Por Monserrat Acuña
Pronto llegaré a Comala, he tomado el camino que sube o baja según la intención del viajero que se aventura al pueblo de Rulfo. El Padre Renteria tenía razón, en esta desolada tierra sólo pueden crecer naranjas agrias y arrayanes agrios, los suficientes como para olvidar que algunas vez existió el sabor dulce. Apenas pongo un pie en Comala y ya siento como se me atrasa el miedo, igual que a Juan antes de que lo mataran los murmullos. Aquí vive la muerte, su eco resuena como el relincho del caballo de Miguel Páramo y su galope es acompañado de la noche que se apodera de este purgatorio. En la posada de Doña Eduviges los gritos del ahorcado cubren las paredes del cuarto, afuera llueve agua engusanada y el aire sopla con un olor a podrido cargado de las cenizas que quedaron del rencor vivo en que se convirtió Pedro Páramo. Pobre Juan, cómo no iba a prometerle a Doña Dolores que iba a regresar, si la tenía ahí en la cama, apretándole las manos en señal de que lo haría y si había seguido prometiéndole aún después de muerta y con las manos entumidas por el estrujón sin vida de su madre. Pobre Juan, él esperaba ver Comala como la había visto a través de la memoria: un paisaje de una llanura verde, a veces amarilla por el maíz maduro, un lugar que iluminaba la noche y que olía a miel derramada. Pero cuando llegó quedaba nada, acaso el calor de comal que bautizó la tierra; o el rocío en los labios de Susana San Juan, la única amada. O bien, la culpa de los hermanos que se unieron sólo porque la vida los había acorralado ahí, sin nadie más. Tenían que poblar el pueblo, de lo contrario no habría ni un Padre Nuestro para las ánimas. Durante el día los murmullos están encerrados, nadie sabe qué harán. Pero al primer indicio de la noche se dicta la hora de los espantos. Las ánimas andan sueltas por la calle, colmando el aire con el olor obsceno del pecado. Ya no queda nadie que se encuentre en gracia de Dios, aquí los ojos no pueden alzarse al cielo pues están agachados de vergüenza. Y la vergüenza no cura ni perdona. Y al alba vuelven a esconderse los espectros, eternos habitantes del purgatorio que es Comala, aguardando a que algún incauto como yo venga y les dedique al menos un rosario.
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![]() Por Monserrat Acuña Murillo Salón de Belleza es justo como la pecera donde nadaban los últimos gupis: turbia, verde y distante. Ante esto Bellatin nos ofrece dos opciones: mirar a través del vidrio empañado por el agua putrefacta o, mejor aún, sumergir el rostro dentro de ella y presenciar el perenne paso de la muerte, única soberana del Moridero. Bellatin construye un universo cerrado en el que la enfermedad es el pilar perfecto para la construcción de la prosa higiénica y fragmentaria del autor. En este breve acercamiento a la obra del escritor mexicano-peruano se propone una lectura a través del espacio, entendiéndolo como una alegoría del padecimiento, un lugar de encierro y metamorfosis. En el texto las transformaciones del espacio desempeñan un papel protagónico. La historia principal es la necrología de un salón de belleza que deviene en un lugar en donde los enfermos terminales van a pasar sus últimos días acompañados, a saber, en un moridero. El antiguo auge de la estética donde las mujeres se sumergían en la fuente de la eterna juventud para regresar más bellas, más lozanas; es ahora un espacio fúnebre y mórbido, cubierto por la higiene fétida y automática del cuidador de los enfermos. Ya no hay lugar para los espejos, ni para acuarios cristalinos. Sólo sobreviven un par de gupis que por el moho de la pecera es imposible contar: “Ahora que el salón se ha transformado en un Moridero, donde van a terminar sus días quienes no tienen dónde hacerlo, me deprime ver cómo poco a poco los peces han ido desapareciendo” (Bellatin, 2003, pág. 11) Además, es imposible separar la concepción del espacio y su relación con la enfermedad que puebla el Moridero, ya que los únicos que pueden habitarlo son aquellos que han sufrido también la transformación. Incluso a los cuerpos diagnosticados pero que aun no presentan síntomas se les niega el acceso. Cuerpo y Espacio, ambos concurridos y transitados por las llagas, por la orfandad, la soledad y por el mal que se disemina: “Es cada vez mayor la cantidad de personas que ha venido a morir al salón de belleza. Ya no solamente amigos en cuyos cuerpos el mal está avanzado, sino que la mayoría se trata de extraños que no tienen donde morir. Además del Moridero, la única alternativa sería perecer en la calle.” (Bellatin, 2003, pág. 13) El Moridero se configura como la opción para el abandonado, como la muerte digna —en donde dignidad es un plato de sopa y el sempiterno quejido de un compañero en el colchón contiguo. Es el lugar para quienes no poseen un “donde estar”. Y también es fundamentalmente una zona de encierro y confinamiento. El moridero posee una doble función. Por un lado es donde ocurre la clausura de los cuerpos contaminados y abandonados a la espera de la muerte. Hay una distancia con el mundo real que niega la posibilidad de contagio. Y también es un lugar de amenaza para los que son ajenos al encierro (nuestro narrador-personaje es el único con la facultad de entrar y salir de ahí). Es un territorio maldito y peligroso, un foco de infección que intentará ser eliminado por los vecinos, quienes fallan pues el miedo al contagio es mayor al odio. Es así como el salón de belleza se convierte en una isla. El olor nauseabundo, la contaminación y la muerte son la franja que impide el paso del exterior al interior. El propio moridero se encuentra ubicado en el centro de un barrio marginal: un lugar para la muerte en medio del mar de alegría, una dislocación circunscrita, una zona de excepción en donde sólo habitan las vidas que no tienen ya esperanza de ser gozadas. En esta carta topográfica es posible advertir la arquitectura de Bellatin. En medio de una colonia construye un espacio de confinamiento y exclusión que da alojo a sujetos despojados de toda identidad, de toda ilusión, sujetos cuya única certeza es la de un fallecimiento inminente. Así como la frontera entre la vida y la muerte, el narrador se encuentra entre lo interior y lo exterior. El espacio juega un papel fundamental en la novela, como una alegoría de la enfermedad misma. Incluso el último sueño del protagonista es no dejar rastro del moridero, regresar a la antigua gloria del salón de belleza, con sus espejos y sus perfumes y que cuando encuentren su cuerpo descompuesto y multiplicado en las cristalinas aguas de los acuarios “respeten la soledad que se aproxima.” (Bellatin, 2003, pág. 39) Bibliografía: Bellatin, M. (2003). Salón de Belleza. México: Tusquets. |
carta topográficaEsta sección es un espacio en el cual hablaremos de los paisajes y lugares que han visto acontecer el transitar de la Literatura. Ya sean lugares fantásticos creados por autores o ciudades emblemáticas que han sido el motivo perfecto para dar paso a una historia. No importa si es París, Dublín, Narnia o Comala, aquí habrá siempre un sitio para cualquier lugar. Archives
Mayo 2015
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