G dirá que va a estudiar a Buenos Aires. En ese momento, la tarde se respirará a sí con otro aroma; no sabré si bueno o malo. Será la misma lengua pero diferente saliva: baba del diablo llena de su propia ciudad, de los mierdenses y estornudeños tendados por el smog que pasará frente al café, pero aderezada seguramente con un mocha y un café de la olla del cual dirá G que tampoco sabe igual. Sabré que su obsesión por Pizarnik la ha llevado a bosquejar una tesis sobre su poesía a través de la semántica. ¿Qué querrá decirnos la poeta ante la incomprensión de las cosas, ante las limitaciones que presenta el lenguaje? Pizarnik sostenía que la poesía lograba develar ese misterio concentrando los significados en la armonía de lo imperceptible. Es decir, ensimismándose en sus fronteras lingüísticas, instó en decir lo innombrable a través de un referente común: “explicar con palabras de este mundo” … Sonreiré al ver esa última parte y lo notará. Recordaré que ese fragmento es de un poema de Pizarnik que sabe de memoria, que lo recitó en el curso de creación literaria donde nos conocimos, que esa vez la lengua de G fue la de todos los tiempos, que hundió sus ojos melifluos en una llaga del infinito y que estalló en su garganta una voz que me seguirá latiendo: explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome Mi piel se supo otra desde entonces, una que se alza sobre su propia atmósfera para contemplar la conjugación de los labios de Pizarnik con los de G en un mismo espacio, atravesando las fronteras de mi sangre para llegar a esa reunión pactada, a integrar ese conjunto tripartito, un triángulo de imposibilidades donde G ama a Pizarnik, yo a G y Pizarnik nos posee en una sinfonía verbal que trasciende cualquier límite. Su totalidad se desborda ante nuestros ojos inertes, ojos que en la risa mutua devorarán cada minuto, cada palabra que se asome al vacío que construiremos frente a frente, sentados en un café que será un símbolo de lo que va a ser que fue la poeta, G y yo, de un porvenir encarnado en una nostalgia que andará a tientas, acompañándonos, bajo la lluvia. Nos despediremos cuando llegue su taxi y sabremos que será el último tango en París, que el futuro se meterá en nuestra piel una y mil veces, que será una violación destinada a ser inconclusa, a repetirse una y otra vez hasta que el ciclo se rompa y desemboque en una serie de consecuencias distintas; la sombra del mañana nos lamerá con una misma lengua pero diferente saliva —sombra que también indica luz, el trazo parcial de los límites entre la concreción y la incertidumbre—. Es la apuesta por los castillos en el aire, aire que rasga al bandoneón, aire tan sólido como para construir el reino de lo abstracto: G hará la maestría en Buenos Aires y saldrá de esta ciudad que no termina de hallarse ni de escribirse. Casi a punto de que irse, no haré más que halagar a G, a la expectativa de lo que aún no llega —la falta que genera el deseo, en palabras de Lacan—. Mis células harán metástasis de la ausencia que estará a nada de concretarse. Querré entonces llegar al punto final besándola, añorando que lleve mi sed a su destino, que el hálito de la reciprocidad nos envuelva: decirle el universo en dos o tres segundos. Cayendo en el abismo del adiós, decir que no sabremos, situado en sus ojos que curan lo infinito, si será para bien o para mal o si tan sólo dejará de llover. Juan Carlos Zamora (Tijuana, 1995) Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la Universidad Autónoma de Baja California. Ha participado como asistente y coordinador de diversos talleres y encuentros literarios. Obtuvo una mención honorífica en el Primer Concurso de Ensayo Universitario Rosario Castellanos, organizado por la LXII Legislatura del Senado de la República, con su trabajo Por mi raza hablará la mujer: desafíos artísticos y culturales de la mujer en el siglo XXI.
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