PRIMER LUGAR EN CATEGORÍA "POESÍA"
CUEVA DE BABEL
Para Monserrat.
En la cueva hay una serpiente que te estafa con su saber;
una cajetilla de cerillas, un cigarrillo nuevo;
hay un silencio que se rompe a sí mismo,
un etcétera sin comienzo;
hay en esa cueva un hombre que lo sabe todo,
pero no sabe nada…
una mariposa que provoca tempestades,
un rey que se pierde en un laberinto rectilíneo;
hay una torre que cae con estrepitosas lenguas de fuego;
un tomo con todos los animales que ha habido, hay y habrá,
una enciclopedia incompleta, como todas las demás;
una nana que rebota entre las paredes:
duerme, mi niño, duerme feliz,
que si abres los ojos
morirás infeliz.
Hay en esa cueva un punto fluctuante,
un adiós que nunca fue adiós;
una montaña de palabras desordenadas;
estos mismos versos escritos en los muros;
tú, yo, él, ella, ellos, nosotros, el universo entero…
dentro de la cueva hay un reloj de arena,
que no es reloj
ni es de arena;
un contador de estrellas, de nubes,
de sueños, de rocas, de palabras;
de síes y noes, de huesos y números.
Hay un microcosmos contenido en la mirada de un niño,
un cochecito herrumbroso con una etiqueta azul:
las iniciales V. U. B;
una pe mayúscula, una o minúscula;
una omega y una beta
y una veta de oro
y un vete sin aroma…
dentro de la cueva hay una cueva que contiene lo mismo;
un laberinto con nubes y arena,
el esqueleto de un hombre pidiendo ayuda,
una mosca que habla, pero no dice nada;
un atardecer casi muerto…
y al final, un río dentro de un espejo.
Por Eduardo Gallardo Castillo.
CUEVA DE BABEL
Para Monserrat.
En la cueva hay una serpiente que te estafa con su saber;
una cajetilla de cerillas, un cigarrillo nuevo;
hay un silencio que se rompe a sí mismo,
un etcétera sin comienzo;
hay en esa cueva un hombre que lo sabe todo,
pero no sabe nada…
una mariposa que provoca tempestades,
un rey que se pierde en un laberinto rectilíneo;
hay una torre que cae con estrepitosas lenguas de fuego;
un tomo con todos los animales que ha habido, hay y habrá,
una enciclopedia incompleta, como todas las demás;
una nana que rebota entre las paredes:
duerme, mi niño, duerme feliz,
que si abres los ojos
morirás infeliz.
Hay en esa cueva un punto fluctuante,
un adiós que nunca fue adiós;
una montaña de palabras desordenadas;
estos mismos versos escritos en los muros;
tú, yo, él, ella, ellos, nosotros, el universo entero…
dentro de la cueva hay un reloj de arena,
que no es reloj
ni es de arena;
un contador de estrellas, de nubes,
de sueños, de rocas, de palabras;
de síes y noes, de huesos y números.
Hay un microcosmos contenido en la mirada de un niño,
un cochecito herrumbroso con una etiqueta azul:
las iniciales V. U. B;
una pe mayúscula, una o minúscula;
una omega y una beta
y una veta de oro
y un vete sin aroma…
dentro de la cueva hay una cueva que contiene lo mismo;
un laberinto con nubes y arena,
el esqueleto de un hombre pidiendo ayuda,
una mosca que habla, pero no dice nada;
un atardecer casi muerto…
y al final, un río dentro de un espejo.
Por Eduardo Gallardo Castillo.
PRIMER LUGAR EN CATEGORÍA "CUENTO BREVE"
SE SOLICITA
Para R…
Samuel estaba desesperado. Llevaba seis meses sin empleo. Seis largos meses de comprar el periódico, fotocopiar solicitudes, currículos, cartas de recomendación, constancias. Pronto se terminarían sus ahorros, se los llevaría el casero, las empleadas del café, los taxistas.
A menudo se preguntaba cuál era su error. ¿Acaso su maestría en la Universidad de Salamanca (obtenida gracias a una beca), no era razón suficiente para ser contratado por cualquier empresa? ¿Acaso esas mañanas espesas en salones de clase no le otorgaban los conocimientos necesarios para desempeñar cualquier trabajo? ¿O es que simplemente no merecía un salario decente, no para llenarse de lujos o regodearse en comodidades, sino simple y llanamente para existir con una pizca de dignidad?
Una vez más salió de su cuarto de pensión, compró dos periódicos en el puesto de la esquina y entró en el café de la siguiente cuadra. La mesera se acercó a tomar la orden, o más bien a confirmarla, ya que sabía de antemano que aquel hombre de silueta larga y ojos despistados, pediría, como todos los días, un americano y un pan dulce.
Mientras desayunaba hurgó los clasificados en los periódicos, dispuesto a aceptar cualquier trabajo, sin importar cuál fuera, le gustara o no, coincidiera o no con su perfil profesional. Encerró con tinta roja varias posibilidades. En el primer periódico halló vacantes para velador de un edificio público, maestro en una escuela privada, capturista con conocimientos en Excel. En el segundo no encontró algo mejor: empleado de seguridad, cajero en un banco, gerente en una tienda departamental.
Terminado el café, salió del lugar con ánimos de caminar. Con los periódicos bajo el brazo anduvo largos tramos, repitiendo los pasos una y otra vez. Llamó al número del puesto de velador pero le informaron que el puesto ya estaba ocupado. Preguntó en la escuela privada: -Deje su currículo y le llamamos después -dijo la secretaría sin siquiera voltear a verlo. Capturista: trece pesos la hora, tres horas diarias. Empleado de seguridad: Es demasiado joven para el puesto. Cajero: El periódico se equivocó, buscamos ca-je-ra. Gerente de tienda: Lo sentimos, no tiene experiencia.
La tarde caía densamente, un gruñir en el abdomen lo detuvo en el mismo café para merendar. Con la vista gacha buscó inútilmente en la cartera el dinero que no llevaba. Tendría que volver a su cuarto. Se dio la media vuelta y al levantar nuevamente los ojos descubrió un anuncio pegado en un poste.
SE SOLICITA ESCÉPTICO
Requisitos:
–Creo que nací escéptico. –Pensó al anotar el número. Llamó. Una voz sumamente nasal le repitió el anuncio sin darle más información y citándolo a la mañana siguiente.
–Piso siete, despacho uno. –Había indicado la voz. El edificio humoso se levantaba insolente en una calle poco transitada. Samuel recordó que aún se hallaban en la ciudad rincones como este, casi inexplorados. El elevador no funcionaba, así que subió peldaño por peldaño, piso por piso. Llevaba su mejor corbata y su portafolio repleto de papeles. Entró a la oficina, donde un letrero señalaba: “Escépticos S.A. de C.V.”
–Tome asiento. –Le indicó la señorita de la voz nasal al notar su presencia, sin darle tiempo siquiera de saludar. Ya había tres personas esperando, dos jóvenes amodorrados y una mujer de cabellos necios. Samuel se entretenía contemplando la luz cenicienta que se derramaba por las persianas sobre un helecho artificial al pie del escritorio.
Una puerta contigua se abrió, salió un hombre con el rostro grave y los ojos desconcertados. Se oyó en el aparato de la secretaría una voz dulce.
–Que pase el siguiente, por favor.
Entró entonces uno de los muchachos, procurando abrir bien los ojos. A los quince o veinte minutos salió con la misma expresión que el anterior. Luego tocó el turno a la mujer, que intentó acomodarse los cabellos antes de entrar a la otra oficina. Ella no volvió. El ultimo joven se impacientaba, miraba el reloj en la pared de enfrente con aire desesperado.
–Lo siento –le dijo el joven a la secretaría- debo irme. ¿Será posible una entrevista mañana?
–Le llamaremos después. –Contestó la voz nasal con brusca sequedad.
Luego la misma voz dulce:
–El siguiente por favor.
La secretaría volvió la vista a Samuel, que abrazaba su portafolio algo nervioso. Entró a la oficina contigua en espera de hallarse con algo más elegante, pero no, el lugar estaba decorado exactamente igual a la anterior oficina, a excepción del escritorio, que ahí daba contra la pared derecha, dejando libre el ventanal. La luz cenicienta bañaba toda la habitación.
–Siéntese. –Ordenó la voz dulce, señalando la silla giratoria frente al escritorio. Él obedeció. –Bueno, antes que nada, déjeme presentarme, soy Renata Robles, directora de Recursos Humanos. Nuestra empresa se dedica a ayudar a aquellas personas que han dejado de creer. Como habrá notado en el anuncio, solicitamos escépticos de entre dieciocho y sesenta años de edad, con la mínima experiencia de dos años.
–Eh… sí, claro, lo vi, de hecho tengo treinta y tres años así que por la…
–¿Y experiencia, tiene usted experiencia?
–Eh, creo que sí. He sido escéptico desde que tengo memoria.
–Bueno señor…
–Samuel, Samuel González.
–Sí, señor González, le decía, para nosotros la experiencia es muy importante. Dígame, ¿cree usted en Dios?
–Gracias a Dios, no. –Quiso bromear, pero a Renata no le pareció gracioso.
–Ejem… bueno Samuel, entonces ¿es usted completamente ateo, o cree en algo que no puede llamar Dios pero que le sabe hacedor de destinos humanos?
–No en absoluto. Tampoco creo en el destino.
–Mmmm muy bien. ¿Cree en la suerte?
–No.
–¿En el amor?
–No.
–¿En la vida después de la muerte?
–No.
–¿En la vida fuera de la Tierra?
–No.
–¿En la reencarnación, los sueños, el karma?
–No.
–¿En la política, la ciencia, el arte?
–No. Ninguno.
– ¿Cree en esta empresa… cree en mí?
Samuel dudó un instante, la imagen de la bella Renata en su traje sastre comenzaba a difuminarse en la luz parduzca. Aquella oficinita le pareció de pronto muy improvisada, y la ventana cada vez más inmensa, abierta en su totalidad. La ventana. Por supuesto no, no creía… pero, ¿le darían el empleo?
–Sí, creo. –respondió al fin, no del todo convencido.
–Lo sentimos mucho, –le contestó Renata haciendo una mueca muy parecida a una sonrisa -pero si usted fuera un verdadero escéptico no creería ni en mí.
Samuel quiso estrellar su cabeza contra la pared o golpear ahí mismo a la guapa directora de Recursos Humanos, pero se limitó a aflojar su mejor corbata, que cada vez hacía más presión en su garganta, y después de cruzar la ventana abierta descendió los siete pisos de aquel edificio humoso.
–Que pase el siguiente. –Anunció Renata por el aparato en su escritorio.
Por Xóchitl Natividad Juárez Alarcón.
SE SOLICITA
Para R…
Samuel estaba desesperado. Llevaba seis meses sin empleo. Seis largos meses de comprar el periódico, fotocopiar solicitudes, currículos, cartas de recomendación, constancias. Pronto se terminarían sus ahorros, se los llevaría el casero, las empleadas del café, los taxistas.
A menudo se preguntaba cuál era su error. ¿Acaso su maestría en la Universidad de Salamanca (obtenida gracias a una beca), no era razón suficiente para ser contratado por cualquier empresa? ¿Acaso esas mañanas espesas en salones de clase no le otorgaban los conocimientos necesarios para desempeñar cualquier trabajo? ¿O es que simplemente no merecía un salario decente, no para llenarse de lujos o regodearse en comodidades, sino simple y llanamente para existir con una pizca de dignidad?
Una vez más salió de su cuarto de pensión, compró dos periódicos en el puesto de la esquina y entró en el café de la siguiente cuadra. La mesera se acercó a tomar la orden, o más bien a confirmarla, ya que sabía de antemano que aquel hombre de silueta larga y ojos despistados, pediría, como todos los días, un americano y un pan dulce.
Mientras desayunaba hurgó los clasificados en los periódicos, dispuesto a aceptar cualquier trabajo, sin importar cuál fuera, le gustara o no, coincidiera o no con su perfil profesional. Encerró con tinta roja varias posibilidades. En el primer periódico halló vacantes para velador de un edificio público, maestro en una escuela privada, capturista con conocimientos en Excel. En el segundo no encontró algo mejor: empleado de seguridad, cajero en un banco, gerente en una tienda departamental.
Terminado el café, salió del lugar con ánimos de caminar. Con los periódicos bajo el brazo anduvo largos tramos, repitiendo los pasos una y otra vez. Llamó al número del puesto de velador pero le informaron que el puesto ya estaba ocupado. Preguntó en la escuela privada: -Deje su currículo y le llamamos después -dijo la secretaría sin siquiera voltear a verlo. Capturista: trece pesos la hora, tres horas diarias. Empleado de seguridad: Es demasiado joven para el puesto. Cajero: El periódico se equivocó, buscamos ca-je-ra. Gerente de tienda: Lo sentimos, no tiene experiencia.
La tarde caía densamente, un gruñir en el abdomen lo detuvo en el mismo café para merendar. Con la vista gacha buscó inútilmente en la cartera el dinero que no llevaba. Tendría que volver a su cuarto. Se dio la media vuelta y al levantar nuevamente los ojos descubrió un anuncio pegado en un poste.
SE SOLICITA ESCÉPTICO
Requisitos:
- Experiencia mínima de dos años.
- De 18 a 60 años
- Sexo indiferente.
–Creo que nací escéptico. –Pensó al anotar el número. Llamó. Una voz sumamente nasal le repitió el anuncio sin darle más información y citándolo a la mañana siguiente.
–Piso siete, despacho uno. –Había indicado la voz. El edificio humoso se levantaba insolente en una calle poco transitada. Samuel recordó que aún se hallaban en la ciudad rincones como este, casi inexplorados. El elevador no funcionaba, así que subió peldaño por peldaño, piso por piso. Llevaba su mejor corbata y su portafolio repleto de papeles. Entró a la oficina, donde un letrero señalaba: “Escépticos S.A. de C.V.”
–Tome asiento. –Le indicó la señorita de la voz nasal al notar su presencia, sin darle tiempo siquiera de saludar. Ya había tres personas esperando, dos jóvenes amodorrados y una mujer de cabellos necios. Samuel se entretenía contemplando la luz cenicienta que se derramaba por las persianas sobre un helecho artificial al pie del escritorio.
Una puerta contigua se abrió, salió un hombre con el rostro grave y los ojos desconcertados. Se oyó en el aparato de la secretaría una voz dulce.
–Que pase el siguiente, por favor.
Entró entonces uno de los muchachos, procurando abrir bien los ojos. A los quince o veinte minutos salió con la misma expresión que el anterior. Luego tocó el turno a la mujer, que intentó acomodarse los cabellos antes de entrar a la otra oficina. Ella no volvió. El ultimo joven se impacientaba, miraba el reloj en la pared de enfrente con aire desesperado.
–Lo siento –le dijo el joven a la secretaría- debo irme. ¿Será posible una entrevista mañana?
–Le llamaremos después. –Contestó la voz nasal con brusca sequedad.
Luego la misma voz dulce:
–El siguiente por favor.
La secretaría volvió la vista a Samuel, que abrazaba su portafolio algo nervioso. Entró a la oficina contigua en espera de hallarse con algo más elegante, pero no, el lugar estaba decorado exactamente igual a la anterior oficina, a excepción del escritorio, que ahí daba contra la pared derecha, dejando libre el ventanal. La luz cenicienta bañaba toda la habitación.
–Siéntese. –Ordenó la voz dulce, señalando la silla giratoria frente al escritorio. Él obedeció. –Bueno, antes que nada, déjeme presentarme, soy Renata Robles, directora de Recursos Humanos. Nuestra empresa se dedica a ayudar a aquellas personas que han dejado de creer. Como habrá notado en el anuncio, solicitamos escépticos de entre dieciocho y sesenta años de edad, con la mínima experiencia de dos años.
–Eh… sí, claro, lo vi, de hecho tengo treinta y tres años así que por la…
–¿Y experiencia, tiene usted experiencia?
–Eh, creo que sí. He sido escéptico desde que tengo memoria.
–Bueno señor…
–Samuel, Samuel González.
–Sí, señor González, le decía, para nosotros la experiencia es muy importante. Dígame, ¿cree usted en Dios?
–Gracias a Dios, no. –Quiso bromear, pero a Renata no le pareció gracioso.
–Ejem… bueno Samuel, entonces ¿es usted completamente ateo, o cree en algo que no puede llamar Dios pero que le sabe hacedor de destinos humanos?
–No en absoluto. Tampoco creo en el destino.
–Mmmm muy bien. ¿Cree en la suerte?
–No.
–¿En el amor?
–No.
–¿En la vida después de la muerte?
–No.
–¿En la vida fuera de la Tierra?
–No.
–¿En la reencarnación, los sueños, el karma?
–No.
–¿En la política, la ciencia, el arte?
–No. Ninguno.
– ¿Cree en esta empresa… cree en mí?
Samuel dudó un instante, la imagen de la bella Renata en su traje sastre comenzaba a difuminarse en la luz parduzca. Aquella oficinita le pareció de pronto muy improvisada, y la ventana cada vez más inmensa, abierta en su totalidad. La ventana. Por supuesto no, no creía… pero, ¿le darían el empleo?
–Sí, creo. –respondió al fin, no del todo convencido.
–Lo sentimos mucho, –le contestó Renata haciendo una mueca muy parecida a una sonrisa -pero si usted fuera un verdadero escéptico no creería ni en mí.
Samuel quiso estrellar su cabeza contra la pared o golpear ahí mismo a la guapa directora de Recursos Humanos, pero se limitó a aflojar su mejor corbata, que cada vez hacía más presión en su garganta, y después de cruzar la ventana abierta descendió los siete pisos de aquel edificio humoso.
–Que pase el siguiente. –Anunció Renata por el aparato en su escritorio.
Por Xóchitl Natividad Juárez Alarcón.
SEGUNDO LUGAR EN CATEGORÍA "POESÍA"
Agua Revolucionaria
Y si llegara a tu puerto
sería el agua que moja tus temperamentos,
el faro que anuncia la esperanza encendida,
el barco que llega cargado de batallas ganadas,
el grito de “Tierra a la vista!!!”,
los pasos de los enamorados por el muelle.
Sería el embate de las olas clandestinas
que estallan contra el dique,
sería el radar que te indique
en qué momento de la Historia estás parado,
sería una baliza con señales de amor luminosas,
sería el abrigo húmedo con que se empapan tus costas.
Y todo tu ser quedaría inundado de mar
mar adentro, mar de fuego, mar de cielo
mar de vientos, mar azul de aguas íntimas,
yo sería la tierra bañada de tu firmamento.
Yo sería tu vago navío
que conduce a la ruta de tus aguas revolucionarias
sería el astillero para reparar las heridas del barco
la luz de sol que te acompañe en cada viaje
la luz de luna que ilumine tus sueños insurgentes.
Por Sandra Guadalupe Basaldúa Pérez.
Agua Revolucionaria
Y si llegara a tu puerto
sería el agua que moja tus temperamentos,
el faro que anuncia la esperanza encendida,
el barco que llega cargado de batallas ganadas,
el grito de “Tierra a la vista!!!”,
los pasos de los enamorados por el muelle.
Sería el embate de las olas clandestinas
que estallan contra el dique,
sería el radar que te indique
en qué momento de la Historia estás parado,
sería una baliza con señales de amor luminosas,
sería el abrigo húmedo con que se empapan tus costas.
Y todo tu ser quedaría inundado de mar
mar adentro, mar de fuego, mar de cielo
mar de vientos, mar azul de aguas íntimas,
yo sería la tierra bañada de tu firmamento.
Yo sería tu vago navío
que conduce a la ruta de tus aguas revolucionarias
sería el astillero para reparar las heridas del barco
la luz de sol que te acompañe en cada viaje
la luz de luna que ilumine tus sueños insurgentes.
Por Sandra Guadalupe Basaldúa Pérez.
SEGUNDO LUGAR EN CATEGORÍA "CUENTO BREVE"
MIRADA UNIVERSAL
Hay un ojo en el cielo que no deja de mirarme. Siento su presión cuando camino por la calle, cuando paso debajo de un puente, cuando llego a casa y cierro con seguro la puerta de mi habitación. Hay un ojo que no deja de observarme. Muchas veces me he preguntado qué o quién es. Cuando comenzó creía que era Dios. Con el paso de los días, las dudas surgieron. Si es Dios, ¿por qué únicamente tienes la mirada fija en mí? Hay miles de millones de personas más. ¿Qué interés tiene?
He platicado de esto con mi terapeuta; no me cree. Piensa que son alucinaciones menores y me manda más píldoras. Me ha pedido una descripción detallada del ojo. Es gigante y cubre parte del cielo, los laberintos del iris son cafés y en el fondo del pozo de la pupila a veces parece haber un destello de luz. Tiene pestañas, como las de los humanos. ¿Entonces me estás diciendo que es un verdadero ojo humano gigante pegado en el cielo? Si fuera de ese tamaño, todos podrían verlo. Ya lo sé ya lo sé, ese es mi conflicto. Pero, el hecho de que tú no puedas verlo no significa que no exista.
La mirada violenta del cielo cae sobre mí. Creo que está enojada por haber hablado de ella ¿o es él? Maldita sea, eso no importa. Ella, él, ambos. Un bledo. Lo que importa es que no me deja vivir. Desde el momento en que apareció, he comenzado a sentirme más débil, es como un agujero negro que día a día se alimenta de mi energía. Qué pasaría si de un tajo detengo mi respiración para siempre. ¿Se iría? No, no soy tan valiente. Debo tomar mis pastillas. ¿Dónde las deje? En las bolsas de mi pantalón no están, tampoco en mi mochila. Quizá en la chamarra. Tampoco. No pudieron quedarse en el consultorio, estoy seguro que las guarde en algún lado. No importa, por ésta noche no las tomare, supongo que nada malo puede pasar.
El sol me despierta golpeando mi rostro, las sabanas cubren el cuerpo sudoroso. Bostezo, miro a través de la ventana y ahí está: fijo, como una calcomanía, un retrato, una película pausada. Nunca parpadea. Las nubes pasan debajo, arriba, detrás de él. Los rayos del sol le dibujan una aureola alrededor, como si fuera algo sagrado. ¿Acaso nadie más puede verlo? Comienzo a alterarme, bajo la mirada a las manos y tiemblan, los dedos se convulsionan. La mirada se sigue sintiendo agresiva, furiosa y no sé por qué. Lo único que puede reconfortarme es el hecho de ver a Mariana. Creo que ella es la única que trata de entenderme un poco; sólo un poco.
La cita era al medio día, ha pasado una hora y no llega. Las camareras del café se extrañan por mis ojos inyectados y por mi peculiar manera de mirar. Sin embargo, de algo puedo estár casí seguro, el ojo está ahí por alguna razón. Tengo una teoría que se puede demostrar. El ojo tiene cierta influencia en mi. ¿Cuál? Desde su aparición comencé a notar ciertas alteraciones en mi interacción con las personas. Puedo ver a través de ellos: su pasado. Mantengo los ojos fijos en los de la camarera. Sus ojos son unos túneles que puedo atravesar a mi antojo. Sus pupilas se convierten en pantallas que me transportan a su niñez. Me sumerjo en la memoria.
Hay una niña sentada en el pasto, detrás de ella hay una casa blanca de madera de dos pisos. En la primer plana hay dos ventanas traspasando el porche. En el segundo piso una ventana redonda toma el sitio medio, cómo si el fuera el ojo de una casa ciclope. El sol mira a través de las ramas de un castaño, el cual, da sombra al auto que acaba de aparcar. En la puerta de la casa hay una mujer levantando el brazo derecho, saluda. El otro, lo tiene guardado en la bolsa de su delantal. En sus labios se puede leer la palabra de bienvenida que no grita, pero llora. La niña gira su rostro hacia la acera. Se dibuja la duda en las mejillas rosadas, en el espacio donde vivía un diente, en los ojos negros, más negros que las llantas del auto que acaba de arrancar y deja humo a su paso. La niña las observa los rostros de sus padres como si fuera la primera vez que lo hace: la piel morena del hombre y el rubio jazmín de la mujer, pero, también hay alguien más. No le da tiempo de distinguir el chalequito azul, la gorrita de marinero, los zapatitos de colores y la sonrisa soñadora del niño con el que llegan sus padres. La mujer del delantal se acerca rápidamente a la pareja y al nuevo integrante te la familia. Pasa corriendo a un lado de la niña que lleva puesto un vestido verde con una mariposa dibujada en el pecho y que, hace apenas unos segundos jugaba con las muñecas que le regalaron en su cumpleaños número seis un mes antes.
Entran a la casa los cuatro, la niña se queda sola en el jardín. El viento golpea las lágrimas que caen de su rostro. Dentro de la casa se escuchan risas. La casa se burla de ella. Sus padres se han burlado de ella. Camina lentamente: un paso por cada cinco segundo que cuenta. No quiere entrar. Una vez adentro el cambio repentino asalta la inocencia de la niña. ¡Sus padres acaban de adoptar a un niño! El proceso fue largo y ella no tenía la menor idea. La tristeza y los celos comenzaron a apoderarse de ella. Mamá, papá, aquí estoy. Ninguno de los dos la escucha. Tienen la atención en el niño de cabello negro que juega con ellos en la sala. La niña corre decepcionada a su habitación. Dentro de ésta hay un castillo construido con mantas; dentro del castillo hay un espejo ovalado que refleja el pequeño cuerpo infantil. La niña se quita el vestido y queda desnuda ante sí misma. Los cabellos dorados caen en sus hombros. Los ojos parecen vidrios; se observa de arriba abajo, de abajo hacia arriba. No ve en ella una característica que pueda hacerla sentir bien. Siente culpa por no haber sido la hija que sus padres deseaban, por no haber comido sus alimentos cuando le decían, por haber robado el peine favorito de su madre, por haber escuchado detrás de la puerta como por las noches sus padres gritaban: todo por culpa suya. Por el simple hecho de existir. Buscaron un remplazo y ahora que lo tienen desea atravesar el espejo y perderse en el mundo infinito que no conoce.
Mi mente regresa a la cafetería. De una cafetera sale vapor y se escucha un grito. La mesera se ha quedado paralizada durante el pequeño y eterno instante en que fui testigo omnisciente del suceso que vivió a los seis años. Por ahora la taza del café me sabe exquisita. Creo que acabo de viajar en el tiempo sin moverme un solo centímetro de mi lugar. Qué suerte tengo. La mesera me observa con un aire desconfiado. Se acerca a mi mesa con una jarra de café. Rodea la mesa y se acerca a la ventana. Toma mi mano sin despegar sus ojos del cielo. De sus labios brotan las siguientes palabras: ¿Puedes verlo?
Mariana aparece en la puerta de la cafetería con la respiración agitada. La mesera sigue hipnotizada, yo perplejo. La respiración de ambos se ha detenido: el tiempo se detiene. Mariana queda congelada en el marco de la puerta, el café que servían al hombre de la mesa contigua a la mía ha quedado suspendido a medio camino. Los autos que pasaban fuera del local se han detenido. La mirada de la mesera se mueve; la mía también. Todo lo demás está congelado. No podemos articular palabra alguna, sin embargo, ambos sentimos una atracción que viene desde el cielo. Desde el ojo que podemos ver, ahí, empotrado en el azul eterno.
Como si fuera la implosión de una estrella a punto de morir, su cuerpo y el mío guiados por la fuerza de atracción del ojo –como marionetas- chocan y en un instante nos absorbe una masa negra. La cafetería se disuelve en una nube de humo espeso; cerramos los ojos y al abrirlos nos encontramos a la edad de dieciséis años.
De pie, frente a frente. Miro la vestimenta que lleva puesta. Una chamarra de piel con estoperoles sobre una blusa con un estampado de una banda de rock que no conozco, un tutu rosa cubre las medias negras que visten sus piernas, lleva unos tenis de lana blancos. El rostro que había visualizado a los seis años ha sufrido una transformación: ahora tiene los ojos delineados, sus labios están cubiertos de un labial rojo, tan rojo como el fuego de su mirada precoz. Los cabellos dorados son ya de distintos colores: verde, azul, morado. Desliza la lengua por encima de los labios y prueba el sabor del labial. No recordaba este sabor desde que tenia dieciséis años. Es la segunda vez que los tiene, que los tenemos. Yo tengo el cabello largo, quebrado y desaliñado. Visto unos jeans rotos, los tenis tienen aún más agujeros. Una camisa a cuadros me protege del frio, un collar de conchas está abrazado a mi cuello.
¿Dónde estamos? No tengo plena certeza, pero creo que es un campo desyerbado a orillas de la ciudad. A unos metros de nosotros hay un grupo de jóvenes recargados en una Van escuchando música y bebiendo. Tienen las mismas tendencias de ropa que la mesera. ¿Cómo te llamas? Laura. ¿Son tus amigos? No sé, veo bien. Vamos con ellos. Es de noche y las pisadas rompen lo poco que queda de la vegetación seca. Mientras nos acercamos comienzo a distinguir el número de personas. Hay dos mujeres y dos hombres. Me detengo a escasos metros de la camioneta. Levanto la mirada al cielo estrellado. No hay ningún ojo.
La puerta de la camionera está abierta, dentro de ella hay latas de cerveza y una cajetilla de cigarrillos. Los jóvenes escuchan una canción de Jimmy Hendrix a todo volumen. A lo lejos se ven las luces de la ciudad. Cuando estamos frente a ellos me percato que sus rostros no se distinguen: están borrados. Es un recuerdo, no sé si mío o de Laura. Creo que es una mezcla de ambos. La mente de cada uno de nosotros se entrelazo, los cables se cruzaron y nos encontramos en una realidad dual. Las voces de los jóvenes me parecen familiares, a Laura no. Para ella la Van es un recuerdo de su adolescencia. Los escuchamos hablar. Parece que no pueden vernos. Dicen que van a ser estrellas de Rock cuando crezcan y se vayan a vivir a Nueva York. Allá es dónde está el auge de la música underground, las vanguardias artísticas y los Yankees. Salud, carnal. Te la sabes, quisiera ser como tú. Se ríen los cuatro.
Beben cerveza como si fuera la última vez que lo van a hacer. Una lata tras otra es aplastada en el pasto seco. Una de las parejas comienza a besarse y lentamente el ritmo de su respiración y las ansias de sus cuerpos se agitan. Los otros como un reflejo, hacen lo miso. Laura y yo dirigimos la mirada a la nada. ¿Qué puede suceder ahora que somos jóvenes nuevamente? Las oportunidades de cometer los mismos errores son deliciosas. Nuestros conocidos errores. Desconcertados nos miramos el uno al otro. En el cielo se escuchan truenos. Cae un relámpago. En la milésima de segundo que tarda en caer y lamer la tierra toda esa ráfaga de electricidad la implosión hace explosión. Somos arrastrados en un torbellino que difumina todas las formas y los fondos. Aparezco de nuevo en medio de la cafetería. No hay ningún ojo.
El tiempo se sacude el hielo que lo cubrió y comienza a retomar su ritmo. El café de la mesa contigua cae en la taza y de esta sale un vapor que deleita el olfato. La mesera no está. Mariana se acerca rápidamente a la mesa, su respiración sigue agitada. Afuera los autos se deslizan velozmente. Miro al cielo, está azul, con nubes. El ojo ha desaparecido. Laura ha desaparecido. Mis píldoras aparecieron en el bolsillo de mi chamarra. Las tomo. Mariana me explica la causa de su retraso. Los trenes no tenían energía, algo o alguien se las había robado.
Mientras habla, me concentro sin concentrarme en sus ojos. Los laberintos de su iris son cafés, en el fondo del pozo de la pupila se ve un destello de luz y en el doble fondo mi reflejo. Las píldoras comienzan a hacer efecto. Ahora puedo comprender que no hay ningún ojo en medio del cielo, como tampoco existe Laura. Existe Mariana y existo yo. Existe su mirada comprensiva y única. Una mirada brillante en medio del universo que no me canso de sentir ni de beber.
Por Óscar Rodrigo Espinosa de Aquino.
MIRADA UNIVERSAL
Hay un ojo en el cielo que no deja de mirarme. Siento su presión cuando camino por la calle, cuando paso debajo de un puente, cuando llego a casa y cierro con seguro la puerta de mi habitación. Hay un ojo que no deja de observarme. Muchas veces me he preguntado qué o quién es. Cuando comenzó creía que era Dios. Con el paso de los días, las dudas surgieron. Si es Dios, ¿por qué únicamente tienes la mirada fija en mí? Hay miles de millones de personas más. ¿Qué interés tiene?
He platicado de esto con mi terapeuta; no me cree. Piensa que son alucinaciones menores y me manda más píldoras. Me ha pedido una descripción detallada del ojo. Es gigante y cubre parte del cielo, los laberintos del iris son cafés y en el fondo del pozo de la pupila a veces parece haber un destello de luz. Tiene pestañas, como las de los humanos. ¿Entonces me estás diciendo que es un verdadero ojo humano gigante pegado en el cielo? Si fuera de ese tamaño, todos podrían verlo. Ya lo sé ya lo sé, ese es mi conflicto. Pero, el hecho de que tú no puedas verlo no significa que no exista.
La mirada violenta del cielo cae sobre mí. Creo que está enojada por haber hablado de ella ¿o es él? Maldita sea, eso no importa. Ella, él, ambos. Un bledo. Lo que importa es que no me deja vivir. Desde el momento en que apareció, he comenzado a sentirme más débil, es como un agujero negro que día a día se alimenta de mi energía. Qué pasaría si de un tajo detengo mi respiración para siempre. ¿Se iría? No, no soy tan valiente. Debo tomar mis pastillas. ¿Dónde las deje? En las bolsas de mi pantalón no están, tampoco en mi mochila. Quizá en la chamarra. Tampoco. No pudieron quedarse en el consultorio, estoy seguro que las guarde en algún lado. No importa, por ésta noche no las tomare, supongo que nada malo puede pasar.
El sol me despierta golpeando mi rostro, las sabanas cubren el cuerpo sudoroso. Bostezo, miro a través de la ventana y ahí está: fijo, como una calcomanía, un retrato, una película pausada. Nunca parpadea. Las nubes pasan debajo, arriba, detrás de él. Los rayos del sol le dibujan una aureola alrededor, como si fuera algo sagrado. ¿Acaso nadie más puede verlo? Comienzo a alterarme, bajo la mirada a las manos y tiemblan, los dedos se convulsionan. La mirada se sigue sintiendo agresiva, furiosa y no sé por qué. Lo único que puede reconfortarme es el hecho de ver a Mariana. Creo que ella es la única que trata de entenderme un poco; sólo un poco.
La cita era al medio día, ha pasado una hora y no llega. Las camareras del café se extrañan por mis ojos inyectados y por mi peculiar manera de mirar. Sin embargo, de algo puedo estár casí seguro, el ojo está ahí por alguna razón. Tengo una teoría que se puede demostrar. El ojo tiene cierta influencia en mi. ¿Cuál? Desde su aparición comencé a notar ciertas alteraciones en mi interacción con las personas. Puedo ver a través de ellos: su pasado. Mantengo los ojos fijos en los de la camarera. Sus ojos son unos túneles que puedo atravesar a mi antojo. Sus pupilas se convierten en pantallas que me transportan a su niñez. Me sumerjo en la memoria.
Hay una niña sentada en el pasto, detrás de ella hay una casa blanca de madera de dos pisos. En la primer plana hay dos ventanas traspasando el porche. En el segundo piso una ventana redonda toma el sitio medio, cómo si el fuera el ojo de una casa ciclope. El sol mira a través de las ramas de un castaño, el cual, da sombra al auto que acaba de aparcar. En la puerta de la casa hay una mujer levantando el brazo derecho, saluda. El otro, lo tiene guardado en la bolsa de su delantal. En sus labios se puede leer la palabra de bienvenida que no grita, pero llora. La niña gira su rostro hacia la acera. Se dibuja la duda en las mejillas rosadas, en el espacio donde vivía un diente, en los ojos negros, más negros que las llantas del auto que acaba de arrancar y deja humo a su paso. La niña las observa los rostros de sus padres como si fuera la primera vez que lo hace: la piel morena del hombre y el rubio jazmín de la mujer, pero, también hay alguien más. No le da tiempo de distinguir el chalequito azul, la gorrita de marinero, los zapatitos de colores y la sonrisa soñadora del niño con el que llegan sus padres. La mujer del delantal se acerca rápidamente a la pareja y al nuevo integrante te la familia. Pasa corriendo a un lado de la niña que lleva puesto un vestido verde con una mariposa dibujada en el pecho y que, hace apenas unos segundos jugaba con las muñecas que le regalaron en su cumpleaños número seis un mes antes.
Entran a la casa los cuatro, la niña se queda sola en el jardín. El viento golpea las lágrimas que caen de su rostro. Dentro de la casa se escuchan risas. La casa se burla de ella. Sus padres se han burlado de ella. Camina lentamente: un paso por cada cinco segundo que cuenta. No quiere entrar. Una vez adentro el cambio repentino asalta la inocencia de la niña. ¡Sus padres acaban de adoptar a un niño! El proceso fue largo y ella no tenía la menor idea. La tristeza y los celos comenzaron a apoderarse de ella. Mamá, papá, aquí estoy. Ninguno de los dos la escucha. Tienen la atención en el niño de cabello negro que juega con ellos en la sala. La niña corre decepcionada a su habitación. Dentro de ésta hay un castillo construido con mantas; dentro del castillo hay un espejo ovalado que refleja el pequeño cuerpo infantil. La niña se quita el vestido y queda desnuda ante sí misma. Los cabellos dorados caen en sus hombros. Los ojos parecen vidrios; se observa de arriba abajo, de abajo hacia arriba. No ve en ella una característica que pueda hacerla sentir bien. Siente culpa por no haber sido la hija que sus padres deseaban, por no haber comido sus alimentos cuando le decían, por haber robado el peine favorito de su madre, por haber escuchado detrás de la puerta como por las noches sus padres gritaban: todo por culpa suya. Por el simple hecho de existir. Buscaron un remplazo y ahora que lo tienen desea atravesar el espejo y perderse en el mundo infinito que no conoce.
Mi mente regresa a la cafetería. De una cafetera sale vapor y se escucha un grito. La mesera se ha quedado paralizada durante el pequeño y eterno instante en que fui testigo omnisciente del suceso que vivió a los seis años. Por ahora la taza del café me sabe exquisita. Creo que acabo de viajar en el tiempo sin moverme un solo centímetro de mi lugar. Qué suerte tengo. La mesera me observa con un aire desconfiado. Se acerca a mi mesa con una jarra de café. Rodea la mesa y se acerca a la ventana. Toma mi mano sin despegar sus ojos del cielo. De sus labios brotan las siguientes palabras: ¿Puedes verlo?
Mariana aparece en la puerta de la cafetería con la respiración agitada. La mesera sigue hipnotizada, yo perplejo. La respiración de ambos se ha detenido: el tiempo se detiene. Mariana queda congelada en el marco de la puerta, el café que servían al hombre de la mesa contigua a la mía ha quedado suspendido a medio camino. Los autos que pasaban fuera del local se han detenido. La mirada de la mesera se mueve; la mía también. Todo lo demás está congelado. No podemos articular palabra alguna, sin embargo, ambos sentimos una atracción que viene desde el cielo. Desde el ojo que podemos ver, ahí, empotrado en el azul eterno.
Como si fuera la implosión de una estrella a punto de morir, su cuerpo y el mío guiados por la fuerza de atracción del ojo –como marionetas- chocan y en un instante nos absorbe una masa negra. La cafetería se disuelve en una nube de humo espeso; cerramos los ojos y al abrirlos nos encontramos a la edad de dieciséis años.
De pie, frente a frente. Miro la vestimenta que lleva puesta. Una chamarra de piel con estoperoles sobre una blusa con un estampado de una banda de rock que no conozco, un tutu rosa cubre las medias negras que visten sus piernas, lleva unos tenis de lana blancos. El rostro que había visualizado a los seis años ha sufrido una transformación: ahora tiene los ojos delineados, sus labios están cubiertos de un labial rojo, tan rojo como el fuego de su mirada precoz. Los cabellos dorados son ya de distintos colores: verde, azul, morado. Desliza la lengua por encima de los labios y prueba el sabor del labial. No recordaba este sabor desde que tenia dieciséis años. Es la segunda vez que los tiene, que los tenemos. Yo tengo el cabello largo, quebrado y desaliñado. Visto unos jeans rotos, los tenis tienen aún más agujeros. Una camisa a cuadros me protege del frio, un collar de conchas está abrazado a mi cuello.
¿Dónde estamos? No tengo plena certeza, pero creo que es un campo desyerbado a orillas de la ciudad. A unos metros de nosotros hay un grupo de jóvenes recargados en una Van escuchando música y bebiendo. Tienen las mismas tendencias de ropa que la mesera. ¿Cómo te llamas? Laura. ¿Son tus amigos? No sé, veo bien. Vamos con ellos. Es de noche y las pisadas rompen lo poco que queda de la vegetación seca. Mientras nos acercamos comienzo a distinguir el número de personas. Hay dos mujeres y dos hombres. Me detengo a escasos metros de la camioneta. Levanto la mirada al cielo estrellado. No hay ningún ojo.
La puerta de la camionera está abierta, dentro de ella hay latas de cerveza y una cajetilla de cigarrillos. Los jóvenes escuchan una canción de Jimmy Hendrix a todo volumen. A lo lejos se ven las luces de la ciudad. Cuando estamos frente a ellos me percato que sus rostros no se distinguen: están borrados. Es un recuerdo, no sé si mío o de Laura. Creo que es una mezcla de ambos. La mente de cada uno de nosotros se entrelazo, los cables se cruzaron y nos encontramos en una realidad dual. Las voces de los jóvenes me parecen familiares, a Laura no. Para ella la Van es un recuerdo de su adolescencia. Los escuchamos hablar. Parece que no pueden vernos. Dicen que van a ser estrellas de Rock cuando crezcan y se vayan a vivir a Nueva York. Allá es dónde está el auge de la música underground, las vanguardias artísticas y los Yankees. Salud, carnal. Te la sabes, quisiera ser como tú. Se ríen los cuatro.
Beben cerveza como si fuera la última vez que lo van a hacer. Una lata tras otra es aplastada en el pasto seco. Una de las parejas comienza a besarse y lentamente el ritmo de su respiración y las ansias de sus cuerpos se agitan. Los otros como un reflejo, hacen lo miso. Laura y yo dirigimos la mirada a la nada. ¿Qué puede suceder ahora que somos jóvenes nuevamente? Las oportunidades de cometer los mismos errores son deliciosas. Nuestros conocidos errores. Desconcertados nos miramos el uno al otro. En el cielo se escuchan truenos. Cae un relámpago. En la milésima de segundo que tarda en caer y lamer la tierra toda esa ráfaga de electricidad la implosión hace explosión. Somos arrastrados en un torbellino que difumina todas las formas y los fondos. Aparezco de nuevo en medio de la cafetería. No hay ningún ojo.
El tiempo se sacude el hielo que lo cubrió y comienza a retomar su ritmo. El café de la mesa contigua cae en la taza y de esta sale un vapor que deleita el olfato. La mesera no está. Mariana se acerca rápidamente a la mesa, su respiración sigue agitada. Afuera los autos se deslizan velozmente. Miro al cielo, está azul, con nubes. El ojo ha desaparecido. Laura ha desaparecido. Mis píldoras aparecieron en el bolsillo de mi chamarra. Las tomo. Mariana me explica la causa de su retraso. Los trenes no tenían energía, algo o alguien se las había robado.
Mientras habla, me concentro sin concentrarme en sus ojos. Los laberintos de su iris son cafés, en el fondo del pozo de la pupila se ve un destello de luz y en el doble fondo mi reflejo. Las píldoras comienzan a hacer efecto. Ahora puedo comprender que no hay ningún ojo en medio del cielo, como tampoco existe Laura. Existe Mariana y existo yo. Existe su mirada comprensiva y única. Una mirada brillante en medio del universo que no me canso de sentir ni de beber.
Por Óscar Rodrigo Espinosa de Aquino.
TERCER LUGAR EN CATEGORÍA "POESÍA"
CANTO DE PRIMAVERA
¡Shhh! Escucha con atención,
la ancestral orquesta afinando está.
Despoja su estuche blanco,
las campanillas y los triángulos
abren la orquesta ¡clin! ¡clin! ¡clan!
La flauta dulce los acompaña,
le siguen el fagot y el clarín.
Los violines y el chelo a su ritmo van.
Mientras el Céfiro y la brisa enseñan
al jazmín y al rosal a bailar.
Afrodita irradia belleza, se suelta las trenzas
y su moños aletean por todo el lugar,
rojos, amarillos y azules los hay.
Iris pinta el cielo, tan profundo como el mar.
Ninfas y Dríades se desnudan, bailan salvajes
y libres entre montes y llanuras.
Un pícaro sátiro salta de entre los arbustos,
mientras su miembro erecto, fecunda
la fértil tierra.
Las trompetas, la marcha hacen sonar,
mientras del Olimpo, Deméter comienza a bajar.
Los campos la reverencian a su paso,
y ella los inunda de trigo y sorgo a destajo.
Se prepara, toma su poderoso cetro,
golpea tres veces el suelo y su llamado llega
al mismísimo infierno.
La tierra tiembla, se estremece
y hace brotar de su seno, a la temida
bestia Cerbero.
Los aullidos del guardián detienen la marcha;
las ninfas huyen y el sátiro desaparece, cual
flecha recién disparada.
La fiera se abalanza sobre la madre, pero
un tirón de la cadena lo arrastra a su abismo.
Entre alaridos y gritos, surge omnipotente
el rey de Infierno; Hades reverencia a su suegra
y hermana, mientras los gritos callan
y aparece su reina.
¡Dulce Perséfone!, el infierno la ha maltratado;
Su belleza está casi marchita,
su vestido rajado y sucio.
Llora y se lanza a los brazos de su madre;
insita a Hades a cumplir su palabra, y éste
digno y oscuro se marcha.
La tierra tiembla y Hades la cierra.
Madre e hija están reunidas, Afrodita
le trae vestidos y flores a la casi marchita
princesa, mientras el travieso Cupido,
la corona “Reina Amada” de la primavera.
Vuelven las ninfas y las dríades, ahora
los pájaros cantan y la reina se calma.
De marzo a noviembre baila, goza y se relaja,
mientras libre pueda,
pues allá abajo, su marido
impaciente le espera.
Por José Manuel De la Vega Arias.
CANTO DE PRIMAVERA
¡Shhh! Escucha con atención,
la ancestral orquesta afinando está.
Despoja su estuche blanco,
las campanillas y los triángulos
abren la orquesta ¡clin! ¡clin! ¡clan!
La flauta dulce los acompaña,
le siguen el fagot y el clarín.
Los violines y el chelo a su ritmo van.
Mientras el Céfiro y la brisa enseñan
al jazmín y al rosal a bailar.
Afrodita irradia belleza, se suelta las trenzas
y su moños aletean por todo el lugar,
rojos, amarillos y azules los hay.
Iris pinta el cielo, tan profundo como el mar.
Ninfas y Dríades se desnudan, bailan salvajes
y libres entre montes y llanuras.
Un pícaro sátiro salta de entre los arbustos,
mientras su miembro erecto, fecunda
la fértil tierra.
Las trompetas, la marcha hacen sonar,
mientras del Olimpo, Deméter comienza a bajar.
Los campos la reverencian a su paso,
y ella los inunda de trigo y sorgo a destajo.
Se prepara, toma su poderoso cetro,
golpea tres veces el suelo y su llamado llega
al mismísimo infierno.
La tierra tiembla, se estremece
y hace brotar de su seno, a la temida
bestia Cerbero.
Los aullidos del guardián detienen la marcha;
las ninfas huyen y el sátiro desaparece, cual
flecha recién disparada.
La fiera se abalanza sobre la madre, pero
un tirón de la cadena lo arrastra a su abismo.
Entre alaridos y gritos, surge omnipotente
el rey de Infierno; Hades reverencia a su suegra
y hermana, mientras los gritos callan
y aparece su reina.
¡Dulce Perséfone!, el infierno la ha maltratado;
Su belleza está casi marchita,
su vestido rajado y sucio.
Llora y se lanza a los brazos de su madre;
insita a Hades a cumplir su palabra, y éste
digno y oscuro se marcha.
La tierra tiembla y Hades la cierra.
Madre e hija están reunidas, Afrodita
le trae vestidos y flores a la casi marchita
princesa, mientras el travieso Cupido,
la corona “Reina Amada” de la primavera.
Vuelven las ninfas y las dríades, ahora
los pájaros cantan y la reina se calma.
De marzo a noviembre baila, goza y se relaja,
mientras libre pueda,
pues allá abajo, su marido
impaciente le espera.
Por José Manuel De la Vega Arias.
TERCER LUGAR EN CATEGORÍA "CUENTO BREVE"
SERENDiPIA
Hace unos días te escribí un poema. A decir verdad, creo que más de uno. Pero este poema del que te hablo tenía algo en particular, y es que lo escribí estando en un baño. La inspiración tiene formas misteriosas y se manifiesta en momentas insospechadas. Como hace unas terceras, estaba esperando el camión y me acordé de ti, tres segundos después miré nuevamente al boulevard y vi la ruta alejándose.
—Pinche Carlos! Qué wey estás! —me dijo mi cerebro.
Pero no importó.
El mes pasado me subarrendaron una pieza en una casa frente al aeropuerto. Otro de mis intentos -fallidos- de autoconocimiento, que si bien no alcancé el nirvana (ay sí!) recordé un par de cosas que de alguna forma había relegado al olvido. Estaba pues, en el baño. Afuera había una fiesta. Ya te imaginarás, gente bailando y fumando y riendo y bebiendo como si no hubiera mañana, discuciones intrascendentes sobrel amor, el alma, el arte, el universo, la política, econología, en fin, puras bloyamberías. Estaba atento, haciéndome tonto hasta que mis riñones me recordaron que estaba vivo. Entré al baño, desabotoné el pantalón y pss a lo que iba. No había terminado de orinar cuando por debajo de la puerta asomóse un la'corde, 220+277+329 (sumados no sé cuántos) herz desoxirribonucleicos de fecunda paz.
Eran los red hot chilli peppers:
“this is where I want to be and this is what I give to you cos I get it free”
Una canción muy bonita.
—¡Si tuvieras esa capacidad poética! ¡ese ritmo! —volvió a interrumpir mi cerebro.
—¡Cállate! —le dije.
Tomé la pluma de cartón en el bolsillo de la camisa. Arranqué con cautela cuatro cuadritos de papel de baño y sucedió:
el poema era breve, siete versos asimétricos y sincopados, una sola rima, tu risa, el amor en tiempos del neoliberalismo, la oscura noche del alma engullendo los sentidos, y allí estaba, el poema más sublime del que se haya tenido registro en papel.
—¡En tu cara Jevús, en tu culo Satanás! —grité victorioso mientras mis ojos cubiertos de lágrimas de felicidad repasaban los apenas siete renglones que componían el poema. Era arriesgado, usaba un lenguaje sencillo y tenía de romántico lo que yo tengo de moreno, sin dejar de lado la seriedad que expele el humor lacrimógeno-lacónico. Mis minusválidos conocimientos de estudiante fracasado de secundaria privada, sumado a mi mal gusto, me hicieron sentir, sin cabida a cualquier incertidumbre, que se trataba de una obra de arte, con todas sus letras en mayúsculas y en negritas. Shakespeare, Quevedo, Garcilaso, ninguno estaba a la altura, ni Walt Whitman ni Devendra Banhart. La poesía, dadora de vida, creadora de belleza, había florecido de la mano ponzoñosa de un junkie cualquiera (¡¡mi mano!!) y había dado a luz el fruto más suave y dulce y fresco y tierno y bondadoso y, y, y y,, y ni el profeta más iluminado hubiera sido digno de testiguar semejante poema sin incurrir en la blasfemia.*
Doblé cuidadosamente los cuadritos de papel y los guardé en el bolsillo trasero del pantalón. Quién lo diría, la belleza como la vida, halla su camino: en el mundo crecen flores de las rocas y sublimes poemas son escritos en papel para limpiar el culo.
No pude contenerme, salí del baño y no regresé a embriagarme. Entré en otro cuarto, apagué la luz y me acosté a dormir. Esa noche tuve una visión, estaba muerto y por no-obvias razones en el infierno católico, cociéndome entre llamas peruanas y de fuego, satisfecho de mi obra, de a ratos caminando a solas, huyendo de las miradas envidiosas de Baudeliere, Rimbaud y un tal conde de Lautréamont. Condenado al eterno tormento por ese pequeño detalle, la adicción a la belleza.
Al día siguiente desperté con el tercer canto del gallo, a eso de las ocho a eme. Bajé a la cocina y llené la cafetera. Salí a la terraza, saludé a Tonatiuh y, agradeciendo su luz chispeé un cigarro. Exhalé a la par del vuelo de una parvada de urracas que recién despegaban por entre las ramas de un huizache.
Regresé a la cocina a servir café y al llegar nuevamente a la terraza sentí mis pezones endurecerse con las corrientes del viento matutino. Di un sorbo al café y estornudé. Limpié mi nariz por fuera y luego soplé de modo que las fosas nasales quedaran libres. Miré fijamente al oriente. El sol rojo. Japón naciente. Pensé en haikús y recordé el poema más sublime jamás escrito, ese que había escrito para ti.
Metí la mano en el bolsillo y me petrifiqué. Di una fumada al cigarro tratando de conservar la calma, y nada. Volví a estornudar. Dicen que cuando se estornuda es porque alguien se ha acordado de uno. But then again, la gente suele decir muchas cosas. Volví a limpiar mi nariz y entré a la casa no sin antes apagar el cigarro. Recorrí cada segundo y centímetro de la casa buscando el papel de baño con el más sublime poema jamás escrito. Nada.
Nervioso ante la posibilidad de haber alucinado todo, saqué otro cigarro y no fue hasta que revolví en mi bolsillo en busca del encendedor que encontré en un pedazo de papel, aplastado entre mocos y una colilla de Farosinfiltro, el poema más bello jamás escrito.
_______________________
*Acontecimientos como este son más comúnes de lo cualquiera llegaría a creer. En el ámbito científico se le ha dado el nombre de serendipia. En lo particular prefiero referirle como accidente cósmico.
Por Carlos Alberto Tovar Zavala.
SERENDiPIA
Hace unos días te escribí un poema. A decir verdad, creo que más de uno. Pero este poema del que te hablo tenía algo en particular, y es que lo escribí estando en un baño. La inspiración tiene formas misteriosas y se manifiesta en momentas insospechadas. Como hace unas terceras, estaba esperando el camión y me acordé de ti, tres segundos después miré nuevamente al boulevard y vi la ruta alejándose.
—Pinche Carlos! Qué wey estás! —me dijo mi cerebro.
Pero no importó.
El mes pasado me subarrendaron una pieza en una casa frente al aeropuerto. Otro de mis intentos -fallidos- de autoconocimiento, que si bien no alcancé el nirvana (ay sí!) recordé un par de cosas que de alguna forma había relegado al olvido. Estaba pues, en el baño. Afuera había una fiesta. Ya te imaginarás, gente bailando y fumando y riendo y bebiendo como si no hubiera mañana, discuciones intrascendentes sobrel amor, el alma, el arte, el universo, la política, econología, en fin, puras bloyamberías. Estaba atento, haciéndome tonto hasta que mis riñones me recordaron que estaba vivo. Entré al baño, desabotoné el pantalón y pss a lo que iba. No había terminado de orinar cuando por debajo de la puerta asomóse un la'corde, 220+277+329 (sumados no sé cuántos) herz desoxirribonucleicos de fecunda paz.
Eran los red hot chilli peppers:
“this is where I want to be and this is what I give to you cos I get it free”
Una canción muy bonita.
—¡Si tuvieras esa capacidad poética! ¡ese ritmo! —volvió a interrumpir mi cerebro.
—¡Cállate! —le dije.
Tomé la pluma de cartón en el bolsillo de la camisa. Arranqué con cautela cuatro cuadritos de papel de baño y sucedió:
el poema era breve, siete versos asimétricos y sincopados, una sola rima, tu risa, el amor en tiempos del neoliberalismo, la oscura noche del alma engullendo los sentidos, y allí estaba, el poema más sublime del que se haya tenido registro en papel.
—¡En tu cara Jevús, en tu culo Satanás! —grité victorioso mientras mis ojos cubiertos de lágrimas de felicidad repasaban los apenas siete renglones que componían el poema. Era arriesgado, usaba un lenguaje sencillo y tenía de romántico lo que yo tengo de moreno, sin dejar de lado la seriedad que expele el humor lacrimógeno-lacónico. Mis minusválidos conocimientos de estudiante fracasado de secundaria privada, sumado a mi mal gusto, me hicieron sentir, sin cabida a cualquier incertidumbre, que se trataba de una obra de arte, con todas sus letras en mayúsculas y en negritas. Shakespeare, Quevedo, Garcilaso, ninguno estaba a la altura, ni Walt Whitman ni Devendra Banhart. La poesía, dadora de vida, creadora de belleza, había florecido de la mano ponzoñosa de un junkie cualquiera (¡¡mi mano!!) y había dado a luz el fruto más suave y dulce y fresco y tierno y bondadoso y, y, y y,, y ni el profeta más iluminado hubiera sido digno de testiguar semejante poema sin incurrir en la blasfemia.*
Doblé cuidadosamente los cuadritos de papel y los guardé en el bolsillo trasero del pantalón. Quién lo diría, la belleza como la vida, halla su camino: en el mundo crecen flores de las rocas y sublimes poemas son escritos en papel para limpiar el culo.
No pude contenerme, salí del baño y no regresé a embriagarme. Entré en otro cuarto, apagué la luz y me acosté a dormir. Esa noche tuve una visión, estaba muerto y por no-obvias razones en el infierno católico, cociéndome entre llamas peruanas y de fuego, satisfecho de mi obra, de a ratos caminando a solas, huyendo de las miradas envidiosas de Baudeliere, Rimbaud y un tal conde de Lautréamont. Condenado al eterno tormento por ese pequeño detalle, la adicción a la belleza.
Al día siguiente desperté con el tercer canto del gallo, a eso de las ocho a eme. Bajé a la cocina y llené la cafetera. Salí a la terraza, saludé a Tonatiuh y, agradeciendo su luz chispeé un cigarro. Exhalé a la par del vuelo de una parvada de urracas que recién despegaban por entre las ramas de un huizache.
Regresé a la cocina a servir café y al llegar nuevamente a la terraza sentí mis pezones endurecerse con las corrientes del viento matutino. Di un sorbo al café y estornudé. Limpié mi nariz por fuera y luego soplé de modo que las fosas nasales quedaran libres. Miré fijamente al oriente. El sol rojo. Japón naciente. Pensé en haikús y recordé el poema más sublime jamás escrito, ese que había escrito para ti.
Metí la mano en el bolsillo y me petrifiqué. Di una fumada al cigarro tratando de conservar la calma, y nada. Volví a estornudar. Dicen que cuando se estornuda es porque alguien se ha acordado de uno. But then again, la gente suele decir muchas cosas. Volví a limpiar mi nariz y entré a la casa no sin antes apagar el cigarro. Recorrí cada segundo y centímetro de la casa buscando el papel de baño con el más sublime poema jamás escrito. Nada.
Nervioso ante la posibilidad de haber alucinado todo, saqué otro cigarro y no fue hasta que revolví en mi bolsillo en busca del encendedor que encontré en un pedazo de papel, aplastado entre mocos y una colilla de Farosinfiltro, el poema más bello jamás escrito.
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*Acontecimientos como este son más comúnes de lo cualquiera llegaría a creer. En el ámbito científico se le ha dado el nombre de serendipia. En lo particular prefiero referirle como accidente cósmico.
Por Carlos Alberto Tovar Zavala.