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Babel Q

31/7/2015

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Por Rafael Volta


                                                                                                                  "La inteligencia de un hombre no se mide                                                                                                          de la cabeza al suelo, sino de la cabeza al cielo" 
                                                                                                                                 - Napoleón Bonaparte


—Un día de estos se va a caer, no se ve bien —fue lo que me dijo Doña Petras cuando llegué a su 

puesto en Gutiérrez Nájera por un guajolote. 

—¿Y eso por qué oiga?

—Miré nomás, toda chueca. Vaya usted a saber qué cosas haya ahí dentro...  ¿jamón?

—Sin jamón —le contesté, bien hambreado.

—Qué le digo. Ya va para trece pisos. Está más alta que la cúpula del templo de la Santísima Cruz de 

los Milagros. ¡Ay! cada día la ciudad está peor... Luego, luego, se ve que usted sí es queretano. Los 

chilangos siempre los piden con jamón y les dicen pambazos. Y no, no son pambazos, señor. Se llaman 

guajolotes.

—No todo está en manos del gobierno, Doña. Póngale, muchas, pero muchas papas. Que quede bien 

gordito. Si me hace favor. 

—Pues lo único que sé es que cada año, como por arte de magia, a la casa le crece un piso más en 

noche vieja. Un día de estos se va caer, no se ve bien. ¿Va a querer algo de tomar?

—Una fría.

—Sólo tengo refrescos. Pero, usted me ha caído rebien, pero shh. Aquí tengo unas hasta el fondo de la 

hielera para clientes especiales. 

Doña Petras metió el bolillo en un plato hondo, lleno de salsa roja. Al contacto con el comal, bañado de 

manteca, el guajolote comenzó a chillar; dorarse y a emitir vapores exquisitos. Me destapó la chela con 

sus manos morenas, llenas de anillos cobrizos y plateados. La ficha salió volando y de la boca de la 

botella, una catarata refrescó mi garganta y le quitó el calor a la noche queretana de mayo. La verdad, 

no soy queretano. Me llamo Pedro Seguras “el candados” y soy capaz de cerrar cualquier cosa que 

tenga puertas. Me mandaron del INCHM, el Instituto Nacional de los Centros Históricos de México, a 

investigar la verdadera historia de aquella casa-edificio y encontrar la manera de derrumbarla. Trabajé 

por quince años en la PDC, Procuradoría de la Defensa del Consumidor. Cuando me asignaron este 

caso, la “chambita” me cayó como anillo al dedo. Ya no soportaba vivir en la capital, en la oscuridad  

de las calles de Coyoacán, llenas de vampiros. Ahora llevo unos meses aquí en Querétaro. Le tengo 

miedo a las noches sin luna. Allá me asaltaban una vez cada quincena. Acá las calles están más 

iluminadas. Dicen que es la ciudad más segura de México. Ha cambiado bastante desde la última vez 

que vine allá en el 89' a ver el concierto de Rod Stewart con la única misión de multar, sí había 

sobrecupo, al estadio. Saqué buena feria por reducir la multa y con eso di el enganche de un 

departamento y compré un Jetta. Tengo el récord en negocios clausurados: compañías de cines, de 

teléfonos, cableras y grandes cadenas de restaurantes pasaron por las armas de mi reglamento. Los 

magnates me la pelan. Todos en la oficina sabían que yo era la única persona en el país capaz de 

resolver el caso. 

    Leí en los expedientes la historia oficial. La casa era del arquitecto Napoleón Ortiz. Un hombre que 

medía un metro con cuarenta y uno. Un centímetro arriba de ser considerado enano. Se parecía a 

Chaplin pero con lentes y con el cabello color ceniza de cigarro.  Diversos testimonios que he recogido 

a lo largo de varias semanas, cuentan que siempre se creyó un gran artista y proyectaba grandes ideas 

para esta ciudad allá en los noventas; cuando era secretario de obras públicas. Era queretano y se había 

ido al D.F. a estudiar en la UNAM. Otro provinciano creyendo en el sueño chilango —de que allá están 

las mejores escuelas, trabajos, y toda lo bueno del país—. Mentiras. Ya no cabemos. Luego regresó y 

dicen las malas lenguas que ganó el concurso para construir el estadio Corregidora de Querétaro, pero 

como no tenía experiencia se decidieron por el proyecto actual; donde ahorita juegan los campesinos y 

su estrella brasileña Avelino —pinche equipo, siempre le gana a mis águilas—. Dicen sus conocidos 

que Napoleón calificaba al estadio como una “mala imitación” del Azteca. La verdad yo también lo 

creo. De premio de consolación le dieron a construir el auditorio Josefa Ortiz de Domínguez. Tal 

parece que al miniarqui le gustaban mucho las pirámides y las antenas. Y ese ha sido, junto con su torre 

de Babel, lo único que ha hecho en su vida y por lo que seguimos hablando de él, después de diez años 

de muerto. Mientras, lo que me importa ahorita, es matar el hambre en el changarro de Doña Petras. A 

ver que más le saco.

—¿Sabe usted quién vivía en el número 26?

—Cómo no voy a saber si cada noche Don Napoleón no faltaba por su cena. Fue de mis mejores 

clientes. Descanse en paz, el pobrecito.

—¿Usted lo conoció?

—Sí, así como ahorita lo estoy viendo a usted.

—Cuénteme más de él.

—Qué le digo. Era bien tragón. Pedía dos tacos dorados de sesos, una pata de puerco en vinagre, una 

gordita de carnitas, de esas de maíz quebrado, y para rematar su coca-cola.

—¿Y también pedía pambazo?

—Guajolote, señor, se llama guajolote.

—Perdón, guajolote. Es que hay tantos chilangos en Querétaro, que a uno se le pegan las palabras.

—No le gustaban los guajolotes. Decía que los tacos de sesos le ayudaban a pensar mejor.

—Ah, que Don Napoleón. ¿Sabía usted que fue arquitecto?

—Hablaba poco. Yo tenía un sobrino que trabajó de albañil con él en su mejor época. Yo le conseguí 

ese jale a mi ahijado. Pobrecito, murió de leucemia hace como treinta años. Napoleón lo fue a visitar 

muchas veces al hospital, pidiendo su perdón. Decía que él no sabía nada de los materiales ni de los 

proveedores. Que él solo hizo los planos.

—¿Pues que le pasó?

—Mi sobrino decía que las varillas donde él trabajaba estaban envenenadas. Le quemaban las manos, 

brazos, cuello y espalda. Yo no le creía. Se llamaba Tomás, era muy borracho y güevón, pero era buena 

gente. Cortés y agradecido. Hasta que lo vi en el seguro todo moreteado y con manchitas de sangre por 

todo su cuerpo, le creí.

—¿Dónde trabajó por última vez su sobrino, Tomás?

—Cuando estaban haciendo el auditorio Josefa.

—No haga caso, Doña. Esas son puras leyendas urbanas. A mí también me han contado que para 

ahorrar costos, los contratistas compraron de oferta un lote de acero en el puerto de Manzanillo, 

proveniente de Chernobyl, Rusia. 

—¡Válgame, Cristo! Chernobyl es el nombre de un demonio ¿verdad?.

—No, cómo cree. Era una ciudad rusa. Pero de ser cierto, ya nos hubiera dado cáncer a todos, ¿no cree? 

Por favor, écheme más nopalitos con vinagre. Están resabrosos.

Según mis investigaciones, Napoleón Ortiz aguantó varilla y guardó el secreto. Prefirió ver su pirámide 

construida sobre la calle de Constituyentes a denunciar el hecho. Era su primer paso para reurbanizar la 

ciudad. Tenía un plan ambicioso para evitar que la gente de fuera, como yo, ya no la viera como un 

rancho y ya no dijeramos “Pueblétaro”. A veces los chilangos somos bien ojetes con la provincia. 

Nacimos en el ombligo de la luna, qué se le va a hacer. Todo lo vemos pequeño y lo hacemos menos. 

Algunos conocidos me contaron que Napoleón se convertía en dinamita si oía que alguien hablaba mal 

de su tierra con ese calificativo. Pinche enano gruñón. Pensaba remodelar el jardín Zenea, la plaza de la 

constitución con un estacionamiento subterráneo, cerrar la circulación de la calzada Zaragoza, hacer 

murales artísticos, construir el corredor turístico y gastronómico “Independencia-5 de Mayo” —copia 

del circuito “Condesa-Roma”— convertir las casas abandonadas del centro histórico en cafés, teatros, 

bares, restaurantes, tiendas. Iluminar el acueducto con leds, construir el tren bala México-Qro, dar 

seguridad al centro histórico con drones y cámaras de vigilancia. En fin, un chingo de planes. Cosas 

que ahora no son novedosas. Por lo que he visto de la ciudad, todo eso está hecho menos lo de los 

drones como policías y el tren bala que fue cancelado. Resulta que él propuso este plan hace treinta 

años al gobernador de aquel entonces, pero su asistente, una tal Josefina Rojas, de ojos color miel y 

caballona, ya tenía un proyecto para quedar bien ante el jefe.

—¿Don Napoleón era casado?

—No le digo que no hablaba mucho. Yo nunca le vi mujer. Pero a mí me pasaron un chisme que el 

amor de su vida fue una tal Josefina. 

—¿Rojas?

—No sabría bien decirle, ya no me acuerdo. Sólo sé que fueron novios en la prepa centro.

—¿Y qué pasó después?

—Pues a mí me contaron que la tal Josefina nunca le perdonó que él se fuera a la UNAM y la dejara. Él 

tampoco le perdonó que le hubiera puesto el cuerno en una kermes con un basquetbolista que medía 

casi lo doble que Napoleón. ¿Le sirvo otra más? Después ya no sé. Puro chisme.

—Sí, a ver, écheme la de maíz quebrado

—¿De picadillo o de carnitas?

—Una y una.

Hace una semana entrevisté en su rancho al gobernador de aquel entonces. Ahora está retirado y es mil 

por ciento rico. Me contó que todo lo bueno y malo que se habla de él como político se lo debe a 

Josefina Rojas. “Ella siempre le tuvo tirria a los proyectos urbanísticos de vanguardia de Napoleón. No 

había junta de gabinete dónde no se tiraran pedradas y mentadas”. Así me lo dijo el cacique. En su 

sexenio Josefina llevaba escribiendo, desde hacía tres años, el proyecto para declarar la zona centro de 

Querétaro como patrimonio mundial de la humanidad. Le quería tirar a ser delegada del centro 

histórico. El gobernador me contó que a la mitad de su gobierno; tenía que tomar una decisión. Dar luz 

verde al proyecto de Napoleón o al de Josefina. Al de Josefina o al de Napoleón. Las ideas de 

Napoleón estaban “padrísimas” pero según el gober, “la historia es la historia y esos no eran tiempos de 

innovar sino de permanecer unidos fortaleciendo la identidad de todos los queretanos ante los retos del 

nuevo milenio. Así que las tradiciones debían respetarse”. Finalmente, me confesó que un domingo, 

después de curarse la cruda en la costa cantábrica, tuvo una epifanía y se decidió por el proyecto de 

Josefina. Yo creo que también se la tiraba. Firmó para solicitar a la UNESCO la declaración, en vez de 

autorizar el gran proyecto napoleónico. El arqui se quedó bien ardido y se le salió lo emperador. Le 

mentó la madre a su patrón y lo llamó “enano de mente”. Perdió no sólo la chamba sino que casi lo 

meten al bote por un supuesto desvío de recursos. La libró. Era chaparro, pero no pendejo y tenía un as 

bajo la manga. Después puso una constructora. Lo bloquearon de todos los concursos para obra pública 

de los futuros gobernadores. Nunca los ganó. Lo vetaron, como a un actor de Televisa, del presupuesto 

para embellecer la ciudad con los grandes proyectos de la fuente de Zaragoza, el centro cultural Gómez 

Morín, la Ciudad de las Artes y una larga lista. Cada gober se cree estilista o arquitecto y decora a la 

ciudad como si construyera un nacimiento con su arbolito de navidad. Pone musgo aquí, allá, compra 

nuevos adornos, destruye otros. Cosmetismo navideño. Por su parte, Josefina Rojas siguió trabajando 

en el gobierno, pastoreando puesto tras puesto, hasta que alguien le metió hace diez años una gran idea.

—¿Sabía usted que Josefina quiso ser la primera gobernadora de Querétaro?

—Uh, pues eso esta muy difícil. Si ni a presidenta llegamos todavía en el país.

—Écheme otra helada, por fa.

—¿Clara, oscura?

—Una Pacífico.

—La Pacífico es clara .

—Pero la botella es oscura.

—No tengo Pacífico, nomás Victoria.

—Échemela, la salsa está repicosa.... ¿qué más sabe de Napoleón?

—Yo lo conocí hasta que compró su casa, aquí en la calle. Mi ahijado decía que estaba bien forrado de 

lana. Corría el rumor que era dueño de un rancho lechero atrás del Cimatario y de muchas hectáreas por 

allá. Otras personas me contaron que también tenía una cabaña en el pueblo de Bernal, y otra en 

Huimilpan y se hizo rico vendiendo terrenos a contratistas de fraccionamientos de lujo. Pero lo que yo 

pienso, es que el juró venganza, señor. Y la casa de Gutiérrez Nájera 26 la compró para afear la ciudad.

—¿Cómo que afear la ciudad?

—Sí, quitarle lo bonito.

—Aguante las carnitas, Doña Petras. Si yo la veo muy limpia y bonita. Mejor écheme ahora una patita 

de puerco, suavecita y rosadita. 

—¿Ésta?

—Sí, ándele, ésa de allá.

—Qué le digo. Tíreme de a loca, pero cuando rayonearon los arcos; cuando un borracho chocó contra 

una de sus columnas y le tumbo tres piedritas; cuando se cayó el muro del cañonazo del triunfo de la 

república en el CREA; cuando...

—¿El CREA? 

—Es que antes le decían así. 

—Pues detrás de todo eso, yo creo que la mano que mueve los hilos es la de Napoleón. 

—No entiendo porqué la venganza. Pobre hombre. Ahorita ha de estar en el infierno.

—El purgatorio, señor. Dios siempre nos da una última oportunidad para entrar a su paraíso. El padre 

Juanito me contó que a Don Napoleón lo excomulgaron, señor.

—¿Y eso por qué?

—Nunca me quiso decir. Dios lo tenga en su santa gloria.

“Si nadie tocó ni con el pétalo de una flor de jacaranda al chiquiarqui, es porque amenazó con abrir la 

boca sobre el origen de las varillas del auditorio, con facturas en mano. Y cómo usted sabe los 

funcionarios involucrados siguen en activo en las altas esferas del gobierno federal. Una cosa es ser 

enano y otra, pendejo. Napoleón cambió el uso de suelo de su casa a centro cultural y biblioteca. Y ni 

Dios Padre podrá derribar esa cosa. No sólo eso. También pagó reportajes, en prensa y tele, sobre lo 

ridículo de la construcción para poner en evidencia que el INCHM y la delegación del centro son una 

vacilada. Bueno en sí usted sabe que todo el gobierno es una vacilada” —me dijo el exgober entre 

carcajadas—. 

    Con esa mala publicidad, Josefina nunca sería candidata a presidente municipal si antes no arreglaba 

lo de la torre. Era la delegada en el centro histórico. Su objetivo era agregarle estrellitas a su carrera 

política y para volar más alto se robó el viejo proyecto urbano de Napoleón. El arqui empezó a ver que 

todas sus ideas que le fueron rechazadas se hacían realidad. Me imagino que casi se cuelga de los arcos. 

Eso fue en el 2010. Justo el año en el que comienza la construcción de su torre de Babel.

—¿Usted lee la Biblia, Doña Petras? 

—Voy todos los días a misa de siete y escucho la palabra del Señor.

—Tiene una torre de Babel, aquí en su calle.

—¿De Babel?

—Viene en el Génesis.

—Yo no sé mucho de historia ni de leyes... no entiendo ¿por qué no hicieron nada cuando llevaba tres 

pisos y no ahora que son trece? ¿Qué no la vieron antes?

—A veces uno ve las cosas y no las entiende, Doña. Sus pambazos están muy ricos. Son los mejores 

que he probado en la ciudad.

—Son guajolotes, señor, guajolotes...

—¿Cuánto le debo?

—Me dice qué fue, usted perdone ya con los años se me va la memoria. Todo es culpa por esa torre del 

diablo.

—No me espante, Doña Petras. 

—Qué le digo. Todos los lugares tienen energía positiva o negativa. El cerro del Sangremal es un lugar 

sagrado; todo lo que se hace aquí repercute en todo el valle de la ciudad. El templo de la Santísima 

Cruz de los Milagros y su árbol de las cruces nos habían salvado de Satanás. Pero desde la torre esa de 

Babel, como usted dice, ha cambiado todo. La última vez que el arquitecto vino al changarro casi no 

cenó, pero me compró diez cervezas. Ni me quería pagar. Ya venía bien enojado y se fue peor. Le oí 

decir: “Odio a los pinches queretanos, los odio, putos mochos”. Supe que el padre Juanito no lo quiso 

confesar y tampoco otro padre le quiso dar la comunión. Ya lo habían excomulgado. Le dije al padre 

que fuéramos a hablar con el nuevo obispo, Mario Rojas. Sentía malas vibras en la calle, en el barrio. 

Si de algo estaba segura es que con un camión de bomberos rociando agua bendita, en la casa de Don 

Napoleón, las cosas se arreglarían. Ahora ya quien sabe. Ya van trece pisos. El padre me dio la 

bendición y me dijo que cerrara el changarro temprano y que ya no me desvelara tanto.

—Doña Petras, usted debería ser escritora, es retecuentera.

—Debe poderse hacer algo. La ciudad tan bonita, tan limpia y tan segura. No puede irse al carajo por la 

torre de Belcebú y las venganzas de Napoleón. Los políticos prometen y prometen que van a dar una 

solución y nunca pasa nada. Un día de estos se va a caer, no se ve bien. De mí se acuerda, señor.

La sombra del edificio hacía la calle más oscura de noche. Me estaba entrando miedito. Qué vine a 

hacer acá, mejor me regreso con los vampiros asaltantes de Coyoacán. Quizá Doña Petras tenga razón. 

Desde que se construyó esa torre del “diablo” en el 2010 han aumentado los casos de suicidio en 

Querétaro. Demasiadas coincidencias. Mientras ella sumaba la cuenta, yo no encontraba la cartera. 

Creo que me asaltaron cuando me bajé del camión. Entonces me acordé de la nota roja que apareció al 

otro día después de la tragedia. Josefina, en su desesperación por ser candidata a alcaldesa, convocó a 

los medios y cámaras para que la vieran poner el anuncio de clausurado sobre la malla verde. El 

anuncio todavía sigue ahí. Un sello de clausurado no arregla las cosas, pero da publicidad. En la 

burocracia, lo primero que me enseñaron fue que a la gente le gusta ver que su gobierno hace algo. Lo 

que sea. Aunque no sirva de nada.

—¿Se acuerda que pasó el día del accidente, Doña Petras?

—Qué le digo. Si yo estaba ahí. La gente le gritaba a la candidata que no se subiera. Y ahí va de necia. 

Don Napoleón estaba desde el tinaco, en el último piso, aventándole agua con la manguera y Josefina 

con una escalera al cielo. Después se corrió el chisme que todo era puro teatro, y viera que sí, ahorita le 

digo porqué. Para esos días, el clima ya estaba loco. Hacía un calorón a mediodía y en la noche vientos 

fríos. Relámpagos y lluvias se formaban en menos de una hora y paralizaban la ciudad. Cuando 

Napoleón bajó por la malla se encontró con su viejo amor frente a frente. Un rayo tronó como si 

naciera de la reja metálica. Y a nosotros por andar de borregos, por poco nos toca y casi nos deja 

ciegos. Josefina cayó a mitad de la calle. Al otro día salió en la portada del Noticias. Recuerdo bien la 

fotografía. Un reportero capturó el instante en que el rayo caía. ¿Sabe qué es lo más increíble de todo?

—¿Qué?

—Dicen que son inventos míos. Que la imagen está borrosa. Pero yo siempre he dicho que parece que 

los dos se están besando desde las alturas. Josefina murió en el instante. No sé si por el madrazo de la 

caída, a más de treinta metros, o por la descarga eléctrica. De Don Napoleón, ya nada se supo. El rayó 

lo desapareció. Nunca encontraron su cuerpecito. Yo no sé nada de chismes, ni de historia. Pero lo que 

sí sé,  es que la construcción sigue en pie y que cada año le crece un piso más.  Un día de estos se va a 

caer, no se ve bien

—¿Me da un pambazo para llevar y ahora si la cuenta por favor?

—Guajolotes, señor, se llaman guajolotes. ¿Doradito o aguado?

—Doradito.

—A ver, en total serían... $100 pesos, ya con su descuento.

—Oiga, qué caro.

—Ya nadie hace guajolotes como los míos, señor.

—¿Da factura? 

—No, señor.

—¿Ticket?

—Tampoco.

—Qué caray. Estamos en un problema. Mire, soy el inspector Pedro Seguras. El cliente tiene derecho a 

saber, en una carta, cuánto cuesta lo que va a consumir. Creo que le voy a clausurar su negocio.

—Pero si yo llevo más de cuarenta años vendiendo aquí. De eso vivo, Don Pedro, no sea malito. Le fio 

la cuenta.

—Las cosas han cambiado. ¿A ver, dónde está su permiso de alcoholes? Si no reglamentamos lo 

pequeño, cómo vamos a poner orden en lo grande. Hay que empezar por algún lado.
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