Por Pablo Alfredo Diosdado Vallejo Solía ser de esos niños que disfrutaba de vivir aventuras. Cuando podíamos, mi hermano y yo salíamos con papá a dar largos paseos por los prados a las afueras de la ciudad. Mis ojos siempre concebían una gran belleza a todo lo que mi periferia alcanzara. Josué siempre prefirió quedarse en casa con mamá, y aunque no fuera la persona más divertida del mundo, no dejaba de ser mi adorado hermano mayor, al fin y al cabo, yo tenía sólo diez y él diecisiete. Al pasar los días, Josué se veía más y más cabizbajo, además, yo no conocía la fuente de su extraña rebeldía. Una mañana, mientras toda la familia desayunaba en la extensa mesa de roble, me cansé de la actitud pesimista de Josué y decidí molestarlo, irónicamente quería animarlo un poco, de todos los modos, ese era el trabajo de un buen hermano menor, ¿No?… Le comenté que ni siquiera el grillar sonaba cuando callaba, mientras yo esbozaba una sonrisilla traviesa. Papá y mamá miraron muy serios a Josué, esperando una respuesta incorrecta para reprenderlo, o al menos eso me suponía. Replicó, Josué, diciéndome que yo era molesto, disparando una mirada déspota y atroz contra mí. Noté el poco brillo que emanaba mi hermano, como si estuviera en otro mundo completamente. Sentí una cuchillada en mi pecho, no era lo que me había dicho, sino la forma en la que lo hizo. ⎯Yo sólo quería…⎯Josué me interrumpió abruptamente antes de que pudiera terminar de hablar. Con ojos de odio me hizo callar. Alzó la voz muchísimo. Le grité que no me dijera mocoso, pero ignoró mi reclamo, tomó su plato mientras daba un pequeño golpe en la mesa y abandonó el comedor, dejando su silla desordenada. Pensé que tal vez mamá lo reprendería, pues ella siempre nos ordenaba acomodar la silla cuando dejáramos la mesa, pero había enmudecido al igual que papá. Yo trataba de entender lo que estaba pasando; por qué el semblante tan triste de mis padres, y por qué la casa se teñía de un lúgubre ambiente, como cuando la abuela falleció. Me sentía traicionado y excluido. _ Debes empezar a aprender cuándo hablar y cuándo no, Carlo. Tus bromas a veces son un poco tontas e innecesarias, ¿No lo crees?_ Mamá por fin decidió comentar algo después de un largo silencio. Aunque no se veía molestia en su semblante, tampoco estaba muy contenta por mi actitud. Pedí disculpas a mi madre, seguí comiendo lo último en mi plato. A pesar de que me fascinaba la chuleta de cerdo que preparaba mamá, ese día todo me sabía amargo. Me sentía especialmente infeliz aquel día. Papá sólo se retiró de la mesa, su rostro no irradiaba expresión alguna, tal como la cara de Josué. ¿Qué estaba pasando en mi hogar? Desde ese pequeño incidente, pasaron meses en los que traté de no hacer contacto con Josué, cosa que se me complicaba a veces. La costumbre del silencio entre él y yo se había tornado algo notoria. Comenzaba a entender lo que mamá quería decir aquella mañana triste: “Aprender cuándo hablar y cuándo no…”. Entre semana, Josué entrenaba en los campos de La Purísima, desde las cinco de la mañana y hasta la una de la tarde, después iba al colegio, de tres a ocho de la noche. Su horario me daba tiempo de llevar mi vida tranquila y sin tener que verlo cara a cara todos los días. Una mañana estaba en clases, alguien llamó a la puerta. La maestra Marlene abrió los ojos un tanto impactada; salió del aula con pasos vacilantes, tardó un momento, y sólo se escuchaban susurros muy altos afuera del salón. De pronto, volvió a entrar con una cara de terror inmutable. Dejando la puerta abierta, con voz queda, exclamó: «Niños, por hoy todas sus clases estarán suspendidas, hasta nuevo aviso. El autobús los estará esperando en la salida para llevarlos hasta la puerta de sus hogares. ¡Vayan, vayan, vayan!» Perdiendo la compostura, la Miss Marlene comenzaba a darle pequeños empujoncitos a todos mis compañeros para que salieran al patio, nadie entendía nada, pero por alguna razón la maestra nos estaba acarreando así. Nunca había notado la gran cantidad de niños que asistíamos a la escuela “Leonardo De Jave”. Al salir de ahí, mis amigos, los maestros y los demás niños estaban observando atónitos el cielo. Volteé a ver qué tanto alboroto pasaba y pude visualizar un color rojizo anaranjado que abrazaba las nubes, siguiendo un trazo muy grueso de gris desde la superficie de la ciudad hasta ellas. No tardé en percatarme de los murmullos de los profesores, sólo podía escuchar ciertos fragmentos de las conversaciones: «Es cerca de las fábricas… No, parece que es… En los campos había muchos…No puede ser que esté comenzando… En La Purísima debió… No lo creo…». Todos los profesores hablaban y discutían entre sí, lo hacían en voz baja para no causar revuelo en nosotros. De pronto, mis ganas aventureras se convirtieron en preocupación y después en tristeza, si los profesores estaban en lo correcto, aquella nube gris roja venía desde los campos de La Purísima. A esa hora se encontraba mi hermano entrenando allí, y nubes de ese color jamás han presagiado algo bueno. Aunque Josué fuera un aburrido y amargado, no dejaba de ser mi adorado hermano mayor. Luego, los autobuses comenzaron a llevarnos a todos nosotros a nuestras casas. Entré corriendo, busqué a mamá para preguntarle por Josué, esperando que estuviera en casa. Mamá parecía más aterrada que yo por la noticia, iba de un lado a otro sin parar. Traté de intervenir en su camino pero sólo me hizo a un lado, diciéndome que me quitara del medio y que no era el momento. Levanté la voz para que me hiciera caso, aunque mi titubeo era imparable, estaba totalmente nervioso y fuera de mí. _ No sé dónde está, ¿No ves que es lo que trato de saber?_ Replicó mamá, buscando en una agenda el número de La Purísima, sus manos temblaban muchísimo. Me hizo señas poniendo su dedo índice en los labios, haciendo la expresión de que no hablara. La línea estaba muerta, mamá comenzó a llorar sin parar. Puse mi mano sobre la cabeza de mamá suavemente para consolarla; la tomó con fuerza, me miró a la cara con los ojos cristalinos, sólo me abrazó y, suspirando entre llantos, dijo el nombre de mi hermano. Para el anochecer, las nubes rojizas habían cesado, el cielo volvía a su color oscuro pintado de estrellas. Mamá no salía de su cuarto, cuando, de pronto, tocaron a la puerta. Eran golpes débiles pero resonantes, yo pegué un brinco de la silla en la que me encontraba pensando sobre lo que había pasado hoy. Fui a abrir la puerta y, para mi sorpresa, eran Josué y papá, no dudé en abrazarlos por el cuello, casi asfixiándolos. _ Lo siento, hermanito, siempre he sido un imbécil, creo que lo inevitable ha llegado a nuestro hogar y es mejor que te prepares para lo peor_ Josué suspiró arrepentido. Papá no despegaba la mirada de él, lo sujetó del hombro y dio una negativa con la cabeza sin decir nada. Le insistí que siguiera, mi hermano ignoró el ademán de papá, cerró los ojos, suspiró y lo dijo: «¿Qué te han enseñado del ejército en la escuela, Carlo?». _ No mucho, sólo sé que son la fuerza nacional, son quienes se encargan de la seguridad de toda la gente, brindan respeto a los símbolos patrios, hacen marchas y desfiles cada año. Además llevan grandes armas y tanques, ¿No?_ Mirándome con simpatía, Josué asintió, esbocé una sonrisa de oreja a oreja. Padre golpeó repentinamente la puerta, de madera barnizada, interrumpiendo al instante. Con las venas de la cabeza saltadas gritó: «No es algo de lo que te tengas que alegrar, Carlo. ¡Caray! La guerra es un monstruo que consume todo y está a la vuelta de la esquina. Hoy atacaron los campos de La Purísima, no pudimos hacer nada más que apagar el fuego de los bombardeos, se perdieron algunas vidas, eso fue una advertencia. A la próxima se dirigirán a las fábricas y después aquí, a nuestro hogar; la ciudad, y con todo el peso del fuego posible». Quedé silente por la autoridad que imponía, el Comandante Herrera le decían, hasta ahora comenzaba a entender la importancia del trabajo de mi padre. _ Mañana, a las cuatro de la mañana, tengo que salir de nuevo a La Purísima, vamos a reorganizar los escuadrones y todos los hombres mayores de edad vendrán, todos, incluyéndote Josué, quieras o no, lo hemos discutido antes. Esto iba a pasar en cualquier momento, despídete de mamá porque te quiero allá a las cinco en punto_. Sin decir nada más; papá subió a su cuarto dándonos la espalda. Comenzaron a escucharse murmullos, de pronto, se convirtieron en llantos de mujer. Mi hermano y yo nos quedamos pasmados, junto a la puerta. Jamás había visto a papá tan enojado y serio. Josué no podía disimular su frustración ni el pigmento pálido de su piel, aunque su tez era morena; intentó disimular una sonrisa. Él nunca fue bueno actuando, podía distinguir entre una risa verdadera y una falsa. «Pues ya está todo dicho», dijo resignado mi hermano y subió a su cuarto sin decir más nada. Las únicas palabras de Josué en meses eran indirectamente un adiós. Me dolía saber que la guerra venía a casa, pero más dolía la indiferencia de mi adorado hermano mayor. Eran aproximadamente las tres y media de la mañana, me asomé por las escaleras para ver qué sucedía. Papá tenía puesto un uniforme verde olivo, recién planchado, un extraño gorro del mismo color y múltiples medallas; unas botas gruesas con calzado del diez; generaban postura y poder, parecía como si jamás lo hubiera estrenado. Me extrañó el cambio de apariencia de papá, pues siempre vestía un traje color azul marino, sus medallas bien formadas en su tela suave y sus elegantes zapatos recién boleados. Hoy era una mañana diferente, mamá gritoneaba a papá, pero él hacía caso omiso. Sólo tomó unos sorbos de café, comió un poco de los huevos recién preparados; dio un beso a mamá para callarla y salió de la casa sin más que hacer, ajustándose los pantalones. Papá se había ido, y me arrepentía por no haber bajado a despedirme. Una hora después, Josué bajó a la cocina, mamá seguía despierta, preparo más huevo y café. Mamá lo abrazó y le dio un beso en la mejilla. Le sacudió el uniforme, aunque no era tan resplandeciente como el de papá, era admirable. Corrí para despedirme esta vez. _ ¿Te vas sin despedirte igual que papá?_ Le repliqué con el ceño fruncido y en voz alta, mientras bajaba las escaleras. Josué lo negó, pero no evadió mi pregunta, se rió y me llamó ‘mocoso’, como siempre. Aunque trataba de maquinar ánimos, sus pies siempre delataban sus nervios implacables. Josué se acercó, me abrazó con un solo brazo y mientras estrujaba mi espalda se despidió. No pude evitar que las lágrimas empañaran mi vista; no quería quedar como la ‘niñita de mamá’ tan temprano, y hoy era especial, pues hacía años que mi hermano no me demostraba cariño alguno. Yo estaba inconforme, pero feliz. Josué se sonrió, se puso el gorro y se desvaneció, mientras se alejaba poco a poco a lo largo de la calle. Mamá lo despedía desde la puerta, ella también tenía los ojos empapados en sentimiento. Unas horas más tarde, la ciudad estaba activa, la voz de la guerra se había corrido de esquina a esquina y de rincón a rincón. Un precedente de la guerra es que las personas sacan lo peor de ellas; con una probadita de desastre, todos pierden la cabeza. La naturaleza tiene un tremendo poder destructivo: huracanes, ciclones, terremotos, volcanes, maremotos, etcétera; pero era un número limitado de desastres. Lo que realmente estremecía mi tranquilidad era la creatividad humana; cualquier cosa que pensará podía ser síntoma de una enfermedad de muerte, cualquier cosa, incluso algo bueno podía ser usado para el mal. Algo útil, que me enseñaron en la escuela, es que la historia existe para no repetir los mismos errores, pero los humanos somos necios y los repetimos una y otra, y otra, y otra vez, hasta que tocamos fondo. Un sombrío ambiente resguardaba a los civiles y el apuro carcomía a nuestros soldados. En toda la ciudad se preparaban para lo peor, se desplegaban ametralladoras, coches militares y un número masivo de soldados bien armados. A las afueras, cañones, púas y barreras protegían las entradas. En los límites más lejanos, cañones antiaéreos y bombarderos fijos. En unas horas nuestra hermosa ciudad había perdido su brillo, convirtiéndose en una gris zona de guerra. El conflicto estaba tocando a las puertas de mi casa, con llantas metálicas y sonidos insoportablemente retumbantes, era como el opio de la gente. Había toque de queda a partir de las seis de la tarde. Parecía que nuestra ciudad era un punto crítico en la guerra, por el gran número y el tamaño de sus fábricas, lo cual hizo que más asistencia militar acudiera desde otros estados a la protección de la misma. Los periódicos y el internet eran mi fuente fiable de información, si algo no lo decían en los periódicos, en el internet sí, o viceversa. De la tele deseaba mucho más, las propagandas que emitían eran misantrópicas, además de amarillistas, era obvio. Sólo un tonto no sabía que el gobierno manipulaba las televisoras. Al tercer día por fin comenzó. El rugir de múltiples aviones Caza marcaban la mañana, así como el canto de un gallo. Corrí al ático, pues tenía una vista amplia desde allí. A lo lejos, pude ver un enjambre de avispas alborotadas, lo decepcionante era que los aviones enemigos eran el mismo enjambre. Adoptaron una formación de triángulo y se dividieron en grupos, más de los que podía contar. Jamás había visto un número tan grande de aviones. Un día normal, antes de la guerra, veía a lo mucho cinco por día, si es que prestaba atención al cielo. Hoy, mínimo; había ciento sesenta avispas en el aire aproximándose a nuestra ciudad. Mis nervios se estremecieron y, cerrando los puños, sólo pude encogerme y sentarme en el piso frío de concreto a esperar lo peor. Mamá entró súbitamente al ático, al verme gritó que me escondiera debajo de la mesa. Me tomó por los brazos, casi alzándome, me empujó debajo del mueble de madera y a un lado ella se arrinconó, jamás me soltó. De pronto el sonido de los proyectiles y los bombardeos inundaron la ciudad, las defensas resistían lo más posible, pero era la primera vez que se ponían a prueba los antiaéreos. Se escuchaba el resonar de los cañones, combinado con los gritos desesperados de los civiles. Algunas casas se desplomaban y otras acababan como coladeras, hasta los edificios más fuertes estaban comenzando a doblarse como pequeñas hojas de papel, el poder del fuego enemigo era sorprendente, tan sólo era la primera oleada, yo lo sabía. El desastre continuó así hasta el ocaso. Nuestro ejército sobrevivió al primer día, pero las bajas civiles eran incontables. El objetivo de la guerra era destruir la carne viva. Al anochecer, los escombros de una explosión destruyeron el techo del ático de mi casa; del susto, me quedé sin palabras, por suerte, la mesa resistió. Mamá también estaba aterrada, de pronto, hubo un cese al fuego. En las calles se escuchaban soldados corriendo y gritando: «¡Se están retirando, se están retirando!». Y, entre festejos militares, trataban de simular una sonrisa. Decían que la sonrisa daba fuerza y esperanzas en momentos difíciles, intenté hacerlo, pero no pude. La guerra era lo peor que me podía haber pasado, no sentía ni una pizca de felicidad. La calle alborotada de militares, las casas parecían ruinas, mi padre y mi hermano envueltos en este conflicto, mis amigos, conocidos y vecinos desaparecidos o acribillados, no encontraba ni una sola razón para llenarme de regocijo. Me asomé afuera de la casa cuidadosamente, mi madre no me dijo nada, seguía paralizada por lo que había vivido en el ático, ella sólo se sentó en el comedor sin expresión. En la calle se escuchaba el resonar del trueno de las armas muy a lo lejos; y mi curiosidad me mataba, aunque estaba asustado, no quería esperar al periódico de la mañana, quería ver con mis propios ojos los acontecimientos trágicos. Un ferviente deseo, por ver la verdad impulsaba mis pasos, uno tras otro, caminando por las calles iluminadas por las lámparas tintineantes. Vi a un pequeño grupo de soldados conversando seriamente, mientras montaban guardia. Caminé agazapado por detrás de unos coches estacionados, al lado derecho de la acera. Pisé un bulto extraño, _¡No puede ser!_ Di un pequeño salto para atrás tapándome la boca, era una persona. Al poco tiempo me percaté que el arroyo de la calle estaba marcado por un rastro de balas que seguían una línea recta y, en su trazo, varios bultos tirados a los lados. Un camino sangriento opacado por la poca luz de la calle, mis sentimientos estaban apagados, tal vez un shock emocional evitaba que sintiera remordimiento, mis pies se movían solos hacia adelante, evitando el frío de la sangre derramada en aquel pasillo de muerte. _ ¡Qué espantoso!⎯ Murmuré. Sólo seguí caminando, volví a sentir ese lúgubre ambiente que se percibe en los funerales. Sí, la ciudad era una tumba. Los que morían y los que estábamos condenados a morir éramos la población. Evadí a los soldados entre sombras. Llegué al centro de la ciudad cuando las armas rugieron de nuevo, cubrí mi cabeza por instinto y corrí a un callejón, el estruendo comenzaba otra vez. Fuego artificiales invadían el cielo, lamentablemente otra oleada de aviones saturaba el cielo sobre la ciudad. Por unos momentos, el silencio abundó aquella calle. Un humo denso llenó el ambiente, y pronto se escuchó un grito _ ¡Fuego!_, una ráfaga de luz desplomó una casa frente a mí y una terrible bestia metálica opacó mi vista; con llantas de oruga, blindado hasta los cañones, de enorme tamaño e imponente figura; su andar movía el concreto y destrozaba los coches de espuma. La bestia metálica; escoltada por múltiples soldados, se descubrió de la cortina, un soplo de su cañón destrozaba estructuras de un solo tiro. Las ametralladoras pesadas, en los techos, no le hacían el mínimo rasguño, eran inútiles. Estaba atrapado en un tiroteo espantoso. De las puertas salían soldados aliados a combatir directamente contra las unidades enemigas, pero, para mi sorpresa; aquella bestia metálica también guardaba en su repertorio unas pesadas ametralladoras escondidas en la coraza impenetrable, haciendo añicos a todo aquel que se le acercara. Cubrí mis oídos en un intento inútil de evadir la realidad, no quería escuchar más gritos. Caí en un infierno y no había manera de pararlo, no tenía salida, estaba solo. Mantenerme positivo no era una opción; no podía, no me sentía capaz, estaba derrumbado. Un hombre grande, con un uniforme negro me estranguló para que no gritara. Me sacó del callejón por la fuerza, tenía las intenciones de usarme de saco de carne, pero no tardo en sucumbir ante las balas. Yo estaba en medio del fuego cruzado, escuchaba el andar de las pesadas botas y el de las balas zumbar cerca de mis oídos. Una explosión destruyó a la enorme bestia, de su interior salieron cuatro hombres desesperados, vestidos en llamas. El último alzó sus manos hacia mí, suplicando por ayuda, pronto su cuerpo cedió y cayó de cara al concreto. Sentí como un relámpago invadió mis venas. Por un momento, veía soldados caer, un zumbido corría por mis oídos. El tiempo se tornó lento, comencé a sentir un mareo extraño, mis piernas temblaban entumecidas. Era mi estómago, estaba destruido. Brotaba sangre de mi cuerpo. Me puse de rodillas, no me podía sostener más. A la distancia observaba a un joven, apuntándome. Aquel joven, al disiparse el humo, notó su error y corrió hacia mí, era soldado amigo, lo supe por el increíble uniforme verde que portaba, sin embargo se le veía aterrado. En la guerra matas o mueres, lo entendí tarde. Yo no podía odiar a aquel joven por acabar con mi vida por error, al fin y al cabo, fui yo quien se puso en medio. Desde que salí de mi hogar, estaba siendo un estorbo en esta guerra, y él sólo cumplía con su deber. El mundo comenzó a borrarse de mis ojos, sentí las manos del joven soldado sostenerme, desplomándome sobre mi propio peso, escuché un grito desgarrador: «¡CARLO!, ¡NO!» Qué felicidad, pensé, al menos era él. Mi adorado hermano mayor. Autor del cuento: Pablo Alfredo Diosdado Vallejo
Título del cuento: MÁS FUERTE QUE UNA BALA Correo electrónico: Papoonsacrament@hotmail.com Celaya, Guanajuato.
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