De un ladrido a otro Cuando nací el mundo ya era gris. O por lo menos nunca ha sido tan claro como ustedes lo ven. Para mí el sol y la luna son sólo dos pelotas enamoradas que deben vivir lejos una de la otra. Una sale cuando es hora de despertar y la otra cuando es hora de dormir, más allá de eso no sé de qué color son ni cuántos años tienen. Si me preguntan no hay muchas cosas en este mundo que valgan la pena. Pero hay alguien que me mantiene con la cola bailando y el hocico abierto. Viene de una tierra extraña, una tierra en la que los colchones son a prueba de pulgas, una tierra con pasto en lugar de concreto, una tierra donde las croquetas y el agua saben a miel. Una tierra a la que jamás podré llegar. La primera vez que la vi fue entre los pasillos de la sección cuatro y cinco. Venía a solas, como si aquello le perteneciera. Un festival de aullidos caía sobre su grisácea melena mientras que mis garras escarbaban sin parar entre los barrotes para verla más de cerca, para preguntarle si ella conocía de cerca el sol o si era una de las tantas mentiras de los monos. Sin previo aviso apareció frente a mi jaula. -Mi nombre es 1 pero allá arriba suelen decirme buena chica. Jamás había conocido a un 1. Ellos viven tan alejados de nosotros que si los viéramos en la calle podríamos confundirlos con un mono. Entre comidas solemos burlarnos de ellos imaginando que comen con tenedor y cuchara. Pero aquí no podía reír, ni si quiera hablar, algún gato diabólico y lampiño se había comido mi lengua. Hasta que me armé de valor, sacudí mis piernas traseras, apreté la cola, afilé los colmillos y respondí: - Mi nombre es 05101995 pero allá arriba suelen decirme buen chico. – callamos durante un rato y esperamos. Al principio sólo podía hablarle por las rejas. Los monos venían igual de parlanchines que siempre y me arrastraban a un cuarto resplandeciente cubierto de plástico. Algunos hacían anotaciones y otros grababan. Minutos después ella aparecía sin ninguna atadura y rodeaba lentamente mi humilde jaula. -¿Cuántos años tienes? – dijo -Mmmm, creo que dos o tres. -No creo que sea posible – comenzó a reírse. – Tienes por lo menos unos quince años. -¡¿Quince?!, algo te deben haber hecho esos monos allá arriba, y yo que creía que en la sección cuatro estábamos los locos. -No es para tanto, envejecemos más rápido que los monos, un año de vida nuestro equivale a quince suyos. -Ay, Dios, quince años encerrado en una jaula y probando la misma croqueta sabor croqueta. -Al parecer no entiendes – volvió a reír. – Sólo tienes un año de vida no quince ni veinte. -Es lo que te acabo decir. - Ya tendremos tiempo para que aprendas. Y vaya que tuvimos tiempo. Nunca he sido muy bueno con los números pero solía ir a verla una vez a la semana al mismo cuarto. Ella se pasaba las horas intentando explicarme algo relacionado con experimentos en nuestros cuerpos y yo me pasaba las horas intentando conquistarla. -Ayer uno de los monos mencionó que en nuestra próxima visita podrías salir de tu jaula. - ¿Y a ti te gustaría que lo hiciera? - No lo sé, tal vez así podría descubrir que tienes alguna garrapata escondida que te impide aprender rápido. -A lo mejor la que tiene garrapatas eres tú y por eso hablas igual de aburrido que los monos. -Ya te dije que nosotros no hablamos. -Sí, ya sé. Nosotros pensamos. -Y ese es un secreto que ellos no deben saber. Hay una regla general para pertenecer al club de los cuatro patas. Nunca confesarle a un mono que puedes chismear con tus amigos. Es una ley que te enseñan los más viejos en cuanto llegas a tu jaula y que si no respetas eres degradado al nivel de un gato. Hay veces que tenemos que aullar para disimular ya que entre nosotros podemos contarnos chistes y anécdotas sin abrir el hocico. 1 creía que nuestro encuentro era uno de los juegos de los monos. Que intentaban tendernos una trampa para descubrirnos y por eso hacían tantas anotaciones y dibujos en sus tablillas. La verdad es que a mí me tenían sin cuidado sus teorías conspirativas y prefería que hablásemos de cómo 5784 llegó calvo el otro día a la sección o cómo 8948 despareció un día sin heredarle su tazón a nadie. -Abran la reja – dijo uno de los monos. - Tomen posiciones, nunca hemos hecho algo parecido, es posible un altercado entre los dos animales – dijo otro de los monos que llevaba la melena más larga de lo normal y uno podía notar que sus pechos eran más grandes y redondos a diferencia de sus compañeros. Los barrotes desaparecieron y nuestros cuerpos se tensaron. Nunca había estado tan cerca de ella ni de mis amigos, una jaula suele separarnos a todo momento como si los monos tuvieran miedo de que nuestras narices chocaran. Avancé con cuidado, respiré profundo y salí. Cuando nuestros hocicos se encontraron dejamos de respirar. El ladrido, la palabra y la voz habían sido sustituidos por dos pares de ojos que lo sabían todo. Y por un momento, por un breve momento no hubo más gris. Ella era dorada y yo era blanco, nuestras patas se rascaban una a la otra y nuestras colas suplicaban porque nos quedáramos juntos. Después sólo vino el ruido y de nuevo el gris. Dejó de ladrar. El mono que disparó fue abatido por los otros y rápidamente recogieron su cuerpo. Inmóvil y petrificado fui llevado de regreso a mi sección, durante semanas intentaron reanimarme pero mis patas dejaron de responder y mis ojos decidieron no volver a parpadear jamás. A veces puedo escucharla a lo lejos. Como un susurro se acerca a mi oreja y me cuenta lo que ha hecho. Platicamos toda la noche sobre croquetas y buenos peluches para morder, le confieso que sigo viendo todo en gris y ella me responde que no me pierdo de mucho. Pero que si tuviera que elegir un tono favorito sería el mío. Y siempre que lo dice me imagino que soy del color de la luna. Carlos Ocegueda (Tijuana, 1995) amante de la ciencia ficción y las malas películas de terror, estudia la licenciatura en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la Universidad Autónoma de Baja California. Fue becario durante dos años consecutivos en el programa Talentos artísticos de Baja California. Ha participado en congresos estudiantiles con trabajos de investigación literaria y actualmente participa como redactor en la revista electrónica Morbífica. De grande no sabe qué quiere ser.
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