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BÁRBARA

25/3/2015

1 Comentario

 
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Por Carla María Durán Ugalde 


El vicio no era pulirles los ojos cafés, verdes, o azules; no era hacerles las pelucas con pelo rizado o trenzado; coserles vestidos naranjas o rosas, tampoco;  irles pintando las pestañas con aquella calma, menos. No era su adicción hacerlas niñas, bebés o señoras, que se les viera un diente o dos, con el cuerpo más curveadito, más gordita, más flaquilla, morena o blanca. El gran goce de don Ernesto no se encontraba en el acto de llenar los moldes con la porcelana líquida e irles dando personalidad a sus nenitas. Esa era poca cosa. 

Hacer una de sus nenas era cosa fácil y alegre. Tarareaba boleros cuando unía las piezas, cuando cosía los encajes, cuando les acababa de pintar la boca. Terminaba a una de sus nenitas y hasta ese momento es que comenzaba el verdadero éxtasis de Ernesto. Verlas tan perfectas, tan bonitas, con cada cabello en su lugar y los vestiditos impecables no le erizaba ni un milímetro de la piel. Las veías terminadas y no le brillaban los ojos.

Dejar a sus creaciones en el suelo, sentaditas⎯sosteniendo la puerta decorativamente⎯; las dejaba muy a la orilla de la repisa, hasta arriba de un mueble demasiado alto para ser tan enclenque, sin cuidado al borde de la mesa de trabajo, donde le diera el sol para que se destiñera el vestido y se picaran sus encajes y que sus mejillas y sus labios rojos palidecieran… El caso era buscarles el lugar más peligroso. En ese momento Ernesto ya se saboreaba el gusto que le iba a dar lo que iba a pasar, salivaba por que llegara ese gusto.

Ernesto adoraba saber que sus muñecas estaban en peligro de muerte. En el mejor de los casos podía dejarlas en las manos pegajosas de sus tres terribles nietecitas, oír que corrían con la muñeca en brazos por las escaleras, que las aventaban por los cielos para atraparlas, que una tiraba del brazo y la otra de las piernas en una pelea por la más bonita, saber que en las manos de Lucrecia, Martina y Catalina no estaban a salvo. Era donde sentía el deleite. 

Nada les prohibía Ernesto a sus nietas. Podían correr, subir, bajar y romper las muñecas de porcelana que les hacía. Jamás se molestaba cuando llegaban con el moco escurriendo y la carita humedecida, en un berrido que nadie comprendía y en las manos las piezas de la muñeca. Ernesto tomaba las partes y se iba a su taller. “Puedo arreglarla.” Decía más para sí mismo que para cualquiera de las niñas.

Pero cuando estaba en el taller pegando las piezas, componiendo la peluca, puliéndoles los ojitos, cambiándoles los harapos por un vestidito decente, Martina, Catalina y Lucrecia tenían prohibido respirar con demasiada fuerza. “SSSSSsssssHHHhhhhhhhhhhh!!! SSSssssssssHHHHHHHHhhhhhh!!!!”  Ernesto las callaba por detrás de la puerta y poco le importaba  qué estaban haciendo sus nietas, solamente quería silencio. 

Ernesto gozaba enormemente de observar a la muñeca rota. Verla en piezas, deshecha, triste, sin ese brillo original e inocente de cuando era nueva, incompleta, triste. Ernesto tomaba cada pieza con una ternura que le llenaba las manos; detrás de sus anteojos, su mirada abrazaba tiernamente a la nenita de porcelana. Tan frágil, tan bella, tan rota, todo el gusto de Ernesto era saber que las podía reparar. 

La noche del 23 de enero terminó de ajustarle su sombrero púrpura a Bárbara. Así se iba a llamar la nueva pelirroja de labios rojos, la de los cachetes pecosos y los ojos verdes. Ernesto sostuvo a Bárbara en sus manos, sintió que le sonrió. Bárbara era diferente a Carmina, Alejandra, Jesica, Luisa, Norma… No era como ninguna de las muñecas que había hecho antes.

Ernesto puso a Bárbara  en el piso del recibidor. Ahí pronto alguien la iba a patear y se rompería. Pero cuando el anciano recibía visitas notaban de inmediato la muñeca. La admiraban por largo rato, elogiaban el trabajo de Ernesto y ni por asomo un pie rozaba a Bárbara. La cambió a una repisa y cuando escuchó que la sirvienta la tiraba al sacudir, se regocijó. Después hizo tremendo coraje porque Juanita le dijo: “Se me cayó patrón, pero ire, no le paso naida.”  Ernesto la movió mil veces de lugar y lo más que pasaba era que notaban su belleza resplandecer de mil maneras.

Su último recurso eran Martina, Lucrecia y Catalina, en sus manos iba a acabar hecha trizas. Era tan bonita que las tres iban a querer jugar con ella al mismo tiempo. Llegaron el domingo a las once de la mañana y lo primero que vieron fue a la pelirroja. Catalina quedó encantada en sus ojos verdes, tan encantada que no se atrevió a tocarla, supo que era hermosa porque albergaba vida. Lucrecia dijo: “me da miedo aunque no sea mala.” Martina había corrido a esconderse debajo de la cama de su abuelo. Cuando fueron sus hermanas a buscarla, les dijo: “ella sabe nuestros nombres.” Ni por error se atrevieron a ponerle un dedo encima a Bárbara.

Pasaron semanas y la paciencia de Ernesto se iba terminando. Bárbara miraba a su creador con una risita en la comisura de los labios. Ella no le iba a dar el gusto de ser reparada, se iba a mantener completa. Al hombre ya se le caía el pelo solamente de mirarla, ¿qué le costaba ser una delicada muñeca de porcelana que se rompía con aquella facilidad? Bárbara dijo “no quiero.” Y todo podía pasar, menos lo que ella no deseaba.

Un domingo las nietas estaban correteándose por la casa. Martina se tropezó con un tapete y empujó a Lucrecia, quien chocó con la mesita en la que estaba luciéndose Bárbara. Salió volando con todo y sombrero púrpura y por ella se lanzaron las manos de Catalina. La volvió a poner en su lugar, estaba aterrada de haberla tocado con todo y que era tan bella. “No te pasó nada, bonita.” Le dijo al irse alejando de ella.  Ernesto lo vio todo. Esa fue la gota que derramó el vaso. 

Tomó a Bárbara por el cabello y la metió al taller, se encerró junto con ella. Afuera las niñas seguían gritando y sus pasos resonaban en toda la casa. Aventó la muñeca sobre la mesa de trabajo. Maldijo su ocurrencia de hacer a una pelirroja de ojos verdes. ¿Cómo se llamaba ella? Cortó el vestido, no tenía tiempo de desabotonarlo. Se acordaba de ella, de su risa fácil, de cómo lo veía sin mirarlo, él no era nada para ella. A tirones le quitó el sombrero, casi le arranca la cabeza. Pero sí se había sentado a platicar con él. Le buscó algún daño en el torso, en los brazos, las piernas. Hasta lo besó una vez. Nada. ¿En la cabeza? Pero ella no se parecía en nada a alguna otra mujer que lo hubiera enamorado. No. Tal vez la peluca estaría mal puesta, el cabello enredado. Ella era perfecta. ¿Cómo se llamaba? Su cabello era una seda. La odió cuando rechazó casarse con él. 

Desembonó la cabeza del cuerpo. “Creo que me debieron de haber puesto Bárbara.” Así se burlaba ella de su nombre. A él le gustaba. Le sacó los ojos. Le gustaba toda ella. Aun con sus locuras, él le podía cambiar el mundo ¿Pero cómo se llamaba? Ahí estaba el problema. Los ojos tenían un defecto desde la fábrica. Un diminuto pedacito del vidrio estaba cascado. Bárbara había estado rota desde el principio. “No me caso contigo. Yo no necesito que me arreglen. Yo me quiero morir rota.” ¿Cómo se llamaba ella? La dejó caer de una buena vez al piso. 

Afuera, los juegos de las niñas cesaron. Catalina abrió la puerta del taller. Lucrecia y Martina asomaron las cabezas, “El abuelo ya no quería a Bárbara” “Nunca la quiso” murmuraba el par. Catalina se acercó a los restos de la muñeca. Tomó un ojito que había quedado intacto, lo miró con ternura, le dijo “Creo que tenía más ojos de Minerva que de Bárbara.”



1 Comentario
Anon
31/3/2015 11:31:22 am

Morir amado por alguien que admira y respeta tus imperfecciones o morr amado por alguien que en tus imperfecciones busca sacar lo mejor de unl mismo?
Morir por alguien que simplemente te observa y tolera, o morir amado por alguien que en tus desperfectos encuentra tu mas grande belleza?

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