Me estoy tomando una Coca-cola en el estacionamiento del mini súper cuando se enciende la alarma. El grito de una mujer no mayor a los treinta años me asusta, me irrita, me aviva. Observo a un joven que fácil podría ser mi hijo salir a toda prisa del establecimiento con bolsas llenas de despensa. En el bolsillo trasero del pantalón asoma una pistola. Cuando el maldito ladrón dobla en la primera esquina a la derecha, termino de un trago mi Coca-cola y me pongo de pie: mi trabajo es atraparlo. Soy guarda de seguridad del mini súper desde hace más de veinte años y mi trabajo es atrapar a ese maldito ladrón. La chica del mostrador sale a gritarme: “¡qué está esperando, pinche flojo, se nos va con toda la venta del día!” En otras circunstancias me hubiera tomado varios minutos de mi valioso tiempo para explicarle con la tranquilidad que he cosechado en todos estos años de sentarme aquí a ver qué sale y qué entra, que no tiene por qué tratarme así, que somos compañeros y esos jodidos nos joden por igual, que el país es una mierda y etcétera. Pero me guardo la arenga para otro día y emprendo la persecución. En mi mente ya he hecho estas capturas hasta el cansancio. Llevo años deseando una oportunidad así: tengo bien medidas las calles, sé cuánto aire necesitan mis pulmones para correr y gritar ¡alto! al mismo tiempo, he practicado cómo desenvainar la macana -de ser necesario- viendo mi reflejo en la puerta de las cervezas; por las noches, cuando hay menos concurrencia, saco algunas cajas al estacionamiento y pienso que son ladrones-de-mierda: patadas, escupitajos, palabrotas, puñetazos que abren labios y mejillas de cartón; se podría decir que ninguna caja se me resiste pero sería exagerar ¿no? Todo iba de acuerdo al plan: doblé en la tercera cuadra a la derecha y luego dos más a la izquierda y le salí justo al paso. Tal cual está todo trazado en mi cabeza aquel tipo no se lo esperaba, me miró directo a los ojos e intentó disimular la mueca que suplicaba piedad. Todavía se daba el lujo de dudar de mi inteligencia. Le sonreí y meneé la cabeza diciendo que no, mano, no te vas a salir con la tuya. Me toqué la macana, sin albur, y comprendió. Echó a correr de nuevo. Y, aunque nadie me va a creer, como lo tenía previsto tropezó con los huacales llenos de jitomate de Don Sebas. Desde el suelo tomó uno y me lo lanzó (éste movimiento juro que no lo esperaba), lo esquivé. Las bolsas con despensa cayeron lejos, desparramando todo el contenido. Le salté encima. Aplasté su rostro con mi codo, las rodillas hacían presión sobre su pecho. Me suplicó que lo dejara libre, que no lo volvería a hacer. Este comentario dio paso al speech que he practicado en el baño del mini súper por más de diez años. Completamente inmovilizado escuchó todos mis consejos, las anécdotas de vidas que vi caer en la miseria, de personas inocentes que, por ladrones como él, se vieron envueltas en un peligro inminente y de algunas que perdieron la vida sólo por estar en el momento equivocado; le conté las ilusiones que tenía en la juventud, a su edad, y lo que sería su vida si seguía ese camino. En algún punto aflojó el cuerpo y dejé de hacer presión. La gente se reunió a nuestro alrededor y cuando terminé de hablar, aplaudió. Varias personas se secaban lágrimas o se abrazaban. Me incorporé frente al público y di las gracias como si estuviera en Bellas Artes. El ladronzuelo también se paró, se limpió la ropa y los ojos, había llorado, y saludó a la audiencia como si hubiera ganado un Oscar. La gente comenzó a dispersarse. El ladrón me dio un abrazo, dijo que había tocado fibras muy profundas en su ser, que se sentía bastante ligero y libre como el humo. Prometió cambiar. Estoy convencido de que tendrá un mejor futuro. Nos estábamos despidiendo cuando apareció un señor entrajetado con cara de conducir la sección de espectáculos en el programa social matutino, su voz era tenue pero en pocas palabras nos dijo que buscaba talentos como nosotros. Dijo que mi monologo le fascinó, que lo dejó reflexionando sobre el sentido de la vida y otras moscas abstractas, decía que nuestro espectáculo era una forma de reapropiarse los espacios públicos y que le interesaba realizarnos algunas ofertas de trabajo. Nos felicitó, nos dio su tarjeta y dijo que nos esperaba mañana temprano en su oficina para hablar de negocios. Desapareció al instante. Adrián, como se llama el entonces ladrón, me acompañó al mini súper. Devolvimos la mercancía, dejé la macana y parte del uniforme, recogí mis cosas del casillero y renuncié. Me despedí de la chica de la caja mostrándole el dedo cordial: hasta la vista, pendeja. Adrián tomó una paleta y no la pagó. Ensayamos en mi casa toda la noche y hoy nos presentamos puntuales en la oficina del que ahora es nuestro manager. Es impresionante cómo cambió nuestra vida, encontramos nuestra vocación, y juro que esto no lo había previsto ni planeado. Eduardo Oyervides (Cuernavaca, 1993). Estudiante del séptimo semestre de la licenciatura en Letras hispánicas de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Fue becario por parte de la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana en el curso de Creación Literaria Xalapa 2015. En ese mismo año crea con sus amigos el taller Guateque de letras. Ha asistido a diversos congresos nacionales para estudiantes de literatura y lingüística en la modalidad Creación Literaria/Cuento. Ha publicado las plaquettes de cuentos Despertar (Ediciones Zetina, 2014) y A deshora (2014), ganadora de la convocatoria Artefactos para jóvenes creadores del estado de Morelos, de Ediciones Simiente. Su libro El deseo obstinado resultó ganador de la convocatoria de publicación de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay en su emisión de 2017.
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Minisplit’s blues I Estoy solo y el aire acondicionado susurra cosas terribles que estoy solo, por ejemplo, y lo que falta en este silencio es tu voz y cómo tus ojos revolotean hiriendo estos versos y cómo dices "se nos cae el cielo" mientras lo que enuncias se desliza entre mis huesos y me sumerge y hay cierta paz hubiera querido, aquella vez, caminar la mitad de lo que caminamos y luego la mitad de eso y así sucesivamente hasta romperle la matrix a la noche y empolvar la acera con nuestros polvos que se contemplan y se tocan y se hablan con otras palabras lejos de estas es lo que deseo, al final, sobre tus labios o tu saliva o tu sexo hacernos polvo mientras me ves fijamente y te veo de vuelta con la misma gravedad jolgórica de los que se saben acabados y nos reímos tanto de todo. II Estoy solo y el aire acondicionado susurra ciertas certezas que estoy solo, por ejemplo, y lo que falta en este vacío son tus labios o tu saliva o tu sexo y el porqué revolotean esos ojos cuando dices "el día se acaba y muero de pena" y lo que enuncias decanta por mi cuello y se sumerge junto a mí y hay cierto silencio hubiera querido, aquella vez, caminar la mitad de lo que caminamos y luego la mitad de eso y así sucesivamente en paz, diluidos en sosiego hasta desembocar en la sombra de una esfinge desmayada y empolvar la arena hechos polvo deshechos en vida por un deseo que al final, no era más que el de ser vistos y tocados y enunciados por palabras extintas. III Estoy solo y el aire acondicionado balbucea obsesivamente el mismo ruido que estoy solo, que estoy solo, que estoy solo, por ejemplo, y que en este silencio no falta nada porque este silencio es más antiguo que nosotros los que irrumpimos y profanamos con deseos y caminatas y miradas y caricias y palabras floreadas atestadas de pájaros y vida que rompen los cristales del silencio y pueblan de estruendo y de tormenta las estancias donde no somos bienvenidos estoy solo, estoy solo, estoy solo pero hubiera querido, aquella vez, secuestrar la noche la fugacidad del gesto y de las luces y tus manos porque sospechaba la guerra que libramos por atravesar el silente espacio y mirarnos fijamente y tocarnos tiernamente y hablarnos con palabras primigenias que nos devuelvan la memoria del germen y del agua, de la tierra y las constelaciones entre tanta hostilidad y hierro es este deseo, al final, la tenacidad de los labios y la saliva y el sexo, de nuestros ojitos regocijados revoloteando retecontentos en la incertidumbre del otro y la posibilidad de su presencia, de nuestras manos ya mohínas por veinte años de demoledora espera, de nosotros hechos polvo, en esencia, habitando ecos, rasguñando los resquicios de una humanidad apaleada y aun así en una delirante, ancestral y bellísima batalla contra todo lo que entrañe la muerte.
Ánimanimal Nada, absolutamente nada nada ya, un mar de nada lo sacia nada pero busca busca implacable entre tu amor cicuta tu ancho amor vertido tu ancho amor vestido tu ancho amor guirnalda entre ruinas de besos aguerridos busca e inhala pone entre tus piernas sus narices e inhala y busca hasta que es también tu carne y tu cabello y tu memoria y la tristeza y la gloria donde busca y muerde y bebe y se sepulta y tu mano consciente de que no existo avanza nada ya en un mar de nada reconoce amablemente ese cabello y toca a mí redibuja mis contornos ¿de dónde viene este impulso, por qué hay en sus huellas un ardor primigenio, hasta dónde pueden extenderse las penas, cuántos siglos llevaremos la saliva del otro? y tu risa esa clara, prístina guisa de explicarme las cosas: no hay otra respuesta salvo seguir buscando. Aziz Córdova (Agua Prieta, Sonora. 1995): Estudiante de Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora. Ha participado en eventos literarios como Floricanto,Horas de Junio, Foro CHL (Festival de primavera), el primer y segundo Encuentro Multiexpresivo Andante, entre otros. Cofundador del colectivo ahhcguard dedicado a promover la literatura y su creación en el noreste de Sonora, director del fanzine Mónica Lewinsky que pugna en pos de la comunidad estudiantil y su reforzamiento.
Suicidio cuántico —Ahora mismo existe un universo en el que no se conoce ni el deterioro ni la muerte, y ahí también estás tú, quizá pensando qué harás con tu vida inmortal —le susurré sin que me pudiera escuchar. Él siguió leyendo como si mis palabras fueran ficción; no dejaba de apuntarle a la cabeza—. Quizá dejas de existir en un universo, pero en muchos otros continúas con vida. No quitó la mirada de la hoja en ningún momento, y cuando el disparo retumbó por los aires, destruyéndole el cráneo, la inercia de sus movimientos no le alcanzó para terminar de leer la palabra por complet... Cotidianeidad Julio jalaba tras de sí a su pequeño hijo entre el tumulto matutino del metro. Estación tras estación se convencía de que la ciudad era inhabitable y con el paso del tiempo la gente se iría deshumanizando más y más. Salió del vagón entre empujones de extraños que no volvería a ver en su vida. Intempestivamente dejó de sentir la pequeña manita de su niño. Entró en pánico. Su angustia lo llevó a pensar en lo que tendría que decir al llegar a casa con las manos vacías. Respiró hondo, contó hasta diez, y tras relajarse, pensó en sus opciones. Halló la solución. Estiró el brazo entre la multitud, tomó bruscamente otra manita del mismo tamaño que la de su pequeño, jaló de ella con fuerza y siguió su camino hasta ahogarse entre el bullicio. Consecuencias Ayer le dije que la amaba tan profundamente que temió caer en esa profundidad y no poder salir jamás. Tener que aprender a hacer fuego con piedras (esperando que no estuviesen húmedas). Recorrer a solas un terreno no explorado, recurrir a la caza de la fauna que allí habita. Encontrar castillos sin dueño, a oscuras, y habitarlos fantasmagóricamente. Buscar recursos y distinguir las vallas venenosas de las comestibles. Domesticar a algo parecido a un can, darle un nombre tierno. Volver a ser instinto, quizá volver a ser bestial. Refugiarse de los peligros nocturnos en las copas de los árboles. Trazar historias de las historias en las cuevas, abrazados —ella y su can— por el fuego. Hallar en su voz algo cercano a lo humano. Dejar pasado y presente, porque el tiempo ya no existe y sólo quedan los días sin noches. Señalar al sol y pensar que eso es Dios. Encarnar la humanidad paso a paso y con la piel más viva que nunca. Saber que la existencia plena es ser un sistema nervioso que habita una realidad, y nada más. Ayer le dije que la amaba tan profundamente. Hoy huyó hacía otra profundidad. |
Gaceta
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