Llegué sin vida a este mundo y, para frustración de muchos y confusión de otros, ahora me encuentro escribiendo esto. Mi abuela dice que debo agradecerle a Dios, mientras que mi padre me reprocha que no pudo cumplir su sueño de ser alpinista profesional por mantener a otro hijo. Pero, sin importar la razón, estoy aquí para verlo todo y sentir el viento con dióxido de carbono. ![]() Pocas veces he salido del asfalto, y de esas ocasiones no recuerdo una en la que haya estado lejos de la muerte. Es como si la naturaleza, con sus altas cantidades de oxígeno, me rechazara y me obligara a regresar a las grandes urbes. Una de esas ocasiones fue mi viaje a las montañas de Querétaro. La Sierra Gorda ocupa algunos de los municipios del norte del estado, con sus bellos árboles y enormes canteras abandonadas por lo costoso de la extracción en tan accidentado terreno. Mi destino fue el rio Escanela, en Pinal de Amoles. Mi novia me dijo que tenía ganas de viajar. Si no era conmigo, buscaría con quien, pero que de una u otra manera lo haría. Tenía el dinero y el entusiasmo, así que no pude negarme. Además, un escritor, aunque nadie lo crea y a los ingenieros les moleste, debe saber de todo. Toda mi vida se ha basado en escribir, y creo que, si debo hacer que un personaje vaya al bosque, cruce un río y viva en la intemperie, primero debo hacerlo yo. ¿Y qué tal si de pronto me persigue el gobierno y debo esconderme? ¿A dónde iría? ¿A Mompaní? ¿A una de las casas abandonas que rodean a la UAQ? Así que nos levantamos a las dos (bueno, en realidad yo no dormí por ver una película) y nos dirigimos en taxi hasta la biblioteca Gómez Morín, nuestro punto de encuentro con la agencia de recorridos turísticos. El viaje fue una aventura por sí sola, no el destino, no las asombrosas vistas, sino el hecho de ir apretujado entre una mujer de clase alta que quería demostrar que era capaz de ir al campo (con unos aretes de Gucci), mi novia y nuestras mochilas. Lo digo porque hacer el recorrido sin vomitar es el segundo mayor reto por el que se debe pasar. La carretera que une los municipios montañosos está poco iluminada, en constante reparación y, de forma similar a ciudades legendarias como Machu-Pichu, esculpida en la ladera de las montañas. Desde el cielo, estos caminos parecen serpientes que rodean los montes y conectan pequeños pueblos con lo que consideramos La Civilización. Justo en el momento del amanecer, nos detuvimos en un mirador hecho de piedra. Estaba construido en honor a uno de esos misioneros que habían recorrido esos territorios para llevar la palabra del señor. Yo sólo pude recordar al más famoso de ellos en Querétaro: Fray Junípero Serra, quien recorrió esos mismos caminos a pie descalzo y con un burro a un lado. Ya para ese momento, mis oídos estaban tapados por la altura, y con eso y el vértigo, sentía que cada paso lo daba directo hacia el precipicio. Pero ver los valles, los pueblos lejanos, las rocas rojizas por su creación en el fondo marino, hacían que todas mis penas perdieran seriedad. Por primera vez entendí por qué se dice que el viento acaricia; uno, estando ahí, con los pinos detrás y el profundo paisaje, se siente consentido por la creación natural. Cobra sentido la creencia en lo divino de los pueblos antiguos, pues no podía haber otra explicación para tanta belleza. Sólo pensadores como Kant podrían darle nombre a algo así, y sería con la palabra “sublime”. El viaje continuó hasta un pueblo llamado Tres Palos. Para describirlo y su posición en la montaña, podría usar de referente la ciudad capital de Gondor, Minas Tirth, del Señor de los anillos, ya que parecía que la montaña tenía forma de punta y hasta arriba se erigía la aldea. Claro, ésta no tenía nada de parecido con la ciudad de los reyes de Tolkien, pero generaba su propia sensación de respeto. Estar ahí, incluso por pocos segundos, hace recordar que la vida en las ciudades es complicada porque uno así lo quiere. Mis problemas se basan en alcanzar el autobús, conseguir lugar para sentarme, evitar a la gente que huele feo, llegar a tiempo y luego regresar sin ser asaltado. Luego, en casa trato de dedicarme a la tarea escolar, aunque sé que terminaré enojándome por las decisiones de alguna compañía cinematográfica. Pero ahí, en Tres Palos, vi la simpleza de la existencia. Necesitaban comida, agua, alimentar a los animales y ya. Ni siquiera parecían tener la necesidad de aprender otros idiomas, como parece ser una prioridad entre otros jóvenes como yo. No querían saber de la vida de un actor o cantante, o del precio de un celular. Trabajaban, hablaban, y luego respiraban el aire limpio de los árboles. Verlos, junto con la sobrecogedora vista del valle, me hizo preguntarme si en verdad amaba tanto la vida urbana. Recordé al joven Werther y su necesidad de viajar al campo para sentirse más tranquilo. Incluso comencé a hacer planes de escape; pensé en cuánto necesitaría para irme a un pueblo como aquel y cómo podría sobrevivir por el resto de mi vida. Pero una vez más, mis planes se vieron truncados antes de ser gestados en su totalidad por la falta de dinero. Creo que ni en mis sueños puedo ser rico. El viaje continuó hacia el norte. Atravesamos Colón, Tolimán, comimos al lado de la carretera, pasamos por una grieta enorme que hizo emocionar a todos (excepto a mí, pues lucía exactamente igual a esas avenidas en donde el gobierno parte montañas para ahorrar minutos de viaje) llamada Puerta del Cielo y, finalmente, llegamos a la ciudad principal de Pinal de Amoles. Debo dejar algo en claro: en mi imaginario, para que una ciudad sea considerada como tal, debe tener supermercados y cines. Puede no tener hospitales o escuelas, pero el consumo siempre debe estar presente. Por eso, lo primero que dije al ver las casas de techo rojo, construidas en la ladera de las montañas de forma casi antinatural, fue “¿dónde compran comida?” y “¿En qué lugar vieron Logan?”. Pensé que ese lugar era un pueblo de Pokémon por la uniformidad de sus colores, por la forma de construir sus propiedades y la forma de actuar de la gente. Hicimos una breve parada para una foto frente al mirador del centro, y continuamos nuestro camino hacia la zona turística del río Escanela. Para ese momento, yo ya estaba sintiendo los estragos de la noche en vela, y mi novia no podía pasar largos momentos sin dormir en su asiento. Por eso, esta sección del viaje fue más una mancha borrosa que un verdadero acontecimiento de nuestras vidas. Ya mencioné que estar en contacto con la naturaleza es un acto casi divino, ¿no es así? Pues al estar ante el Escanela, pude entender por qué hay gente que paga por mojarse los pies y llenarse de lodo. El agua fría en los zapatos, la sensación de las agudas y pulidas piedras en las plantas de los pies, el frío en los muslos y los testículos, y la ilusión de caminar por la superficie lunar, hacen que cualquiera quiera ir una y otra vez. Al escribir esto, siento el corazón latir con violencia de nuevo ante el recuerdo de la temperatura del agua. Tiempo después, mi padre, gran explorador, me contó que el agua salida de manantiales o proveniente del deshielo, por razones obvias, siempre está helada. Por primera vez en mucho tiempo, los colores de todo lo que me rodeaba eran claros y nítidos. El agua, después de muchos años de existencia, erosionó la superficie de granito, segmentando la roca de la montaña y creando una grieta forrada de árboles y un río en el fondo. El Gran Cañón estadounidense debió tener un origen similar. Nunca vi tanta transparencia. Las rocas, el fondo sedimentario y los pocos animales que lo circulaban eran claros, como si los estuviera viendo a través de un cristal. Entonces llegamos a la zona en donde los turistas pueden nadar. Una zona lo suficientemente profunda como para simular la ingravidez adecuada para sentir placer. Obtuve la razón de tales características al mirar hacia arriba: una cascada. El chorro de agua había agujereado el fondo y creado una piscina natural. Para pasar era necesario cruzar por un sendero profundo, pero transitable. Y salirme de él con el afán de buscar una alternativa y verme como un héroe para mi novia, fue uno de los momentos más traumáticos de mi vida. Un paso mal dado, en combinación con lo irregular del lecho rocoso y la corriente constante, hizo que resbalara y, por los segundos más largos de mi vida, estuviera bajo el agua, agitándome y moviendo los pies frenéticamente. ¿Cuánto habrá sido? ¿Diez segundos? ¿Veinte? Tal vez treinta. No lo sé. Pero por un momento comprendí a los gatos y a su miedo. También sé que mi comparación fue muy pedestre, pero eso fue lo que pensé en el momento. Eso, y que debía mover las piernas para flotar. Mi primera bocanada en el mundo de los terrestres me hizo pensar en Game of Thrones. Estuve cerca de la muerte, según el hombre que me sacó, y yo sólo podía pensar en la producción más exitosa de HBO. Ni siquiera sabía en dónde estaba, o en dónde estaba mi novia. Todo daba vueltas. Empecé a recordar cómo era el bautizo para los nacidos del hierro, y cómo habían hecho que Euron Greyjoy se ahogara y luego se recuperara para ser nombrado rey de las Islas de Hierro. Por lo menos, fue agua dulce lo que tragué (y escupí). Sabía a lo que huele una pecera sin lavar (o sea, igual que el té verde). Mi cerebro, débil por la falta de sueño y ahora expuesto a la falta de oxígeno, comenzó a sufrir de un horrible ardor en el lado derecho superior de la corteza. Todo fue fugaz. Estaba débil y adolorido, y tenía la extrema necesidad de comer un buen pozole. También quería el pescado que preparaba mi madre. Incluso empecé a desear las quesadillas que comía en la preparatoria. Esa reflexión me hizo pensar en mi abuelita y mi padre, y en las cosas que me decían sobre mi nacimiento. Estuve sin pulso por cuarenta segundos. Debido al cordón umbilical enrollado en mi cuello, salí de mi madre por medio de una cesárea de emergencia. En todo el sentido de la frase, fui peso muerto por más de medio minuto, e incluso los doctores me habían dejado al lado por la falta de reacción vital. Mi tía es enfermera, y estuvo en esa sala por coincidencia, y nos cuenta cómo cuándo consolaba a mi anestesiada madre, escucharon quejidos y bocanadas de aire. He sobrevivido a muchas cosas: inundaciones, corrientes enfurecidas de agua, caídas desde azoteas, batallas contra chicos de otros barrios, una pequeña balacera, la caída de una motocicleta, una revuelta en una manifestación y el disparo accidental de una flecha en el pecho, pero creí que el ahogamiento no iba a ser parte de la lista. Pensé que estaría en otra, en una con un solitario número. En vez de eso, salí quejándome y dando bocanadas. Y quise regresar a la ciudad lo antes posible. Por lo menos aquí, si muero, podrán decir que fue culpa de otro, y no porque siempre me negué a aprender a nadar. Proveniente de la Ciudad de México, Erick Ayala, además de diseñador de videojuegos y jefe editorial del sitio TrueCompiler, es estudiante de la carrera en Estudios Literarios con línea terminal en escritura creativa. Ha trabajado en la creación de guion para videojuegos y en la promoción de eventos universitarios a cargo del Fondo Editorial Universitario. Siendo entusiasta de la física y la paleontología, ha trabajado por más de la mitad de su vida en la escritura de ciencia ficción.
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