Una nueva vida Una corriente ligera refrescaba la tarde. Se dijo que era un buen día más por tratar de convencerse que por tener una certeza. Apenas unos minutos antes había comenzado su horario de comida. En su trabajo podía permanecer horas frente a la computadora sin hacer nada, o llenando formatos sin cesar durante cuatro horas seguidas sin descanso. La jornada en la oficina transcurrió con calma por lo que salió antes. Mientras caminaba, advirtió el olor de aceite quemado, chile y jitomate cocido que le abrió el apetito. La fonda estaba a unas cuadras de su trabajo, pero venía arrastrando el hambre desde el mediodía. La fonda estaba justo en la esquina de la calle oculta tras la copa crecida de un árbol. Cruzó el portón negro, otra vez con dificultad. Era necesario hacer un esfuerzo doble para entrar ya que un peldaño estaba por encima de la banqueta. Se sentía más viejo cuando subía el escalón. Un mostrador de metal daba la bienvenida a los comensales. A pesar del cristal empañado se podía ver el arroz, los guisos y la verdura cocida además de varios quesos. Los platos de color beige se encontraban a un costado. Detrás, podía verse la cocina. A mano izquierda estaban las mesas; dos cuartos anteriormente divididos, habían sido acondicionados como comedores. A esa hora los asientos seguían vacíos. En unos minutos comenzarían a poblarse de oficinistas que, como él, buscaban tener una comida regular. Caminó hasta la mesa de costumbre en una de las esquinas desde la que se podía ver la televisión y una ventana que daba a la calle. Se retiró el saco y lo acomodó en el respaldo de la silla. Pudo ver su abdomen, su figura le incomodaba aunque nadie estuviera cerca. Ya sentado, se acercó para no estar lejos de la mesa. el borde dividía su vientre. Pensó en ponerse de nuevo el saco, pero hacía calor. Prefirió la vergüenza. Descansó sobre el respaldo. Hasta ese momento no daba crédito a los artículos que había leído en internet donde hablaban de la influencia que tenían los colores sobre las personas. El hambre se inicia con el primer vistazo, se dijo, justo después de mirar las paredes amarillas y anaranjadas que hicieron gruñir su estómago. Se arremangó y esperó hasta que tomaran su orden. Estiró sus manos. El anillo de matrimonio brilló con la luz del sol que entró por la ventana. Cuando le llevaron el menú lo examinó unos segundos. Ordenó una comida corrida: sopa de fideos como entrada y flautas de pollo como plato principal (hizo hincapié en la cantidad de lechuga y jitomate, necesaria, según él, para nivelar la grasa del cuerpo). De tomar, a sugerencia del servilletero, pidió una coca. Después de que la señorita le retiró el menú Juanjo le miró las nalgas mientras ella caminaba hacia la cocina. Sonrió imaginando la posibilidad de que delantal y pantalón cayeran. La deseó. Colocó la servilleta sobre su pantalón y el anillo lo deslumbró de nuevo. Le incomodó verlo y se lo quitó con dificultad. En su piel quedó marcada la ausencia con una franja blanquecina. Acarició la piel blanca de su dedo con el pulgar. Lo había llevado por tanto tiempo y ahora la sensación de no tenerlo le era extraña, como si esa parte de la piel le hubiera sido injertada recientemente. El extrañamiento creció después de alzar la vista: el mantel a cuadros blancos azules era otro, aun cuando las manchas de grasa y salsa denotaran su antigüedad. Las flores eran las mismas del día anterior y sin embargo no advirtió su presencia hasta ese momento. Parecía que todo estaba recién colocado, pero sabía que todos los objetos conservaban el mismo lugar que tenían ayer. Esa era su mesa, esa era la fonda y ese era su anillo, pero ya no era su vida. —No puedo más, Juanjo. Me voy mañana. Las palabras de su esposa ponían fin a una vida de veinte años. Aquella noche se acostó en el sillón de la sala sin poder dormir. Leyó la inscripción grabada en el anillo, pero las palabras “unidos en cuerpo y alma” carecían de sentido en plena madrugada. La promesa se había perdido en algún punto de los últimos años. Creyó inútil hacer un esfuerzo para precisar el momento. Salió a trabajar sabiendo que, cuando regresara, el clóset tendría sólo la mitad de ropa, esa certeza le resultó imposible. Capturó, como siempre, los datos de la tarde con el mismo dolor de cuello de los últimos años. Al terminar la base de datos llevaba su mano, como siempre, hasta las cervicales. El paseo de sus dedos por cada vértebra no lo aliviaba verdaderamente, pero la inercia de la propia costumbre lo llevaba a repetir ese hábito. Pensó, que al regresar dormiría cómodamente en el colchón kingsize que había comprado después de casarse. Ahora tendría más espacio y dos almohadas más para dar soporte a su cuello. Esa noche dormiría, ya no, como siempre. En ese instante comprendió que después de casarse no unía su vida a la de otra persona, sino que había adquirido un compromiso, hasta entonces eterno, con la rutina. El tiempo había transformado las acciones en un mecanismo: la despedida en las mañanas, el camino a la oficina, el tecleo incesante frente a la computadora, la captura de cifras, el regreso, la charla, el sexo (siempre el sexo de la misma manera), lo olores, los cuerpos gastados; y después los enojos, y los reclamos, y el mismo sexo, y los silencios, y los besos por inercia con los adioses obligados que después, simplemente, quedaban implícitos con los desayunos que se fueron haciendo más breves. Más simples. Igual que con el continuo masaje del cuello, el pulgar que acariciaba la piel enrojecida no aliviaba una sensación inexistente, carecía de sentido, aunque aligeraba, de cierta manera, la sensación de pesadumbre. El calor lo obligó a desabrocharse el cuello de la camisa. El aire que entraba por la ventana no lo hizo sentir mejor. La migraña se anunció en las sienes. Le llevaron la coca a tiempo para disipar los piquetes que sentía en los costados de su cabeza. El estómago gruñó de nuevo y el hambre que sentía era tan nueva como su condición. Guardó el anillo en la bolsa del pantalón y sonrió a la camarera que llevaba su plato. Le miró las nalgas con más deseo que antes (la separación le daba el derecho de desear a cualquier otra mujer con una intensidad renovada). Se había librado del hábito. Sintió, verdaderamente, dolor en el cuello, la ausencia del anillo y un hambre incrementada por el olor a tomate y chile de la salsa. Al caer la noche, cuando regresó a casa, encendió la luz hasta entrar a la habitación. Abrió el clóset para verificar que sólo había ropa suya. La habitación se veía mucho más grande comparación de los días anteriores. El ropero, libre de crema y cosméticos, se tornó mucho más amplio. El buró junto a su cama sin libros ni fotos parecía más viejo de lo que aparentaba a causa del polvo. Creyó haber entrado a una habitación que no era suya, que ya no le pertenecía y hasta ese momento, el saberse ajeno a esa realidad le causó un escalofrío que lo dejó helado. El sabor de las flautas que había permanecido en su paladar desde la tarde, ahora era un gusto amargo que el daba náusea. La boca del estómago comenzó a dolerle. El silencio dominaba la habitación y el resto de la casa. No quiso prender la tele. Después de cambiarse de ropa intentó dormir. Arrastraba el cansancio y la mala noche del día anterior, a pesar de ello no pudo cerrar los ojos. Aunque estaba solo, continuaba recostado en el extremo derecho del colchón. Le asustó sentir el fresco en el otro costado. Giraba combatiendo los pensamientos que aumentaban su malestar al examinar la situación. Una de esas ideas lo dejó intranquilo hasta que se convenció que, aplicándola, podría conciliar el sueño. Entre la obscuridad buscó su pantalón y de la bolsa sacó el anillo. Lo colocó de nuevo en su dedo y se acostó deseando regresar a la rutina. En medio de la noche los sollozos rompieron el silencio. Héctor Alberto García Sánchez Originario de la Ciudad de México, pero con residencia en Querétaro desde hace diecisiete años Héctor encontró su pasión y vocación en el mundo de las letras. Sin antecedentes de una relación íntima con los libros, de manera tardía se convirtió en amante de la escritura y la lectura. Actualmente la Licenciatura en Estudios Literarios en la Universidad Autónoma de Querétaro. Miembro de la revista Aeroletras de la Facultad de Lenguas y Letras de 2014 a 2015, ha participado como presentador y ponente en diversos coloquios de estudiantes de literatura. Cursó el Taller Levreriano de Escritura Creativa de 2011 a 2014 impartido por Víctor M. Campos. Actualmente, trabaja junto en la novela que será su primer material impreso
1 Comentario
Diana Valadez
26/3/2018 05:32:25 pm
Me ha gustado mucho la historia, da varios giros que mantienen el suspenso y también pude reír al inicio lo cual se agradece siempre. Sobra decir que está muy bien escrito, es fácil de leer, con muy buen ritmo =)
Responder
Deja una respuesta. |
Gaceta
|