó, con voz queda, una canción larga y triste sobre un ser etéreo de ojos marinos. Cuando terminó, agachó la cabeza, mientras pesadas y silenciosas lágrimas trazaban surcos húmedos por sus mejillas. Lo abracé, pero el trovador ya no estaba ahí. Le dediqué palabras dulces, parecidas a aquellas que hacía tanto y tan poco habíamos discutido. Pero el trovador ya no regresó. Por Mariana Uribe
Con las rodillas en la hierba. Y la mirada fija al frente. La dejan salir por las mañanas a tomar el aire fresco. Se sienta y observa. A veces ríe. A veces llora sin razón aparente, pero normalmente sólo está quieta en el suelo, haciendo pedacitos las hojas secas. Las mira como se mira el bien más preciado. No deja que nada la perturbe en tarea. Un día se comió una mariposa que, al sentirla quieta, fue a posarse cerca de sus pies. Nunca antes vi a alguien tan inconmovible. Entre aleteos la atrapó con la mano; se la metió a la boca y la tragó sin pestañear. Supo de mi asombro aun sin mirarme, y de pronto sintió la necesidad de justificarse. Fue de las pocas veces que abrió la boca para hablarme. —Es la belleza de lo grotesco —dijo, y me mostró sus palmas—; podrías hacerme un agujero en el estómago y la mariposa saldría volando. Son sólo los pensamientos de una mente retorcida. Me senté a su lado. —Si la dejaba, moriría sola y nadie iba a recordarla… inevitable. Una mariposa más. Muerta al marchitarse su belleza. Acabo de salvar su vida —afirmó—. Ahora somos uno. Yo, me he vuelto más hermosa y ella: vivirá por siempre. En tu cabeza, en tus recuerdos. Jamás olvidarás el día en que me comí a la mariposa-. Cuando tuve que irme me di cuenta. A lo largo del jardín había rosales, sin rosas. Ella también comía flores. Por Héctor García
Terminado el concierto, los aplausos no se hicieron esperar. La multitud permaneció de pie unos minutos y tras cerrarse el telón todos salimos con la firme idea de culminar el día rendidos sobre el colchón. El viento fresco había disipado las nubes de la tarde por lo que la amenaza de lluvia se había esfumado con ellas. Decidí caminar dándole la espalda a la gente que buscaba tomar el transporte para regresar a sus casas. Las calles vacías, cada vez más silenciosas, permitían oír el silbido del viento que apartaba los murmullos de la multitud. La luz de los faroles hacían visible una neblina que el aire juntaba haciéndola cada vez más densa. La temperatura descendía con cada paso. Frente a mis ojos, y con cierta violencia, una sombra se desprendió de un callejón que estaba por delante de mí. —Debió tomar un atajo—pensé haciendo un cálculo de las cuadras a las que nos encontrábamos del auditorio. Exhalé asustado por la irrupción de su presencia. Dejé escapar vaho por mi boca; metí mis manos en las bolsas de la gabardina imitando a quien hacía unos segundos se había integrado a mi camino. Reduje mi velocidad al sentir que tomábamos la misma dirección. Traté de examinar sus movimientos, me era difícil imaginar sus aspecto; la niebla se tornó más densa impidiéndome distinguir alguna marca o rasgo particular de su ropa. Apenas le veía la espalda y el vaho que dejaba escapar por la baja temperatura, bien podría haber sido humo pero no percibí olor a tabaco. Por alguna razón, sin dejar de sentirme contrariado, desvié mi camino de origen, aquella sombría figura me había envuelto en su misterioso andar tan solitario como el mío. Tenía impregnada en mí la necesidad de saber hacia dónde se dirigía no importando si descubría hasta dónde era capaz de llevarme la curiosidad; la intriga. Si por azar lo hiciera, fácilmente tomaría otra dirección. La piel de mis manos, sensible a las bajas temperaturas, comenzó a desquebrajarse; extraje el último cigarro de la cajetilla y mientras lo encendía vi cómo aquella sombra apresuraba más su paso. Está impaciente por llegar me dije. Lo seguí aumentando también la velocidad para no perderlo entre la niebla tratando de no hacer movimientos que le permitieran advertirme o que pudieran perturbarlo. Iba cada vez más rápido; trotando, corriendo. Por inercia, ambos nos vimos inmersos en una carrera en la que, al menos yo, no asomaba un fin. Aún detrás de la densa niebla distinguí aquella sombra alargando uno de sus brazos mientras se adentraba al callejón. Parecía como si empuñara un arma. Fui tras él esperando resolver pronto el enigma. Sentí la mano más fría, la palma helada una vez que el tabaco había terminado de consumirse. Observaba, desde el filo del callejón, un punto parpadeante, una diminuta llama incandescente se desprendía con la sombra de aquella obscuridad; temblaba, suplicándome que soltara el revólver, el cigarro se mantenía inseguro sobre sus labios, no paraba de suplicar; disparé. Por Héctor García
Jorge se mantenía abstraído en sus pensamientos, las extrañas formas que expulsaba el humo de su cigarro lo hipnotizaban. Sentado en el sofá de terciopelo rojo veía la abultada figura que el espejo le mostraba; con la mano derecha sostenía el tabaco, con la mano izquierda repasaba el abdomen crecido que el suéter resaltaba, pensó en el ya lejano momento en que quería ser pintor y se dijo que ése sería un excelente cuadro; un hombre grande sentado en un sofá frente a un espejo, fumando e iluminado tan sólo por una luz tenue que provenía de una lámpara colocada en el buró de al lado. Vio sus cejas pobladas, su cabello gris cenizo y una barba crecida que le rodeaba la boca. Sin dejar de ver su reflejo, aspiró una vez más hasta sentir la garganta llena de humo, exhaló levemente y carraspeó moviendo el bigote que desprendía un olor a vicio antiguo. Mantuvo su vista fija en la persona de enfrente, la miraba directo a los ojos, dejó el cigarro que haba acabado en el cenicero, sacó uno nuevo y lo encendió sin perder detalle de la escena que se presentaba en sus ojos, se acercó lo suficiente hasta encontrarse con el otro sujeto rosando casi su nariz, levantó la mano que sostenía el tabaco y posó el cigarro en la boca disfrutando del contacto que mantenían sus labios con el filtro. Fumó con largas pausas y finalmente expulsó lo acumulado en la boca a quien también lo miraba, el espejo rechazó el humo esparciéndolo al choque. Su mano izquierda acarició de nuevo su abdomen. Las doce campanadas de un reloj que se oía lejano le provocaron pequeñas punzadas que le subía por la columna erizando sus cabellos, punzadas ligeras que le producían gozo en todo su cuerpo. Sonrió a su reflejo y volteó para tomar calendario que se encontraba debajo de la lámpara a un lado del cenicero. —Por fin.— Exclamó despidiéndose de mes que partía, el humo dio la bienvenida al mes entrante desvaneciéndose en la palabra ‘Diciembre.’ Regresó el calendario a su lugar, apagó la lámpara y el cigarro. Subió a su habitación con una sonrisa que hace apenas unos minutos había formado, abrió su clóset. Miró los sacos y camisas arrugadas hasta encontrar el traje rojo de entre aquél montón de ropa. Acarició el traje que sostenían sus manos y que le había hecho volver a los recuerdos de su añorado trabajo, dejó de sentir el vacío que su estómago había tenido por un año, a la mañana siguiente volvería a la plaza, y vería a aquellas personas a las que había extrañado, vería de nuevo a los rostros pequeños que tanto le gustaban. Jorge se despertó con la misma sonrisa con la que se había acostado la noche anterior, en realidad, su sonrisa permaneció intacta durante sus horas de sueño. Su día avanzó como siempre. Se paró, tomó un baño, se vistió con lo primero que encontró en el clóset, desayunó escuchando la estación que ahora reproducía los villancicos de temporada, fumó. Salió a caminar y regresó para sentarse en su sillón favorito a ver la televisión espero de manera impaciente la hora ansiada. Se quedó un largo rato viendo programas sin poner atención, cuando el reloj dio aviso con 7 campanadas graves decidió apagar la pantalla Subió a su cuarto y del clóset extrajo su roja vestimenta y la guardó en una bolsa especial para protegerlo. Tomó llaves, dinero y cajetilla para salir al frío de la tarde que era casi una noche. Un colorido alumbrado pintaba las casas vecinas. Sin soltar su tesoro, sacó un encendedor y prendió un cigarro, al fumar exhaló también un poco de vaho. Sus pasos eran pausados, una persona con un fuerte olor a tequila se acercó a pedirle dinero, Jorge lo esquivo comprobando el funcionamiento de sus reflejos a pesar de su edad, pero el hedor que desprendía aquel hombre se coló con el olor a tabaco penetrando su nariz, el humo y el vaho le deformaban el pasillo alargado que proyectaba su vista hasta transmitirle una imagen de un lejano recuerdo. Los cantos de la calle se transformaban en otros sonidos. —¿Por qué chilla cabrón me tiene miedo? —No… —No escucho cabrón habla fuerte. —No señor. —Saliste igual de pendejo que tu mamá. ¡Oh chinga!¿Por qué está llorando? ¡No lo escucho carajo Hable fuerte! Jorge mantenía un paso uniforme, entre cada fumada había un lapso de tiempo casi exacto a pesar de su momentánea inconsciencia. —¡A ver hijo de su chingada madre que deje de chillar! Primer impacto. Aquél cuerpo se encontraba en el suelo con un rostro que empezaba a humedecerse. —¡Que no chille le digo! Segundo, tercero, golpe tras golpe el bulto indefenso del centro recibía los golpes que asemejaban martillos, las lágrimas se empezaban a combinar con la sangre que le brotaba del rostro. —Si saliste mariconcito verdad, órale pues, te voy a ir acostumbrando para lo que te espera. ¡Véngase cabrón! ¡Que no grite! La figura que desprendía un olor a alcohol cogió al bulto casi inerte que no dejaba de sollozar, arrancó su playera con una mano y con la otra bajó el pantalón de su víctima y la llevó hasta encontrar el miembro de lo que parecía su presa. Le recorría el cuerpo entero, lo repasaba con el tacto y la mirada. —¡Ahora si cabrón a ver si sigues chillando! Apartó su manos un momento para desabrocharse el cinturón y mostrar el endurecimiento que mostraba su excitación. Tomó casi sin esfuerzo al cuerpo que estaba frente a él y lo embistió varias veces como un toro que incrusta su cuerno en la carne de su verdugo. El dolor se combinaba ya en cada ápice del pequeño bulto, se volvía parte de él, la sangre y las lágrimas le escurrían por el rostro que había dejado de presentar perturbación. Jorge sintió calor en sus dedos, tiró la colilla, cerró los ojos y carraspeó moviendo el bigote, miró de nuevo hacia adelante. Su compañero nocturno se presentó ante él sonriendo de nuevo, llevaba la misma bolsa que Jorge sostenía. Jorge se quedó de frente a su cómplice, lo miró a los ojos y le devolvió la sonrisa. La imagen enmarcada y plasmada en el vidrio negro de la puerta se partió en dos mostrando la mitad izquierda del cuerpo. Otra persona sustituyó a quien estaba segundos atrás. — ¡Jorge! Qué bueno que llegas. Ya hay muchos niños en la plaza. Por cierto buena barba, igual este año no necesitas la postiza. Córrele entra ya. ¿Sí estás listo, no? Jorge no contestó, soltó una carcajada sonora y grave y entró a la oficina, buscó el vestidor para empezar el rito que estaba esperando: Frente al espejo, comenzó a quitarse la ropa, el suéter la camisa y el pantalón, abrió la bolsa negra que protegía el traje, metió sus piernas en el pantalón rojo, cubrió su cuerpo con el caso que adornaban botones y mangas blancas, y se entornó el cinturón sin apretarlo demasiado, sacó el gorro y lo colocó en su cabeza. Salió del vestidor con el ánimo de interpretar a la perfección su papel. —Jorge vamos te acompaño al stand. Se levantó el telón, las puertas que daban a la plaza se abrieron, gente con bolsas grandes recorría de izquierda a derecha y de arriba abajo el edificio. En el centro de tráfico navideño Jorge distinguió el paraíso que había extrañado por 365 días. Una extensa alfombra de nieve falsa tenía por encima de ella un árbol que llegaba casi hasta el techo cubierto con esferas con esferas y luces rosas, amarillas o azules. Al pie de éste, una cabaña cerrada que tenía restos de nieve en el techo y entrada. En el jardín blanco, figuras de renos permanecían inmóviles a pesar de la vitalidad que mostraban sus cuerpos. Subiendo las escaleras de la entrada de la cabaña, afuera de la puerta, una silla lo suficientemente grande para soportar el peso de Jorge, se exhibía como el trono que esperaba la llegada del rey, con cojines de terciopelo rojo y con bordes gruesos en color dorado y en la parte de arriba con letras grabadas se podía leer “Santa Clauss” —Bueno mano, te dejó, cualquier cosa me echas un grito voy a estar en el despacho. Jorge caminó hacia su sitio que estaba protegido por cintas que resguardaban la entrada de los visitantes, tomó su lugar y una vez sentado observó una fila de niños que comenzaba a formarse. Disfrutando a través de la vista, notó que un pequeño individuo vestido con el tono verde del árbol y cascabeles en mangas, zapatos y sombrero controlaba la entrada. Niñas y niños caminaban hacia lo que se veía como una enorme figura, se sentaban en el muslo derecho de Jorge y casi en su oído susurraban sus peticiones. Jorge permaneció tranquilo ante el desfile de niños que uno a uno tomaban lugar en sus gruesas piernas, había niños con más cuerpo que otros, de piel blanca o morena, rubios castaños, con el cabello corto o largo, lacio o chino, había niñas más grandes que otras a las que se les notaba un par de diminutos bultos sobresaliendo en su pecho. Pero Jorge no le tomaba importancia, en realidad lo que más disfrutaba era el contacto que tenía con esos frágiles cuerpo, sentir su respiración cuando le hablaban al oído, sostenerlos con su pierna y acercarlos más hacia su cuerpo casi rozando su abdomen. En los últimos 6 años había estado trabajando sin ningún problema, aprovechando momentos en que nadie veía para tocar más allá de lo permitido, en ése tiempo, aprendió a controlar sus impulsos y nivelar sus momentos de mayor excitación para que nadie sospechara. Pero esta vez, a punto de acabar la jornada del primer día, una última niña entró en su territorio. —Pasa Lorena, ahorita vengo, voy a estar en frente mira, ahí, ve con Santa y dile lo que quieres que te traiga. Cabello castaño claro casi rubio y muy corto amarrado por un listón, una piel muy blanca, y la boca la ausencia de un diente, vestido con flores diminutas y una chamarra violeta. A diferencia de otras niñas que Jorge había visto, ésta se le hizo particularmente linda, sintió la necesidad de tocarla, más cuando Lorena tenía el mismo aspecto de quien fuera su primera víctima. La primera vez que Jorge había tocado a un niño, había sido ya hace varios años, una vez que un amigo suyo le encargó a su hija, Jorge, en ése entonces pasaba largos ratos cerca de escuelas y parques pero no había estado tan cerca de un niño. Eran unas pocas horas las que iba a compartir con su protegida, sin rebasar los extremos, siendo esa su primera vez, se limitaba a jugar con ella, acariciaba su rostro delicado, su pecho, sus piernas, la tocaba sin prisa por todas partes. Las risas de gozo, alegría y placer le alimentaban el cuerpo. Jorge recordó ése momento cuando vio a Lorena, a quien se le dibujo una sonrisa al ver al gran hombre de rojo frente a ella. Se sentó en la pierna de Jorge, sonriendo y mostrando el hueco de su joven dentadura, comenzó a hablar pidiendo sus regalos; un oso de peluche nuevo y tan grande como fuera posible , una muñeca, dos tal vez, pero Jorge no prestó atención, sólo la veía, la atrajo a su cuerpo y empezó a mecerla en su pierna, la erección se hizo presente, el levantamiento tocó la pierna de la niña, Jorge posó su mano en el muslo de la pequeña, lo acarició, estaba tibio, lo repasó explotando su sentido del tacto. La niña rio y Jorge introdujo su mano cada vez más allá de la falda hasta encontrar el minúsculo orificio que acarició repetidas veces. Escuchó el golpeteó de tacones contra el suelo, apartó su mano. —Lorena corre ya vámonos despídete de Santa. —Mamiiii todavía no termino de decirle todo lo que quiero. —Ándale Lorena corre de todos modos vamos a volver mañana... —Está bien adiós Santa… En las puertas de cristal Jorge distinguió a quien lo había acompañado en la noche, a quien lo recibido al llegar al trabajo, como el día anterior y como hace unas horas estaba sonriente, pero esta vez emitiendo una sonora carcajada que invadía la plaza que estaba casi vacía. —Jojojo Por Mariana Uribe
Aún no amanece, y el Perro Negro ya enciende un tabaco en la oscuridad. Se ha sentado al filo de la cama, adivino desde lejos su silueta —desgarbada, desvaída, deforme—. Lo imagino revolviendo con la mano los mechones de pelo azabache que caen sobre sus hombros. Observo la naturalidad con que mantiene el cigarrillo entre sus dedos firmes. Alcanzo a oír la chispa que lo enciende. Y crujen y rechinan sus pulmones henchidos de humo negro. Veo las nubes pluriformes jugar con los hilos de luz blanca que escapan por entre las cortinas rasgadas de su habitación. Entonces me siento a ver cómo su casa se torna calle. Se oscurecen poco a poco las paredes hasta volverse muros lóbregos de callejón sin salida. Se vuelven acera sus sábanas nejas. Se levanta de la cama y se hace luz con el sonido del interruptor, como la luz de la luna que resplandece en lo alto. Bate la cola y aúlla al cielo. Luna, no te vayas nunca. Flaco, sucio, ojeroso, con la cabeza gacha. Y los ojos tristes. Aunque hermosos, ausentes; como piedras ámbar, enmarcadas por dos espesas cejas negras. Luna, no te vayas nunca. Fuma, fuma y le enseña los dientes a la aurora. Ni revolucionario ni rebelde con causa. Fuma el Gran Perro Negro hasta que sale el sol; papel amarillo maltratado por el tiempo. Sin razón de ser. Miente la facha de aventurero. Mienten sus pasos cansados y su mirada en el horizonte. No anda en busca del límite del mundo. Nomás’ arrastra las patas por el asfalto caliente. Triste e inevitablemente consumido por los vicios que procura como cura contra sus propios demonios y culpas. Digno de admirar. Digno de temer. Y sin afán de reconocimiento va el Perro caminando por entre los pies de las personas. Sin dueño ni destino, como una sombra. Disfrutando la caricia muerta de las manos caídas de los transeúntes. Mientras, termina el tercer acto y hay aplausos. Risas. Bravos. “La época dorada de Manuel Sasia bajo la luz del reflector” El sudor bajando lentamente por su frente, las gotas saladas le recorren el cuello. Se ha convertido en héroe, en amante, en dios. […]Pero yo, que lo he visto rogarle a un hombre por un trozo de carne, que lo he visto arrastrar las patas y golpear los muros con la cara, que lo he escuchado noches enteras rechinar los dientes, que he dormido sobre la cordillera helada de su espalda; yo que le he lavado la sangre del rostro, le llamo Época Negra a las horas —entre los aplausos y la aurora— en que el Gran Sasia es más perro que artista. “¡Miren al actor convertirse en bestia!” Y despertar sobresaltado a mitad de la noche. Escúchenlo deambular por la casa, sin poder volver a dormir hasta haberle reprochado a la Luna sus olvidos. Fuma tabaco tras tabaco y sobre mi pecho: muere. Luna, no te vayas nunca. Pido, cuando lo acompaño en sus ruegos. |
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