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Se compone acabándolo de romper.

2/8/2015

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Por Carla María Durán.

Clara Rodríguez tenía un amor despiadado por las cosas rotas. Miraba con cariño los fragmentos de esos inservibles objetos, los sacudía sintiéndolos indefensos y necesitados de ella porque nada podían hacer más que ser admirados por Clara y escucharla contar cómo los arreglaría.

Algún buen día se pondría a averiguar en qué parte de la tetera estaba la fuga y entonces podría hacerse un buen té de tila para relajarse y luego se metería en la tina de cemento para darse un largo baño, pero primero tendría que pegar las partes del tapón para que de hecho contuviera el agua. Cuando lo hiciera, todo sería  tan placentero que  al salir de ahí dormiría como una reina, por supuesto, dormir tan plácidamente sería más fácil si a su cama no le faltara una pata, pero cuando se la pusiera… ¡Eso sí que iba a ser dormir! Y nada la despertaría hasta que saliera el sol, salvo ese molesto chiflón de aire que se colaba por el vidrio roto de la ventana. “Ya lo arreglaré, ya lo arreglaré.” Se decía mientras sacudía cada parte del jarrón roto que tenía adornando la mesa.

En medio de su amor por lo inservible, Clara se aseguró de contraer matrimonio con alguien así.  Toño estaba roto por donde se le viese.  Salía alrededor de las once de la mañana de su casa, todavía con el almohadazo por un lado, los pantalones por debajo de la barriga (porque era imposible que le subieran más), y por supuesto sin bañar.

¾ ¡Ya me voy a chambiar, vieja!

Y en lugar de irse a ver en casa de qué rico de ofrecía que le diera una recortada al zacate, iba a plantar las nalgas en la cantina de Don Pepe. Mientras Clarita se quedaba en casa sacudiendo todo lo que no servía. Apenas juntaba para comprarse un kilito de arroz y otro de fríjol, muy a fuerzas sacaba para pagar la renta y casi siempre la casa se quedaba sin agua y sin luz, pero salía del apuro tejiendo chambritas y zapatitos para bebé. Amor era lo único que podía explicar por qué se adhería a Toño.  Sucio, de mal carácter, borracho, dejando a su mujer a la deriva un día sí y al otro también.

Antonio era muy parecido al mueble de los cajones atascados que tenía Clara en el dormitorio. Ahí parado sin servir para nada, ni de adorno porque ya anticuado y desgastado ni quien lo quisiera ver. Así habitada Toño la mente de su esposa, roto, descompuesto y como todo: algún día ella lo iba a arreglar. Juraba que lo haría un marido decente, un hombre proveedor  y cariñoso.

Un día malo, Don Pepe no abrió la cantina, colgó un moño negro en la entrada y cerrada se quedó. Ningún otro lugar abría a la misma temprana hora a la que a Toño se le antojaba beber, lo cual solamente empeoró su mal talante, además sin la bebida sentía hambre, su gran barriga gruñía exigiéndole alimento.

¾ ¡Clara! ¡Sírveme de comer, chingá!

Clara casi se tropezó por servirle los fríjoles con arroz. Entonces Toño por poco le reventó el plato en la cara al quitárselo de enfrente con un manotazo. Vociferó sobre lo holgazana que era para cocinar y que no era posible que bajo su pinche techo solamente hubieran unos putos fríjoles con gorgojos y esa chingadera de arroz blanco para tragar. Toño terminó la cagotiza metiéndole una bofetada a su mujer.

Clara salió disparada a su recamara y se atrincheró en ella llorando desconsolada. De todas las barbaridades que  había hecho Antonio antes, nunca le había pegado. Clara tenía la cara empapada y oía a su marido gritonear y patear cosas. Luego vino la calma, el llanto de ella pasó a ser quedo y él dejó de hacer ruido.

¾Clarita, Clarita, perdóname. Tú sabes cómo me pone de malas tener hambre.

Su voz del otro lado de la puerta era dulce como cuando en sus juventudes echaban novio por la ventana. Cómo le había gustado en aquel entonces que le hablara así.

¾Mira, Clarita, yo te prometo no volverte a alzar la mano, antes que se me caiga el brazo entero. Y el lunes me voy pa’ esos rumbos de ricos y me echo cinco jardines pa’ que nos alcance pa’ que te hagas unos taquitos dorados.

Y tan dulcemente le siguió diciendo “Clarita, esto. Clarita, lo otro.”  Que Clarita abrió la puerta y terminó en sus brazos. Su carita redonda contra el pecho de su marido, aceptándolo de vuelta, creyendo en que estaría arreglado para el lunes. Pero inició la semana y Toño volvió a perderse todo el día en la cantina  y a llegar borracho  y sin dinero para comprar lo de los taquitos dorados. Entre golpe y golpe de las agujas de tejer se caían las lágrimas de Clara. Otra vez ella sola iba a sacar el buey de la barranca.

Empezó a hacerse de noche, dejó de tejer, miró el foco fundido de la sala. Él no le prometía que algún día cuando pudiera pagara la luz iba a iluminar como un foco nuevo. Estaba ahí fundido, sin promesas, completamente inútil. La silla con el respaldo roto  que tenía a su lado tampoco le contaba mentiras, se sabía incompleta, más cercana a ser un banco que una silla y no ilusionaba a Clara con estar arreglada por arte de magia. La tele mosquitera rota que amablemente dejaba pasar a los sancudos a que le zumbaran los oídos y le picaran las piernas no le decía: “Clarita, mañana me voy a entrelazar con el resto de la tela y ningún mosquito te va a molestar.”

El fregadero que goteaba en la cocina, el mecate reventado en el tendero, las cortinas con hoyos, su falda azul sin elástico en la cintura… Ninguno de sus bellos objetos rotos le decía las mentiras que su marido le contaba. Toño era un inconsciente de su mal, no se veía a sí mismo completamente inservible, aún tenía ánimos para creer que podía componerse sólo.

Clara dio un brinco al oír algo golpear y hacer por las escaleras de la vecindad. Pero no salió hasta oír los gritos de su marido. Se lo encontró más borracho que nunca tirado al inicio de la escalera, no había podido subir si quiera el primer escalón.

¾¡Pinche puto Pepe! ¡Ya no eres compa! ¡A los compas no se les corre, se les aguanta la peda!

Su esposa lo miraba arrastrarse hacia arriba de la escalera. Ese ropero de hombre incapaz de levantarse, subiendo de la manera más patética. Para cuando ya estaba a punto de acabar de subir, a Clara le llegó un olor a vómito. Nunca antes le había clavado los ojos con tal desprecio a su marido.

¾¿Y tú qué me ves pendeja? ¡Ayúdame a levantarme!

Y Clara lo ayudó a ponerlo de pie, y Toño confió en ella. Apoyó su peso hacia enfrente, en Clara se sostuvo y ella tomó el tonelaje de su marido para empujarlo, ella lo soltó. El borracho rodó por toda la escalera que había subido arrastrándose y habría continuado rebotando por el patio de la vecindad pero su cabeza frenó el viaje chocando con una maceta de barro, le rompió el cráneo.

Después de un tiempo en el hospital Toño estaba en casa, en la cama sin una pata, en el cuarto en el que se colaba el chiflido de aire helado. Sin poderse parar para ir a la cantina de Don Pepe, más indefenso que la mesa tembeleque y apolillada de la casa. Toño era completamente dependiente de Clara, como la puerta del patio que no cerraba si no le amarraba un mecatito. Su marido ya sin poder levantarle la mano ni la voz la hacía inmensamente feliz. Inmóvil y sin poder prometerle que se compondría era otra cosa rota que atesorar. 

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La última función

20/7/2015

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Por Héctor García

La venganza podía más que el deseo de Astor, siempre eclipsado por la figura imponente de Marissa. Convirtiéndose al fin, después de años de trabajo, en la misma sobra de ella. “¡Andate y firmá, che! ¿Qué esperás?”. Era el eco perpetuo en la cabeza de Astor. Su agente había conseguido una gira de un año acompañado de una nueva pareja. Astor no dudaba: iba a firmar,

no sin antes despedirse de Marissa.

Cuando la luna entró por la ventana. Supo que el momento había llegado. Caminó hasta el baño en medio de la semiobscuridad de la pieza. Prendió la lámpara que colgaba por encima del espejo, se embarró la barba de espuma, tomó la navaja, que había afilado horas antes, y la arrastró removiendo el vello facial. Calmó con alcohol y un pedazo de papel las heridas provocadas <<Suficiente filo>> pensó.

Después de ponerse el traje, limpió la navaja y la guardó en el bolsillo con el pequeño frasco de cloroformo. Antes del salir, se acercó al buró apara inhalar el par de rayas que había preparado desde la tarde; la cocaína, en forma de cuarto creciente, era el polvo lunar que alimentaba su impaciencia.

El aire calmaba el ardor de su cara, pero el calor, provocado por el ritmo frenético de sus latidos, le recorría el cuerpo. <<La última función>> se repetía continuamente.

La navaja iba y venía en su bolsillo, sentía el movimiento. Las pupilas dilatadas le mostraron, a pesar de la lejanía, su destino: “El Gran Salón”.

Entró por la puerta trasera caminando hacia el camerino. Marissa aún se estaba cambiando, no escuchó la llegada de Astor. La puerta entreabierta del vestidor permitía ver su silueta desnuda, la profundidad de los pequeños orificios que tenía por arriba de las nalgas. La misma invitación que tantas veces se le había negado a Astor:

—No somos esa clase de pareja nene. No hasta que me alcances.

Con el vestido puesto, Marissa modelaba para sí con la misma pose que se presentaba en el cartel: “Marissa Olivares 24 de Octubre. ÚLTIMA FUNCIÓN”. A pesar de los años que habían compartido. El nombre de Astor permanecía en letras pequeñas apenas legibles.

Aprovechó el ritual de la pasarela para acercarse a los perfumes del estante. Sabía cuál era la fragancia de Marissa, tomó el indicado y vertió unas gotas del frasco que llevaba. Suficientes para que Marissa pudiera bailar aunque sufriera los estragos en cada vuelta. De su barbilla, una gota de sangre cayó al perfume, lo devolvió a su lugar y se limpió con la manga el punto rojo de su barbilla. Presionó hasta detener la sangre.

—Mirá vos, te volviste a cortar.

El carmesí de sus labios era también el de su vestido. Astor se inclinó a saludarla, la navaja tocó de nuevo su pierna acelerándole el palpitar; el correr veloz de la sangre aumentaba su ansiedad. Se sabía con la camisa empapada pero no se quitó el saco.

Marissa levantó el perfume y roció su cuello con el aroma del azahar que tanto le gustaba. Dio un giro y notó la pesadumbre en los párpados. <<Se puso demasiado carajo>>. Practicó unas vueltas más, algunos pasos y se mantuvo en pie. Las respiraciones agitadas de Astor cesaron al verla conservando el equilibrio.

—Ya está, a veces me olvido lo fuerte que es este perfume. Salgamos nene.

Sus nombres se oyeron en todas las bocinas del lugar. Al anunciarse la tercera llamada se hizo una obscuridad envolvente. Un parpadeo bastó para que se iluminara el escenario. <<Es hora>>.

Acordeón, violín y piano comenzaron a sonar. Astor tomó la mano de Marissa abrazándola por la espalda. Colocó su pie detrás del de ella y lo arrastró estirándole la pierna mientras, con la mano derecha le alzaba el brazo. La giró empujando con la mano libre su cintura. La miró de frente percibiendo el mareo en los ojos de Marissa. Bajó la mano que tenía sobre la cintura hasta el muslo, y levantó la pierna de Marissa.

—Más despacio nene—susurraba con voz jadeante.

Recorrían la pista, daban vueltas y cuando Astor la alejaba, lo hacía con la fuerza suficiente para quebrarle los huesos, pero Marissa no podía huir, estaba a merced de su sombra. Un giro más. Abrazándola de nuevo por la espalda, Astor olía el azahar, el cloroformo y el miedo. Abandonada a la confusión de sus ojos, a la debilidad de su vista, Marissa no podía situar un punto fijo, pero no cedería a pesar de que el cuerpo dejaba de responderle. Atrapó a Astor con la pierna izquierda, envolviéndolo con la esperanza de retenerlo, de fundirse de nuevo; demasiado tarde, su sombra y ella eran dos cuerpos distintos. Una vuelta más y Astor la tenía de nuevo en sus ojos. Sintió la navaja en su

pierna y mientras giraba a Marissa la sacó del bolsillo. Retuvo la navaja en la manga del saco. Marissa contuvo el aire; el ritmo cardiaco le parecía un frenesí bestial y en su rostro ya sólo ardía el destello de una mirada agonizante. Astor abrió la navaja y recorrió con ella el cuello hasta la espalda baja de Marissa, sintiendo la profundidad de los orificios y saboreando el sudor moribundo. Por la espalda de Marissa, una gota ennegrecida que le dibujaba la línea de su columna, se perdió en el carmesí de su vestido; los brazos de Marissa carecían de cualquier tipo de fuerza, la muerte en sus ojos había terminado con el último acorde del tango. Con la ovación de la gente, la función de Astor apenas comenzaba.

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El gigante de Moroleón 

28/4/2015

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Por Juan Carlos Rábago
― ¿Y cómo fue que perdiste la pierna, abuelito? ―le pregunté con curiosidad.

―  De un tiro... fue un accidente, hace mucho tiempo... fue antes de conocer a tu abuela, en Toluca... en... 1905, creo, o quizás en 1906... No me acuerdo bien. –Me confesó una tarde mi Abuelo mientras bebía su quinta copa de tequila.

― Cuéntame, abuelo, por favor, cuéntame ―insistí con creciente curiosidad.

― Mira hijo... fue cuando yo era casi un niño, tendría unos 15 años. Un día de ésos que el sol calienta a las piedras hasta hacerlas crujir. Ese día llegó a Toluca la feria de los “Hermanos Juárez”; yo ya los había visto un año antes en Pátzcuaro, tenían todo tipo de atracciones. Ahí en la feria trabajaba un enano. ― Mi Abuelo veía al infinito haciendo memoria­―. Ese enano fue el primer hombre que yo me cargué. ¿Sabes? Antes no era como ahora... a veces te veías en la necesidad de sacar tu arma y defender tu vida... o defender tu honor. Y con Crispino fue que yo desenfundé la primera vez para defender mi vida y mi integridad. Fue muy duro para mí, pero ni modo, así es la vida... si no, tu no estarías aquí.

Mi abuelo me contaba en su casona de Coyoacán, mientras se hacía un taco de carnitas y salsa... paseaba su mente de una cosa a otra y poco a poco me fue relatando lo que pasó aquel día.

―  Crispino era el hombre de la mujer fuerte de la feria, a ella le decían Rosa porque su piel siempre era rosa y tenía un par de trenzas gruesas como mi brazo, de color amarillo, casi blanco. Nunca supe cómo se llamaba, pero le decían Rosa, era la encargada de la carpintería de la Feria y era quien hacía muchas de las vitrinas y de los juegos que acarreaban por todo México. Contaban que ella hizo que la Feria adoptara a Crispino en uno de los viajes y quedó enamorada de él desde el mismo momento que lo vio. Crispino era pastor de ovejas... de ovejas que no eran suyas, era solo el encargado de llevarlas a pastar o a buscar alguna hierva que comer y, según dicen, los borregos estaban mejor alimentados que el mismísimo Crispino. Tenía diente grandes como de mula pero chuecos, era como si Dios le hubiera aventado un puñado de maíces pozoleros y los hubiera querido cachar con la boca... ahí se le quedaron torcidos, chuecos, quizás hasta tenía dientes de más. ¿Quién sabe por qué Dios fue tan duro con él desde antes de nacer? Además. vestía harapos y se adivinaba que no se había bañado nunca en su vida por el olor que despedía, pero tenía una mirada llena de ternura y, según Rosa, de sabiduría... ja, ja, ja, esa Rosa lo veía con amor... pobrecita Rosa. Cuentan que cuando se unió Crispino a la Feria, tenían el juego ése que le das un golpe con un mazo a una palanca y entonces sube una bola de metal por un riel y hace sonar una campana. No tenía ninguna complicación y no recaudaban nada de dinero.

Mientras me contaba, se quedaba mi abuelo con un taco a medio comer y lo movía de aquí para allá.

― Hasta que la inteligencia aguda de Rosa ideó las cosas de tal forma que su pequeño hombre sería la nueva atracción; ― mordió su taco y continuó­― todo un día y una noche oyeron que Rosa serruchaba, medía, clavaba y pintaba algo alrededor del riel del juego, le colocó banderas de colores y hasta un cartel que retaba a la gente a lograr hacer subir el balín hasta hacer sonar la campana. Se dice que Rosa lo ideó todo para que su pequeño amado tuviera una actividad digna dentro de la Feria. Pasaron años antes de que yo los viera en Pátzcuaro. –Se sirvió otro tequila y haciendo memoria continuó. –Llegaba yo de haber entregado una carga de costales de harina y ya de regreso, rumbo a la posada, de noche me atrajo el barullo de la gente en la dichosa feria; había muchas personas frente a la atracción del “Gigante de Moroleón”. Rosa retaba a todos los hombres fuertes a que hicieran sonar la campana y su esposo los miraba detrás del dibujo de un hombre fuerte y musculoso, solo asomaba la cara por un agujero mientras ponía cara de pocos amigos y mostraba los dientes sucios. Hasta ése momento yo no sabía que era tan bajo de estatura. Mejor dicho, nadie de los que estábamos ahí sabíamos que era de tan poca monta. ¡Ese maldito loco! –comentó con coraje escondido en un rincón de su memoria. –Rosa gritaba: “Pasen hombres fuertes, solo los que tengan bien fajados los pantalones para hacer sonar la campana con solo un golpe en la palanca. Yo apuesto dos pesos a que no hay aquí alguien tan fuerte, alguien lo suficientemente hombre para lograrlo. Solo mi esposo, el Gran Crispino, lo puede lograr”

–― ¿Dos pesos, abuelo? ­―le pregunté casi riéndome―  ¿Apostaban sólo dos pesos?

―  Eran pesos de plata pura los que se usaban antes, hijo, y yo tenía en mi bolsillo veinte pesos de plata que me habían pagado por la carreta de harina, así que me acerqué a Rosa y le acepté el reto. La multitud me aclamó y me animó a hacer sonar la campana de un buen golpe. Cuando brinqué el cordel que rodeaba al aparato, rosa me entregó un marro de madera, era ancho y pesaría unos cinco o seis kilos. El mango era extrañamente corto, pero pesaba lo suficiente para poder hacer llegar el balín hasta las nubes. Entregué mis dos monedas a uno de los hijos de Rosa. Era un muchacho como de 1.80 de estatura y bastante bien parecido. Cuando la multitud guardó silencio, Rosa me explicó que debía golpear fuertemente a un soporte, y me devolvería mis monedas junto con otras dos si acaso sonaba la campana superior. Era cosa de niños, pensaba ingenuamente. A una señal de Rosa, levanté el martillo, pero golpeó con algo encima de mí. Había un travesaño justo encima de mi cabeza. Busqué otro ángulo pero había otro travesaño que me impedía levantar más arriba que mi propia nariz el mazo ése, así que de esa altura descargué mi mejor golpe y el balín apenas se levantó unos centímetros. La gente se reía a más no poder y yo me sentía un estúpido por no haberlo logrado. Después de mi intento, Rosa nos retó nuevamente a todos y pagaría ahora cuatro pesos de plata por quien apostara sus dos monedas, y ocurrió exactamente lo mismo con otro y otro y otro hombre y cuando ya no hubo nadie que aceptara apostar unas monedas, le comenzaron a gritar a Rosa que querían ver a su esposo dar el majestuoso golpe. Crispino, el “Gigante de Moroleón”, solo nos observaba con cara de disgusto con una barba hirsuta y los bigotes enrollados de las puntas. La gente lo animaba: “A ver, queremos ver al Gigante de Moroleón y si no lo logra nos quedamos con tus monedas, queremos ver si es tan juerte...” Entonces, otro de los hijos de Rosa tomó un tambor y haciendo sonar un redoble creó una atmósfera de expectación, nos hizo sentir que veríamos a Hércules venciendo al León, como estaba dibujado en uno de los carteles. Cuando, de pronto, Crispino nos grita a todos: “Está bien, ahora verán cómo de un solo golpe hago sonar la campana de la forma más sencilla,” gritaba Crispino mientras se le escapaban hilos de saliva. Su voz sonaba un poco extraña... sacó la cara del hoyo por el que nos veía y salió de atrás del cartel, bajando de un banco el hombre más pequeño que había visto: con un taparrabos de piel de borrego pero con unos brazos fuertes aunque cortos, sonriendo al tiempo que mostraba los dientes que debían ser los de un perro de pelea. ¡Estábamos sorprendidos! Crispino levantó sin gran esfuerzo el marro haciéndolo pasar por sobre su cabeza y de un fuerte golpe lo bajó directo a la palanca haciendo un arco perfecto, casi rozando al travesaño superior y al instante se oyó por fin sonar la campana. La gente se reía y aplaudía al pequeño hombre fuerte... yo me sentía engañado y timado pero en buena lid... no había rencor, pero si me quedó en la boca el gusto de haber sido burlado... como un estúpido.

― ¿Y tu pierna, abuelo, que te pasó?­ ―le pregunté nuevamente.

–― Espera, ahora voy a eso. Pasó más de un año desde que había ido a la Feria en Pátzcuaro cuando, estando una mañana en Toluca, entregando ahora una recua de puercos me volví a encontrar la feria. La voz de Rosa me hizo recordar la tunda de varazos que recibí por haber perdido las dos monedas de Plata. Entonces se me ocurrió cómo ganarles yo todas las monedas de plata que pudieran reunir, no podía fallar. Como aquel otro día, llegó un ingenuo que perdió sus monedas, después otro y otro hasta que fueron seis los que perdieron su apuesta. Rosa estaba comenzando a anunciar al “Gigante de Moroleón” cuando me le planté de frente y le aposté todas las monedas que había: doce en total. Yo lograría hacer sonar la campana y a cambio me entregaría todo lo reunido o yo entregaría una suma igual. Rosa volteó a ver a Crispino, se alzó de hombros y me dejó franco el paso. Nuevamente tenía yo entre mis manos el mazo aquel, tan peculiar, tan corto y tan pesado...

― Y ¿qué sucedió? ―le pregunté con curiosidad.

―  Les pedí a todos que se hicieran hacia atrás. “Necesito concentración,” grité. Y todo mundo dio tres pasos atrás. Recargué el mazo contra la palanca, como tomando aire, como que estuviera absorto en realizar un movimiento espectacular. Rápidamente saqué mi revolver, lo apoyé contra el mazo y disparé. Lo que siguió fue muy confuso: sonaba claramente la campana superior en medio de mi disparo... comenzaba yo a sonreír cuando vi que Crispino gritaba y gritaba con los ojos desorbitados. Había hecho pedazos el mazo que Rosa le había regalado como símbolo de una nueva vida juntos, con el amor que nunca antes había sentido. Los hijos de Rosa y Crispino estaban paralizados por la sorpresa, por el miedo de ver a su padre bufando como un loco, corriendo hacia mí. Fueron solo instantes de segundo cuando recibí un topetazo en la boca del estómago y caí sin aliento. Me cayó Crispino nuevamente encima y yo lo empuje. Entonces, lleno de rabia y coraje se me aventó encima y me mordió en la entrepierna. Me mordió con la fuerza que lo había hecho famoso, sacudiendo la cabeza, queriendo... matarme. Yo comencé a golpearlo con la culata de mi pistola, –mi abuelo simulaba los golpes ahora a un Crispino invisible, –pero no me soltaba y el dolor era muy intenso, no podía respirar, así que en un último esfuerzo apunte a su cabeza y disparé. Otra vez el sonido de mi arma llenó el espació y sentí cómo finalmente aflojaba la mordida, al tiempo que comencé a sentir en mi pierna un dolor insoportable: me había volado media pantorrilla y fluía mi sangre junto a la de Crispino. Lo siguiente que recuerdo fue que desperté en el hospital de las hermanas Marianas, estaba amarrado y me daban de beber aguardiente.

―  ¿Lo mataste para que te soltara?

―  Claro, si no lo hacía él me mataba a mí con su hocico: era como el de un puerco acorralado.

―  ¿Y qué pasó después, en el hospital? ―le pregunté casi mudo de sorpresa.

― El jefe de la policía estaba ahí sentado esperando a tomar mi declaración. Habían pasado dos días desde aquella tarde y yo ya no tenía pierna. La feria se marchó, todos de luto jurando venganza. Yo me escapé una semana después a media noche por instrucciones del capitán de la guardia, hacia Guadalajara, en donde conocí a tu abuela y le inventé la historia ésa de que le quería ganar el paso al ferrocarril... ésa sí que es una historia estúpida.

Me quedé frío y sorprendido de conocer cómo mi abuelo había perdido la pierna y desde entonces compartíamos el secreto de Crispino, Rosa y la pierna de mi abuelo



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Tentación enajenada

8/4/2015

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Por: Lucía Rábago

Las mujeres cuchicheaban mientras ella pasaba, paseaba, se contoneaba. Las que se atrevían a desearla, se permitían perderse en la suave cadencia de sus caderas, en el rítmico sonido de su taconeo. Las que temían  la humedad entre las piernas que sentían al verla caminar, volteaban la cabeza sonrojadas, alteradas; aunque la seguían de reojo.

Los hombres, por naturaleza más indiscretos, sin pudor alguno fijaban embelesados la mirada en la curva de sus senos, en la terrible pendiente de su cuello. Ansiosos, la imaginaban sometida ante ellos; la veían ahogando gritos de placer, sentían sus indómitos rasguños en las espaldas.

En todas las imaginaciones, su ropa caía inerte; resbalaba por su cintura hasta llegar al piso. Aunque usándola se veía soberbia, todos sabían que desnuda sería una diosa.

Y ella, impávida, ajena al streap-tease mental que estaba haciendo para los demás paseantes, seguía caminando; haciendo retumbar la tierra bajo la fuerza de sus piernas helénicas, pruebas irrefutables de la existencia de un Dios. De un Dios de gustos exquisitos.

Ella vibraba, y la calle entera palpitaba al ritmo de su caminar.

Ella respiraba, y con ella, suspiraban todos

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Poesía para ciegos

1/4/2015

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Por Mariana Uribe 




      Pérfidos

      Mudos

Biblia para iletrados

Zarza sin Escritura.

Lleven los vientos tus colores,

Boquita pintada.

Racimo de uvas

                  –pequeñitas–.


Espinas mortales

     Tacto

    Sangre

Perenne y sin gloria.


Poesía para locos

Dulce:

Beso amargo.

Baile:

Pies descalzos.

       Parra,

           Grana

                 Dedos manchados,

                       Yemas rojas

Vino de supermercado.

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BÁRBARA

25/3/2015

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Picture
Por Carla María Durán Ugalde 


El vicio no era pulirles los ojos cafés, verdes, o azules; no era hacerles las pelucas con pelo rizado o trenzado; coserles vestidos naranjas o rosas, tampoco;  irles pintando las pestañas con aquella calma, menos. No era su adicción hacerlas niñas, bebés o señoras, que se les viera un diente o dos, con el cuerpo más curveadito, más gordita, más flaquilla, morena o blanca. El gran goce de don Ernesto no se encontraba en el acto de llenar los moldes con la porcelana líquida e irles dando personalidad a sus nenitas. Esa era poca cosa. 

Hacer una de sus nenas era cosa fácil y alegre. Tarareaba boleros cuando unía las piezas, cuando cosía los encajes, cuando les acababa de pintar la boca. Terminaba a una de sus nenitas y hasta ese momento es que comenzaba el verdadero éxtasis de Ernesto. Verlas tan perfectas, tan bonitas, con cada cabello en su lugar y los vestiditos impecables no le erizaba ni un milímetro de la piel. Las veías terminadas y no le brillaban los ojos.

Dejar a sus creaciones en el suelo, sentaditas⎯sosteniendo la puerta decorativamente⎯; las dejaba muy a la orilla de la repisa, hasta arriba de un mueble demasiado alto para ser tan enclenque, sin cuidado al borde de la mesa de trabajo, donde le diera el sol para que se destiñera el vestido y se picaran sus encajes y que sus mejillas y sus labios rojos palidecieran… El caso era buscarles el lugar más peligroso. En ese momento Ernesto ya se saboreaba el gusto que le iba a dar lo que iba a pasar, salivaba por que llegara ese gusto.

Ernesto adoraba saber que sus muñecas estaban en peligro de muerte. En el mejor de los casos podía dejarlas en las manos pegajosas de sus tres terribles nietecitas, oír que corrían con la muñeca en brazos por las escaleras, que las aventaban por los cielos para atraparlas, que una tiraba del brazo y la otra de las piernas en una pelea por la más bonita, saber que en las manos de Lucrecia, Martina y Catalina no estaban a salvo. Era donde sentía el deleite. 

Nada les prohibía Ernesto a sus nietas. Podían correr, subir, bajar y romper las muñecas de porcelana que les hacía. Jamás se molestaba cuando llegaban con el moco escurriendo y la carita humedecida, en un berrido que nadie comprendía y en las manos las piezas de la muñeca. Ernesto tomaba las partes y se iba a su taller. “Puedo arreglarla.” Decía más para sí mismo que para cualquiera de las niñas.

Pero cuando estaba en el taller pegando las piezas, componiendo la peluca, puliéndoles los ojitos, cambiándoles los harapos por un vestidito decente, Martina, Catalina y Lucrecia tenían prohibido respirar con demasiada fuerza. “SSSSSsssssHHHhhhhhhhhhhh!!! SSSssssssssHHHHHHHHhhhhhh!!!!”  Ernesto las callaba por detrás de la puerta y poco le importaba  qué estaban haciendo sus nietas, solamente quería silencio. 

Ernesto gozaba enormemente de observar a la muñeca rota. Verla en piezas, deshecha, triste, sin ese brillo original e inocente de cuando era nueva, incompleta, triste. Ernesto tomaba cada pieza con una ternura que le llenaba las manos; detrás de sus anteojos, su mirada abrazaba tiernamente a la nenita de porcelana. Tan frágil, tan bella, tan rota, todo el gusto de Ernesto era saber que las podía reparar. 

La noche del 23 de enero terminó de ajustarle su sombrero púrpura a Bárbara. Así se iba a llamar la nueva pelirroja de labios rojos, la de los cachetes pecosos y los ojos verdes. Ernesto sostuvo a Bárbara en sus manos, sintió que le sonrió. Bárbara era diferente a Carmina, Alejandra, Jesica, Luisa, Norma… No era como ninguna de las muñecas que había hecho antes.

Ernesto puso a Bárbara  en el piso del recibidor. Ahí pronto alguien la iba a patear y se rompería. Pero cuando el anciano recibía visitas notaban de inmediato la muñeca. La admiraban por largo rato, elogiaban el trabajo de Ernesto y ni por asomo un pie rozaba a Bárbara. La cambió a una repisa y cuando escuchó que la sirvienta la tiraba al sacudir, se regocijó. Después hizo tremendo coraje porque Juanita le dijo: “Se me cayó patrón, pero ire, no le paso naida.”  Ernesto la movió mil veces de lugar y lo más que pasaba era que notaban su belleza resplandecer de mil maneras.

Su último recurso eran Martina, Lucrecia y Catalina, en sus manos iba a acabar hecha trizas. Era tan bonita que las tres iban a querer jugar con ella al mismo tiempo. Llegaron el domingo a las once de la mañana y lo primero que vieron fue a la pelirroja. Catalina quedó encantada en sus ojos verdes, tan encantada que no se atrevió a tocarla, supo que era hermosa porque albergaba vida. Lucrecia dijo: “me da miedo aunque no sea mala.” Martina había corrido a esconderse debajo de la cama de su abuelo. Cuando fueron sus hermanas a buscarla, les dijo: “ella sabe nuestros nombres.” Ni por error se atrevieron a ponerle un dedo encima a Bárbara.

Pasaron semanas y la paciencia de Ernesto se iba terminando. Bárbara miraba a su creador con una risita en la comisura de los labios. Ella no le iba a dar el gusto de ser reparada, se iba a mantener completa. Al hombre ya se le caía el pelo solamente de mirarla, ¿qué le costaba ser una delicada muñeca de porcelana que se rompía con aquella facilidad? Bárbara dijo “no quiero.” Y todo podía pasar, menos lo que ella no deseaba.

Un domingo las nietas estaban correteándose por la casa. Martina se tropezó con un tapete y empujó a Lucrecia, quien chocó con la mesita en la que estaba luciéndose Bárbara. Salió volando con todo y sombrero púrpura y por ella se lanzaron las manos de Catalina. La volvió a poner en su lugar, estaba aterrada de haberla tocado con todo y que era tan bella. “No te pasó nada, bonita.” Le dijo al irse alejando de ella.  Ernesto lo vio todo. Esa fue la gota que derramó el vaso. 

Tomó a Bárbara por el cabello y la metió al taller, se encerró junto con ella. Afuera las niñas seguían gritando y sus pasos resonaban en toda la casa. Aventó la muñeca sobre la mesa de trabajo. Maldijo su ocurrencia de hacer a una pelirroja de ojos verdes. ¿Cómo se llamaba ella? Cortó el vestido, no tenía tiempo de desabotonarlo. Se acordaba de ella, de su risa fácil, de cómo lo veía sin mirarlo, él no era nada para ella. A tirones le quitó el sombrero, casi le arranca la cabeza. Pero sí se había sentado a platicar con él. Le buscó algún daño en el torso, en los brazos, las piernas. Hasta lo besó una vez. Nada. ¿En la cabeza? Pero ella no se parecía en nada a alguna otra mujer que lo hubiera enamorado. No. Tal vez la peluca estaría mal puesta, el cabello enredado. Ella era perfecta. ¿Cómo se llamaba? Su cabello era una seda. La odió cuando rechazó casarse con él. 

Desembonó la cabeza del cuerpo. “Creo que me debieron de haber puesto Bárbara.” Así se burlaba ella de su nombre. A él le gustaba. Le sacó los ojos. Le gustaba toda ella. Aun con sus locuras, él le podía cambiar el mundo ¿Pero cómo se llamaba? Ahí estaba el problema. Los ojos tenían un defecto desde la fábrica. Un diminuto pedacito del vidrio estaba cascado. Bárbara había estado rota desde el principio. “No me caso contigo. Yo no necesito que me arreglen. Yo me quiero morir rota.” ¿Cómo se llamaba ella? La dejó caer de una buena vez al piso. 

Afuera, los juegos de las niñas cesaron. Catalina abrió la puerta del taller. Lucrecia y Martina asomaron las cabezas, “El abuelo ya no quería a Bárbara” “Nunca la quiso” murmuraba el par. Catalina se acercó a los restos de la muñeca. Tomó un ojito que había quedado intacto, lo miró con ternura, le dijo “Creo que tenía más ojos de Minerva que de Bárbara.”



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La Sombra

18/3/2015

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Por Mariana Escoto Maldonado

¿Alguna vez te has detenido a mirar tu propia sombra? En donde posas la mirada, ya sea involuntariamente, te persigue: larga y oscura como la boca del diablo. Ocurrió así, la sombra, nunca fue tan mía como aquel día; esto que te digo fue en la mismísima facultad de filosofía. Allí todo lo que en el habita parece haberse detenido en el tiempo: las puertas de espinosa madera, el piso acromático. Pero el huésped por excelencia, más que el tiempo, más que el polvo que lo envejece todo, son las sombras. Las ves por todas partes, bajo los muebles, detrás de las puertas, a la salida de cualquier aula. Nadie se fija en ellas, nadie pone alto a su rutina para preguntarse por qué el hostigamiento de aquel espectro que se dispersa impío como una enfermedad. Pero yo siempre he estado allí para ver los hechos más ominosos: ominosus, todo aquello cargado de malos presagios. Lo supe desde mi infancia, cuando por primera vez vi mi sombra.

Un cielo electrizado se  derramó en un abrir y cerrar de ojos sobre los muros y toda el agua corría a prisa sobre las ventanas. La lluvia había alcanzado ese pedazo de mundo, ese viejo edificio: el patio barroco parecía deshacerse. Todo tenía una extraña apariencia, mi vista me engañaba: de mis ojos nacían pesadas cataratas. Subí las escaleras para ir a un lugar seco, pero me encontré con aquel mural, con aquel sujeto inanimado, como sacerdote que sostenía un pliego de papel. Él también tenía una sombra bajo sus pies que aparecía y desaparecía según le diera la luz del exterior. Yo que soy testigo de las pesadillas que se sueñan despierto, vi como una uña de luz invadió un lado de la pintura, y se recorría, y se recorría… entonces, la sombra del padre apareció. Me fui de ahí. Subí el resto de las escaleras y apresuré mi caminar por el pasillo. La pesadumbre no tardó en llegar, sentí todo su peso en las suelas de mis zapatos: era mi sombra dispuesta a marcar mis pasos. Y si hubiera corrido, seguro no la hubieras visto porque eres un distraído, pero me encontraste esa vez muerta de miedo y no me dijiste nada, sólo alcanzaste a decir que llovía y que mis zapatos se habían   puesto sucios. Ahora te digo que mires bien: era la sombra que estaba dispuesta a subírseme hasta la cabeza como un muerto.

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CONSUMIDO EN EL DESEO

28/1/2015

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Por Héctor García

El cuchillo, que estaba sobre la cama de la habitación, brillaba a pesar de  que ésta no tenía luz. Gabriel había decidido permanecer así, a obscuras; una decisión desesperada ante la necesidad de ocultar su vergüenza. Por más que quería no paraba de llorar. No podía, tampoco, disipar el recuerdo que lo mantenía excitado. Desde la cabecera de la cama, el Cristo observaba hacia el cuchillo con la misma fuerza con la que los clavos lo mantenían pegado a la cruz.

            A pesar de que Gabriel continuaba con la sotana puesta tembló. Hincado, a un costado de la cama, mantenía ambas manos sobre los muslos. Cada vez que tocada su erección, las lágrimas y la vergüenza aumentaban de intensidad; el recuerdo se volvía más nítido, más palpable. La joven y tibia piel que sus manos habían tocado, a penas esa mañana, se volvía de nuevo tangible.

            Era la primera vez que escucharía las confesiones: el sacerdote había enfermado de gravedad y encargó a Gabriel, sin importar su reciente ingreso, encargarse de aquella tarea. Gabriel insistió en que aplazar un día o dos no causaría problemas, pero ya tenían programadas las confesiones para los alumnos del catecismo. Estaba condenado.

            Los niños pasaron uno tras otro. Gabriel escuchaba atento aunque le fue difícil, en un principio, dejar de sentirse nervioso. Escuchando los pecados inocentes, supo de inmediato la penitencia que otorgaría a los demás niños: dos padre nuestros y dos ave marías. Sí el pecado era un poco más grave como arrojar una piedra a un compañero o pegarle con el puño, Gabriel imponía cuatro padre nuestros y un credo.

            Por la ventana del confesionario pudo ver que sólo faltaba uno de los niños; se sintió aliviado. Uno más y culminaría con su primer labor de confesión.

            —Ave María Purísima…

            —Sin pecado…sin pecado…           

            —Concebida hijo. Cuéntame tus pecados.

            —Padre yo…

            Gabriel escuchaba atónito la voz que atravesaba la ventanilla: temerosa, débil, dulce, casi angelical. Aquella voz delicada, dubitativa, dejaba escapar las palabras con miedo, confesando con lágrimas no poder dejar de mirar a las niñas de su salón. Gabriel apretaba los puños, sudaba embriagándose de la voz angelical que lo hacía querer atravesar la madera que lo separaba.

            —No te preocupes hijo, has pecado sí, pero con un padre nuestro es suficiente. —se aseguró de que estuvieran solos, el celador ayudaba al padre y los demás niños habían regresado a casa. —Acércate hijo, no tienes por qué temer, Dios no te va a castigar.

            —Perdóneme padre, perdóneme—alcanzó  a decir el niño antes de empezar a llorar.

La piel blanca del niño contrastaba con el azabache de su cabello y con los ojos profundos y negros que se veían a detrás de las lágrimas. Gabriel temblaba mientras hablaba con él; le acariciaba los brazos tiernos y cálidos. Metió su mano bajo la playera abrazándolo.

            —Ya hijo no te preocupes, todo va a estar bien. No tienes por qué tener miedo si estás arrepentido. —Gabriel lo había sentado sobre sus rodillas sintiendo las nalgas que acomodaba sobre su muslo. Intentaba calmarlo pero las lágrimas no cesaban. Posó una de sus manos cerca el miembro infantil, lo sentía mientras el niño se abrazaba más a él.

            Ante esa imagen Gabriel sentía cómo la carne se le quemaba. Desde su miembro, el fuego se extendía por todo él. La voz angelical lo había embriagado, no podía olvidarse de ella, ignorarla. Y entonces lo supo: el diablo, vestido de ángel, era quien había estado frente a él. Asmodeo  lo dominaba lamiéndole la piel, quemándole la carne. Un fuego que sus lágrimas no podían sofocar.

            Aventó el rosario y todo lo que estaba a su alrededor, su ropa, una Biblia; la carne le ardía, las yagas comenzaban a abrírsele provocándole un dolor insoportable. El fuego se le escapó de la carne incendiando el cuarto.. Desesperado, con la imagen del demonio saliendo de las llamas, tomó el cuchillo y lo clavó a la altura de su abdomen rasgando su estómago. Con las llamas devorando su carne y la lengua de Asmodeo recorriéndole la piel, sintió como poco a poco se carcomía su cuerpo.

            Cuando el celador escuchó el ruido que provenía del cuarto, corrió hasta la habitación. Forzó al puerta cubriéndose del humo que salía. Al entrar, encontró el cuerpo de Gabriel sin rasgo de quemadura, estaba cubierto de sangre con el cuchillo clavado en el estómago. Una vela iluminaba la imagen de Cristo que veía hacia Gabriel.


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Fobia

24/1/2015

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por Andrea Domínguez Saucedo
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Música, risas, el “tlink- tlink” de los hielos en el vaso. Clara andaba con una sonrisa entre la gente, buscando a Gerardo: “Tiene un piano hermoso, deberías tocarlo”. 
— ¡Hey! — entre las cabezas de tías y primos vio la mano de Gerardo haciendo señas y brincando. Tras muchos “con permiso” y “disculpe” logró llegar con el chico de los ojos grandes y la sonrisa amplia. Llevaba rato pareciéndole que Gerardo era un chico atractivo, feliz, y particularmente aquella tarde la franca sonrisa del joven era más grande, viva, casi dibujada.
— Ven, está por acá.
Tomados inocentemente de la mano se adentraron entre la multitud. Empezaron a abrir puertas y entrar a cuartos que ella nunca supuso cabrían en una casa de tamaño promedio.
—Oye… —  dijo apretando la mano de Gerardo.— Mejor regresemos.
— Descuida, ya mero llegamos.
Subían, derecha, izquierda, adentro, abajo, arriba, izquierda, derecho, al fondo, arriba, abajo, claun, claun del cerrar y abrir. Conforme se adentraban en las habitaciones la luz se iba atenuando. hasta el punto en que la chica sólo veía sus pies y la mano de Gerardo que tomaba la suya. Sentía que sus pasos se hacían más rápidos, que el corazón se aceleraba y su respiración se cortaba, sintió un apretón en el antebrazo y se detuvieron en seco.
—¿Qué sucede? — Gerardo no respondió. —¿Qué pasa? — preguntó alarmada. Miró las manos unidas y aquella, la que era del chico de modos amables, era distinta; estaba enguantada. Alzó la mirada y muy cerca de su rostro estaba la sonrisa más grande y descompuesta que nunca había visto; unos dientes amarillos y disparejos, rotos y manchados que se enmarcaban con pintura roja y blanca, vieja y cuarteada, coronada por una nariz redonda y brillantemente carmín. Sobre aquella nariz un par de ojos cansados y maquillados en azul le miraban, sin nada dentro de ellos, vidriosos.
El payaso llevó su mano a la nariz y en un gesto que, en cualquier otro momento habría sido gracioso, apretó dos veces la esfera roja del centro de su rostro y emitió un sonido agudo que provocó en Clara un sobresalto.

El grito fue ensordecedor. Salió corriendo de la habitación, abriendo puertas y adivinando caminos, poco a poco la luz fue llenando los cuartos. Cuando por fin encontró la sala donde todos convivían, impasibles, sonrientes y ruidosos, la chica no tenía aire ni fuerza para dar un paso más. Alzó la mirada, nadie pareció notar su apresurada entrada ni haber escuchado sus gritos. De entre tías y primos, Gerardo emergió.
— Te he buscado por todas partes.— Y llevando la mano a la cara de Clara con un chillido cómico le apretó la nariz.


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Las putas nunca dejan que las besen en la boca

15/1/2015

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Por Mitzi García
Las putas nunca dejan que las besen en la boca, no les gustan las caricias lentas y delicadas. No dejan que les quites la ropa, se entregan, más bien, se dan a la fuerza ya estando desnudas, les gustan los trabajos rápidos y al grano. En la batalla de piernas siempre llevan las de ganar, son las que gobiernan desde las alturas, con movimientos firmes y precisos, te miran a los ojos con desprecio para ver si así te apuras.
Pocas son las veces en que sus clientes no son tan desagradables y con mucha suerte llegan a orgasmos esporádicos y accidentales; no comparten sus pensamientos ni mucho menos gastan las palabras con los cerdos que llegan a humillarlas. Su ropa interior huele a musgo y té con azúcar  fermentándose. En las axilas les crecen espinas en lugar de vellos y si llegan a enterrártelas o rozas con ellas puedes sentir el dolor de su sexo, de sus muslos rotos, de su pelvis cansada, de sus manos nerviosas, puedes sentir como les hierve la sangre cada vez que les gritan putas mientras las rellenan.
La mayoría de sus cicatrices son la colección de todos los que las hieren, las cuentan como estrellas de su piel, su constelación roída, vieja, desgastada, percudida como la tela que cubre su colchón donde sus hijos e hijas también duermen después de la jornada de trabajo. Nunca te van a tomar de la mano, no regalan besos, esos los guardan para sus niños que una vez crecidos llamarán putas a las que los amamantaron como amamantaron a gordos sebosos que quisieron dormir en su regazo.

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