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La última función

20/7/2015

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Por Héctor García

La venganza podía más que el deseo de Astor, siempre eclipsado por la figura imponente de Marissa. Convirtiéndose al fin, después de años de trabajo, en la misma sobra de ella. “¡Andate y firmá, che! ¿Qué esperás?”. Era el eco perpetuo en la cabeza de Astor. Su agente había conseguido una gira de un año acompañado de una nueva pareja. Astor no dudaba: iba a firmar,

no sin antes despedirse de Marissa.

Cuando la luna entró por la ventana. Supo que el momento había llegado. Caminó hasta el baño en medio de la semiobscuridad de la pieza. Prendió la lámpara que colgaba por encima del espejo, se embarró la barba de espuma, tomó la navaja, que había afilado horas antes, y la arrastró removiendo el vello facial. Calmó con alcohol y un pedazo de papel las heridas provocadas <<Suficiente filo>> pensó.

Después de ponerse el traje, limpió la navaja y la guardó en el bolsillo con el pequeño frasco de cloroformo. Antes del salir, se acercó al buró apara inhalar el par de rayas que había preparado desde la tarde; la cocaína, en forma de cuarto creciente, era el polvo lunar que alimentaba su impaciencia.

El aire calmaba el ardor de su cara, pero el calor, provocado por el ritmo frenético de sus latidos, le recorría el cuerpo. <<La última función>> se repetía continuamente.

La navaja iba y venía en su bolsillo, sentía el movimiento. Las pupilas dilatadas le mostraron, a pesar de la lejanía, su destino: “El Gran Salón”.

Entró por la puerta trasera caminando hacia el camerino. Marissa aún se estaba cambiando, no escuchó la llegada de Astor. La puerta entreabierta del vestidor permitía ver su silueta desnuda, la profundidad de los pequeños orificios que tenía por arriba de las nalgas. La misma invitación que tantas veces se le había negado a Astor:

—No somos esa clase de pareja nene. No hasta que me alcances.

Con el vestido puesto, Marissa modelaba para sí con la misma pose que se presentaba en el cartel: “Marissa Olivares 24 de Octubre. ÚLTIMA FUNCIÓN”. A pesar de los años que habían compartido. El nombre de Astor permanecía en letras pequeñas apenas legibles.

Aprovechó el ritual de la pasarela para acercarse a los perfumes del estante. Sabía cuál era la fragancia de Marissa, tomó el indicado y vertió unas gotas del frasco que llevaba. Suficientes para que Marissa pudiera bailar aunque sufriera los estragos en cada vuelta. De su barbilla, una gota de sangre cayó al perfume, lo devolvió a su lugar y se limpió con la manga el punto rojo de su barbilla. Presionó hasta detener la sangre.

—Mirá vos, te volviste a cortar.

El carmesí de sus labios era también el de su vestido. Astor se inclinó a saludarla, la navaja tocó de nuevo su pierna acelerándole el palpitar; el correr veloz de la sangre aumentaba su ansiedad. Se sabía con la camisa empapada pero no se quitó el saco.

Marissa levantó el perfume y roció su cuello con el aroma del azahar que tanto le gustaba. Dio un giro y notó la pesadumbre en los párpados. <<Se puso demasiado carajo>>. Practicó unas vueltas más, algunos pasos y se mantuvo en pie. Las respiraciones agitadas de Astor cesaron al verla conservando el equilibrio.

—Ya está, a veces me olvido lo fuerte que es este perfume. Salgamos nene.

Sus nombres se oyeron en todas las bocinas del lugar. Al anunciarse la tercera llamada se hizo una obscuridad envolvente. Un parpadeo bastó para que se iluminara el escenario. <<Es hora>>.

Acordeón, violín y piano comenzaron a sonar. Astor tomó la mano de Marissa abrazándola por la espalda. Colocó su pie detrás del de ella y lo arrastró estirándole la pierna mientras, con la mano derecha le alzaba el brazo. La giró empujando con la mano libre su cintura. La miró de frente percibiendo el mareo en los ojos de Marissa. Bajó la mano que tenía sobre la cintura hasta el muslo, y levantó la pierna de Marissa.

—Más despacio nene—susurraba con voz jadeante.

Recorrían la pista, daban vueltas y cuando Astor la alejaba, lo hacía con la fuerza suficiente para quebrarle los huesos, pero Marissa no podía huir, estaba a merced de su sombra. Un giro más. Abrazándola de nuevo por la espalda, Astor olía el azahar, el cloroformo y el miedo. Abandonada a la confusión de sus ojos, a la debilidad de su vista, Marissa no podía situar un punto fijo, pero no cedería a pesar de que el cuerpo dejaba de responderle. Atrapó a Astor con la pierna izquierda, envolviéndolo con la esperanza de retenerlo, de fundirse de nuevo; demasiado tarde, su sombra y ella eran dos cuerpos distintos. Una vuelta más y Astor la tenía de nuevo en sus ojos. Sintió la navaja en su

pierna y mientras giraba a Marissa la sacó del bolsillo. Retuvo la navaja en la manga del saco. Marissa contuvo el aire; el ritmo cardiaco le parecía un frenesí bestial y en su rostro ya sólo ardía el destello de una mirada agonizante. Astor abrió la navaja y recorrió con ella el cuello hasta la espalda baja de Marissa, sintiendo la profundidad de los orificios y saboreando el sudor moribundo. Por la espalda de Marissa, una gota ennegrecida que le dibujaba la línea de su columna, se perdió en el carmesí de su vestido; los brazos de Marissa carecían de cualquier tipo de fuerza, la muerte en sus ojos había terminado con el último acorde del tango. Con la ovación de la gente, la función de Astor apenas comenzaba.

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