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GAJES DEL OFICIO

26/11/2014

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Por Héctor García

Debo confesar que, ante todo, el desagrado que me provoca la gente  no es algo sintomático de mi cansancio mental, ni mucho menos algo arbitrario. Por supuesto que no. Es una repulsión que se ha alimentado cada año de manera progresiva. Respecto a este punto debo agregar el hecho de que, sin motivo aparente, los gestos y actitudes de las personas que me observan, parecieran advertir mi disgusto hacia ellos aún cuando éste no escapa por ningún resquicio o fisura, únicamente se trata de un diálogo interno; exquisito manjar de comentarios e injurias hacia las actitudes deplorables de la gente que, por ejemplo, aún leyendo las palabras de numerosos letreros insisten en estacionarse frente a la entrada o que viendo cómo a un compañero peatón se le cae la cartera, de inmediato, la patean hacia el arbusto más cercano para poder cogerla sin que alguien más tenga la posibilidad de participar del tesoro o peor aún: devolverlo. Pero los peores, son los que reducen de manera considerable mi ganancia de la única fuente de ingresos que tengo, aquellos que roban lo que por derecho es mío, y no me refiero los que fingen de alguna enfermedad (la ceguera se ha puesto de moda), para obtener mediante la caridad unos cuantos pesos recaudados a cambio de, eso sí, una pieza musical, ni muy entonada, ni muy conocida pero sí muy conmovedora. Me refiero, por el contrario, a aquellos que sin sudar gota de su frente o de cualquier otro poro de piel, se hacen de efectivo vendiendo paletas de hielo; recargándose sobre una pared del centro de la ciudad al lado de un mendigo que, dispuesto a permanecer con las piernas entumidas, lleva no menos de un día cultivando con exceso de paciencia, la espera de que unas cuantas monedas caigan directo a la mano cada vez más morena por el altruismo del sol. Son los peores; he visto cómo miran hacia la gente con cierto desdén de petulancia y soberbia, conscientes de un poder que les es otorgado cada verano. Aprovechan las horas más intensas del calor para repicar las pequeñas campanas, cual clérigo al medio día, para llamar la atención de los desdichados. La gente, apresurada, ignora doblemente mi presencia; la natural, la que siempre desaparece aunque no esté nadie a mi lado y la segunda; cuando reciben el cambio y prefieren, tras ver hacia mi lugar con la mirada llena de incertidumbre, guardar la única moneda que les ha sido devuelta. Parecería que la solución más sencilla sería, en todo caso, moverme. Sin embargo considero de una naturaleza imposible el hecho de que exista otra idea más estúpida que esa. Invitaría a cualquiera a caminar una sola cuadra después de que a lo largo del día las piernas se mantuvieron en una posición inusual. Del mismo modo, cada esquina está protegida  por estos enviados de Dios que alejan los demonios con el repicar de sus campanas. Al oírlos caminar uno se da cuenta, por el sonido que sale de sus bolsillos, que no necesitan más ayuda de la necesaria; terminan la jornada con la misma sonrisa, de origen casi diabólico, que ponen cuando acuden sus clientes.
    — ¿Oiga y usted no se cansa de andar todo el día ahí sentado? Ah, nos e preocupe total ya está bajando el sol.     Tenga  a ver pa’ que le alcanza con lo que ya junto hoy.

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