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pabellón de las tranquilas

24/12/2014

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Por Andrea Domínguez Saucedo

Los preparativos empezaron desde muy temprano. Limpió la habitación blanca de arriba abajo, paredes, ventanas, la puerta pesada de metal. Tendió la cama y buscó con las enfermeras unos cuantos adornos, quizá una corona para la puerta y un par de esferas rojas para la ventana.

_ Maricela, sabes que puedes cenar con nosotras, ¿verdad?_ le dijo Lucía, la enfermera de planta que la cuidaba, mientras ponía un poco de rubor en sus mejillas casi azules.

_ Sí, es muy linda usted. _ sonrió mostrando unas cuantas arrugas alrededor de los ojos_ pero esta noche vendrán todos, ayer lo dijeron… ¿Sí supiste que vinieron? ¡Todos! El viejo dijo que no vendrían, pero vinieron… nunca le creo a ese viejo.

_ Maricela… _ Lucía miró en los ojos de la paciente de 40 años la esperanza. Una punzada le atravesó el pecho. _ Te ves hermosa.

_ Eres la más linda… sí, sí, sí, la más bella.                             Como mi mamá. Ayer mamá se veía hermosa, parece que los años no la alcanzan, y papá, él siempre es muy elegante.    Mi hermano Franc, sigue siendo un niño. ¿Supiste que ayer vinieron? ¡Todos! Dijeron que vendrían para navidad… o sea, hoy. Hoy es navidad.

_ Sí, hoy es navidad. Quisiera conocer a tu familia, deben ser tan hermosos como tú.

_ Cuando lleguen te echo un grito. Ellos querrán conocerte, sí, sí, sí… me has cuidado tan bien                                     mamá tendrá un lindo regalo para ti.                                  Oye… no le digas al viejo que vendrán, él siempre quiere que no vengan… es malo.

_ No le diré una sola palabra, Mari. Me llamas cuando lleguen.

_ Sí, sí, sí.

Lucía salió con el corazón partido de la habitación blanca de Maricela. Ya habían pasado 19 años desde el accidente. No fueron suficientes las terapias, tampoco la hospitalización. Año tras años, desde los 21, la mujer de cabello corto y oscuro, cara pálida y huesos agudos esperaba sentada hasta las nueve de la noche. Después, eufórica saludaba a las sombras y las besaba. Les hablaba de la universidad que nunca terminó, del auto y del dolor mientras comía aire sabor a pavo relleno y romeritos en mole.

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