Un día en las carreras En sus marcas. Listos. ¡Fuera! El eco del disparo aún retumba en el aire cuando ya ha dado inicio la carrera que por fin decidirá quién tiene el dominio absoluto de los cien metros planos y de los muchos planos de metraje. Sobre la pista están corriendo (¡cómo no!) codo a codo Lola y Forrest Gump. Es una carrera de difícil pronóstico… o quizá no tanto. Ambos competidores exhiben buena condición, sorprendente potencia (ella es, en palabras francas, muy potente) y notable resistencia; pero Lola cuenta con un factor inesperado, pues “corre en todos los mundos posibles, a diferencia de ése Gump, tan unidimensional” (@desiertojazaro dixit); no obstante, ¿significa esto para ella una ventaja? Al final, quién gane es una cuestión baladí: Forrest corre siempre una única carrera, con un único resultado, o pierde o gana, no hay más; en cambio Lola, aunque compita en varias versiones de la misma carrera y aunque las posibilidades sean siempre o ganar o perder, siempre habrá una más. Si Gump gana, su victoria será absoluta; pero si Lola lo hace, será relativa, no importa en cuántos mundos posibles lo consiga. Gump corre en el universo de Galileo y Newton, Lola lo hace en el de Einstein y Heisenberg. Running to stand still De tan manido, ya no hay que preguntarse si el gato de Schrödinger está vivo o muerto, sino si está podrido o no; habiendo tantos personajes interesantísimos en lo que puede llamarse ciencia literaria, incluido el destacado demonio de Maxwell, el non plus ultra de los personajes cientificticios (derivación de scientifiction, ésa amalgama verbal que horripilaba a Borges, según consigna en una nota al pie en su prólogo a la traducción de las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury), es curioso que se le haya dedicado tanta atención al susodicho felino (y conste que esto lo escribe un fanático de los gatos). La física es especialmente prolífica en la creación de estos engendros rabelesiano-borgeanos, pero otras disciplinas no le van a la zaga en inventiva: la filosofía tiene sus genios malignos, cerebros en cubetas de agua, habitaciones chinas, ciegos que recuperan la vista y asnos indecisos (entes todos de una exquisitez psicológica notable), y las matemáticas cuentan con sus intrépidos hoteles de habitaciones infinitas y su muy poética bruja de Agnesi, insólito destilado de una serendípica traducción, y a la que Gerardo Deniz le compuso un poema. En el momento en que incorporaron a sus páginas más audaces y bellas a este elenco de variopintos personajes, las mencionadas disciplinas ya se habían asentado en la respetable comunidad del saber, de modo que se quedaron con lo mejor en el reparto; a las recién llegadas, como la psicología, les tocó conformarse con lo que había, si bien la “ciencia de la mente y la conducta” se quedó con el ilustre Pigmalión y su “efecto”, aunque el reclutamiento más sonado vino luego de que Freud bregó por hacer de Edipo ciudadano honorario de ella, si bien de una provincia hoy un tanto marginal, el psicoanálisis; y esto sin contar lo que el cine, de aparición casi contemporánea, le iba legando, en una relación que con el tiempo ha demostrado ser muy fecunda (desde Psicosis hasta Intensamente, pasando por Aracnofobia) y de la que salió, por ejemplo, el síndrome de Rebeca (de la cinta de Hitchcock inspirada en la novela de Daphne Du Maurier). Pero el caso que aquí me apetece contar es el de la Reina Roja, de Lewis Carroll, y su irrupción en otra disciplina “advenediza”, la biología. Se trata de otra entusiasta del atletismo de pista que aprobaría como ley con carácter de irrebatible la propuesta de Calvino para el próximo (este) milenio referente a la velocidad. Como siempre hay un latinismo para todo (así como una palabra en alemán para todo aquello que hasta Wittgenstein invita a callar), es interesante notar en esta Reina Roja, tan victoriana como el propio Darwin, una versión vista a través del espejo del Festina lente, del apresurarse despacio, del andar lento, casi inmóvil, para llegar a algún sitio con anticipación. Pero la carrera a la que los biólogos aluden con Su Majestad Colorada no es inocente, todo lo contrario; es ni más ni menos que la carrera armamentista. Teorías surgidas en plena época de la Guerra Fría parecen adquirir obligadamente ese matiz bélico: la competencia entre especies depredadoras y presas, y entre potencias imperialistas tiene como resultado inesperado el equilibrio de fuerzas, un balance tan delicado como el de la pata de una mosca (drosophila melanogaster, por supuesto) danzando sobre el filo de una navaja (o un bisturí). Esta alocada carrera que igual puede terminar en la Luna o en Saigón, es proclive al desastre como ninguna otra; nadie tiene control sobre los pasos del competidor, y estar dispuesto a darlo todo para ganar aunque sea por poco, implica, in the long run, una derrota mutua asegurada; en cambio, ceder es un atisbo de victoria, carente de garantías e incierta a lo Heisenberg. Una carrera de locos trepando por una extraña escalera retorcida (cada peldaño gira 34.6° respecto del anterior, siempre hacia la derecha) custodiada por Rosalind Franklin.
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