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La Sombra

18/3/2015

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Por Mariana Escoto Maldonado

¿Alguna vez te has detenido a mirar tu propia sombra? En donde posas la mirada, ya sea involuntariamente, te persigue: larga y oscura como la boca del diablo. Ocurrió así, la sombra, nunca fue tan mía como aquel día; esto que te digo fue en la mismísima facultad de filosofía. Allí todo lo que en el habita parece haberse detenido en el tiempo: las puertas de espinosa madera, el piso acromático. Pero el huésped por excelencia, más que el tiempo, más que el polvo que lo envejece todo, son las sombras. Las ves por todas partes, bajo los muebles, detrás de las puertas, a la salida de cualquier aula. Nadie se fija en ellas, nadie pone alto a su rutina para preguntarse por qué el hostigamiento de aquel espectro que se dispersa impío como una enfermedad. Pero yo siempre he estado allí para ver los hechos más ominosos: ominosus, todo aquello cargado de malos presagios. Lo supe desde mi infancia, cuando por primera vez vi mi sombra.

Un cielo electrizado se  derramó en un abrir y cerrar de ojos sobre los muros y toda el agua corría a prisa sobre las ventanas. La lluvia había alcanzado ese pedazo de mundo, ese viejo edificio: el patio barroco parecía deshacerse. Todo tenía una extraña apariencia, mi vista me engañaba: de mis ojos nacían pesadas cataratas. Subí las escaleras para ir a un lugar seco, pero me encontré con aquel mural, con aquel sujeto inanimado, como sacerdote que sostenía un pliego de papel. Él también tenía una sombra bajo sus pies que aparecía y desaparecía según le diera la luz del exterior. Yo que soy testigo de las pesadillas que se sueñan despierto, vi como una uña de luz invadió un lado de la pintura, y se recorría, y se recorría… entonces, la sombra del padre apareció. Me fui de ahí. Subí el resto de las escaleras y apresuré mi caminar por el pasillo. La pesadumbre no tardó en llegar, sentí todo su peso en las suelas de mis zapatos: era mi sombra dispuesta a marcar mis pasos. Y si hubiera corrido, seguro no la hubieras visto porque eres un distraído, pero me encontraste esa vez muerta de miedo y no me dijiste nada, sólo alcanzaste a decir que llovía y que mis zapatos se habían   puesto sucios. Ahora te digo que mires bien: era la sombra que estaba dispuesta a subírseme hasta la cabeza como un muerto.

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