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Sin permiso de Mario López Araiza Valencia

29/10/2018

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Corrí la cortina en cuanto me percaté de que aquella sombra pequeña se aproximaba a la entrada. Sentía un escalofrío recorrer mi columna vertebral, comenzando en la parte baja de la espalda, terminando por desbordarse en la nuca. Era imposible que en esas circunstancias mi garganta profiriera grito alguno.
Con los ojos queriendo llorar el miedo que me consumía, mis piernas me pidieron moverme de la ventana. Dando traspiés me dirigí hacia la habitación de Angélica.

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La pobre muchacha se encontraba más asustada que yo y expresaba en sollozos lo que ambas experimentábamos en ese momento. Me abracé a ella, casi le hago daño cuando le clavé mis uñas en su delgado brazo derecho. Me miró entre pestañas empañadas por las lágrimas y apenas pudo preguntarme en un susurro:
– ¿Dónde está Carlos?
Traté de respirar profundamente. Abrir mi garganta, quería impedir que un alarido se me escapara. Una lucha interna se desató entre la impresión causada por la sombra cruzando la calle y el esfuerzo para comunicarme con mi compañera de casa, en cuclillas a mi lado y que vivía el mismo terror.
– Está… En el baño – apenas me escuché decir.
– Irene – alguien pronunciaba mi nombre desde el otro lado de la residencia.
Al principio nos sobresaltamos. Únicamente otra persona compartía la morada con nosotros. O eso creíamos. Era Carlos, quien desde el baño se reía.
– Irene – repitió, con voz juguetona – ¿Te han dicho que espiar a las personas es de mala educación?
Me hallaba junto a Angélica en su habitación, convertidas en estatuas, evitando voltear a cualquier lado. El baño se ubicaba al fondo, al final del pasillo. Carlos ocupaba ese lugar, tal vez era una de sus recurrentes bromas.
– Irene está aquí conmigo – le hizo saber Angélica.
– Déjense de juegos – contestó el joven –. Puedo ver tu sombra en el espejo.
​

Angélica y yo palidecimos, exacerbando nuestro temor. ¿Iríamos al encuentro de Carlos o nos quedaríamos allí esperando a que se diera cuenta por él mismo?
– Estamos en mi cuarto – insistió Angélica –. Allí solo estas tú. Deberías venir…
De pronto, un sonido de cristal haciéndose añicos, algo se había caído de la alacena, esta vez, en el otro extremo del domicilio: la cocina.
– ¡Rompiste un vaso! – exclamé, dejándome caer sobre las piernas de mi amiga.
Ella me apartó de su cuerpo, acto seguido entrelazó su mano con la mía. Temblaba.
– Estaba en el baño – dijo Carlos, entrando en la estancia, mortalmente pálido.
Antes de que pudiera acercarse, las luces se extinguieron. Dejé salir todo el terror que circulaba por mi cuerpo en un grito ensordecedor. Aspiraba y exhalaba agitadamente, sudaba frío. Carlos logró alcanzarnos a tientas en la oscuridad. Ahora sabía.
Sonidos de diferentes partes de la vivienda nos hacían querer desaparecer en ese instante. Una puerta al cerrarse, un toque en la ventana, una olla en la cocina al caer al fregadero, pasos en el pasillo principal seguidos de una risa traviesa.
– Te lo dije mil veces, Irene – bramó Angélica, reprendiéndome de repente –. Desde que llegamos debimos hacer algo.
– ¿Y qué querías que hiciera? – le contesté, a la defensiva – La casa es tuya.
– Están muy equivocadas – intervino Carlos –. Estas cosas suceden porque estas tierras le pertenecen a otros…
– ¡Explícate!
– El monte – dijo con un hilo de voz –. Son los guardianes del monte, los Aluxes.
– Sales con eso… – espetó Angélica, incrédula.
– Lo dices así porque eres de fuera, desconoces – continuó su amigo, tajante –. Aquí las cosas son diferentes. Para mover, retirar, construir y habitar, se debe pedir permiso.
– ¡Tenemos que detener esto como sea!
Interrumpiendo la conversación, la manija de la puerta empezó a girarse. Los tres guardamos silencio, observando el movimiento. Fue entonces que la puerta se abrió con violencia y una ráfaga de aire penetró en la habitación. Saltamos de la cama para salir corriendo. Tomé de la mano a Angélica, que a su vez se aferró al brazo de Carlos. Como pudimos atravesamos la salida hacia la calle, haciendo un escándalo tal, que resultaría raro que algún vecino siguiera durmiendo.
Nos detuvimos hasta llegar a la caseta de vigilancia. Le contamos al guardia todo lo visto y oído durante esa y muchas otras noches. El buen hombre, de unos cincuenta años y ya con algunas arrugas en el rostro, se rio para sus adentros. Cruzando los brazos, soltó una ligera carcajada y nos dijo, con una mirada profunda:
– En esta tierra lo primero que hay que hacer para estar, es pedir permiso.

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Mario Humberto López Araiza Valencia (León, 1992) Ingeniero ambiental egresado de la UG. Estudiante de la Maestría en Ciencias en la Especialidad de Ecología Humana. Miembro de la iniciativa Eco Líder, escribe combinando su carrera con su pasión por las letras, actor de teatro, viajero.

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