Era martes. Como odiaba los martes, siempre fastidiosos a su manera. Y los martes de marzo eran peores, calurosos y naranjas. Ese martes, la barra temblaba bajo mis pies, el aire golpeaba mi rostro jalando mi cabello hacia atrás sin medir la fuerza con que lo hacía, igual que una madre furiosa cansada de los desplantes de su hija. Me balanceé adelante y atrás, sintiendo como la adrenalina se agolpaba en mis piernas y en la parte baja del estómago, como el aire testarudo no dejaba en paz mi cabello. Observé lo que quedaba debajo de mí, como sentada en una caja de cristal, sintiéndome normalmente invisible. Alcancé a ver al otro lado de la cuidad la casa de mis padres. Ellos permanecían en un estado constante de preocupación por el momento en que se me ocurriera casarme, sin saber que lo que verdaderamente me agobiaba eran asuntos más sombríos que un vestido blanco y una cama cubierta de rosas. Concentrarme en la casa naranja de mis padres, una casa tan naranja como un feo martes de marzo, hizo que las piernas me temblaran más de la cuenta, así que me senté en la barra, haciéndola temblar ligeramente bajo mi peso. Por un momento, me detuve a pensar en lo que mi madre estaría haciendo, probablemente estaría tejiendo un par de botitas para esa nieta que siempre había deseado y que, como era de esperarse, yo no era quien se la daría, o tal vez estaba viendo una vez más las fotos de su padre. ![]() El abuelo Faustino, siempre triste y cálido en lo profundo de sus entrañas, hasta el último día. Él siempre estaba callado, sentado en la silla de su vieja tienda que ya no ofrecía nada que no fuera el olor a polvo acumulado y cartón húmedo, y eso en parte lo hacía mi persona favorita en el mundo, porque no le importaba demasiado, no cuestionaba, sólo vivía y escuchaba, no esperaba de ti o al menos de mí, aquellas cosas que sabía que todos esperaban pero que yo odiaba. Solamente permanecía callado, sumido en el recuerdo y a veces, cuando se me ocurría preguntarle algo como, ¿por qué la gente es mala?, siempre me devolvía la pregunta y ante la infantil respuesta siempre tan mía, porque no han encontrado a alguien que los quiera, él respondía que mi boca estaba llena de verdad, siempre con esa dulzura que me calentaba el alma. Habían pasado diez años desde que él había muerto y hasta entonces me sentía capaz de preguntarme, ¿dónde estará?, ¿dónde han quedado sus sabias palabras?, ¿y sus manos siempre frías y huesudas? Metida en aquella piel de quien ya no tiene nada que perder, arrojé al aire la pregunta más directa que jamás hice, ¿dónde estás ahora que la que está sola soy yo?, me sentí estúpida y me respondí, pues donde más, idiota, en el lugar donde descansan los dioses como él, mientras tontas como tú se quedan al borde aplazando el momento de dejar atrás lo que ya no se merecen. La barra de mental tembló una vez más y el aire se llevó todos los pensamientos que se movían en mi cabeza como hormigas, y a cambio, trajo un nuevo cuestionamiento, ¿qué va a pasar con todas estas cosas que pienso cuando caiga al vacío y mis sesos se embarren en la calle veinticinco, donde cada mañana se para el mismo chico a esperar el camión? Me reí para mis adentros convencida de una cosa, el pobre chico seguramente ni siquiera recordaría a la mujer rara que pasaba cada mañana frente a él, con la cabeza más enmarañada que el pensamiento. Y después de reírme, me puse pensativa una vez más, ¿sería que todo se iba a quedar negro e iba a dejar de existir?, pero… ¿cómo iba a dejar de existir si sabía que existía? Aquella cuestión me dejó más al borde de lo que la maldita barra caliente en la que estaba sentada me tenía. Seguro mi abuelo habría tenido la respuesta. Era una tonta, eso era en lo que en me había convertido, una tonta y una cobarde que se detenía a pensar en cosas así cuando dudaba de su decisión. Me puse una última vez de pie, era la oportunidad, el momento perfecto. La brisa me tiró de los cabellos una vez más, trayendo a mi cabeza la imagen de mi abuelo vestido con su traje de marinero y sacando todo lo demás que me quedaba por pensar. Puse un pie fuera de la barra, sintiendo el aire acariciar mi piel mientras la pierna contraria temblaba, solo hacía falta un paso más, una inyección de valor, un mililitro más de melancolía. Estaba lista, pero, si iba a ser mi último paso, lo iba a dar con todo lo que me quedaba, como mi abuelo lo hubiera hecho. Di el siguiente paso, y giré como las bailarinas del ballet ruso, quedando de espaldas a la calle mientras sostenía con fuerza el cuerpo imaginario de mi abuelo en un abrazo que distaba bastante a los que se daban en un martes feo y naranja de marzo, pero, que era el mejor abrazo que había dado. Y de eso, de eso no tenía duda. Jacqueline González Vargas (San José Iturbide, Guanajuato, 1998).
Uno puede hacer de uno mismo una eterna fantasía, pintar un panorama de colores e inventarnos la idea de una mente erudita, pero al final no importa realmente quién dices ser sino ser, porque es lo que nos llevaremos a la tumba y ¿qué importa, si no es vivir? No me bastarían palabras para describir el conjunto de extrañezas y defectos que soy, pero me gusta pensar que soy un poco más que una provinciana con el corazón bien empolvado en su tierra, una trabajadora de cualquier cosa y una melancólica cargosa que vive de recuerdos. Es lo que hay, pero al final uno no se achicopala y sigue dando lo mejor que tiene, porque ahí afuera hay muchos espacios de indeterminación que se deben de llenar.
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