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Rupi kaur y la poesía que lo cura todo - Andrea Latham

15/2/2018

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Rupi kaur y la poesía que lo cura todo

“Aquí está el viaje en el que
sobrevivo gracias a la poesía...”
-Rupi Kaur, traducción de Elvira Sastre.
Encontré los versos más hermosos en el pozo más oscuro. Rupi Kaur (1992) es una bocanada de aire fresco en medio de la soledad, sus versos abren puertas y ventanas, construyen casas, reforman la poesía. No resulta difícil decir cosas buenas sobre el recientemente traducido Otras maneras de usar la boca (milk and honey). Que ha llegado a las estanterías de México apenas hace un mes. Su versión en inglés se colocó en la lista de best sellers durante 24 semanas consecutivas y su versión en español quedó en las manos de la prometedora poetisa y traductora española, Elvira Sastre a través de la editorial ESPASA.

Otras maneras de usar la boca, vio la luz por primera vez en el año 2014. La incursión independiente, por medio de plataformas digitales como Tumblr y Amazon, representaron la visibilidad necesaria para firmar un contrato editorial en 2015, lo que le atribuyó a la obra el reconocimiento internacional y su traducción en 2017, a más de cuatro idiomas.

El daño, el amor, la ruptura y la cura conducen de manera orgánica la obra poética ilustrada, entre el lenguaje sencillo y los versos cortos, Kaur nos introduce por primera vez a su mundo poético, a su idea de la poesía, que visualmente se constituye únicamente de los colores blanco y negro. Entre dibujos realizados por la autora, de trazos descuidados pero firmes, atrapa al lector que sin darse cuenta, ya forma parte de ellos.

No es arriesgado asegurar que esta obra poética reconstruye al poeta, al lector. Reforma lo tradicional, lo complementa. Una académica  decía, que dentro de la poesía, el que perdura, el que importa, es aquel poeta que a través de sus versos, grita más que el otro. Y Rupi Kaur no ha dejado de gritar desde el 2014. Y nosotros, los lectores, gritamos con ella.

Imagen
Andrea Latham (Ensenada, Baja California. 1997). Estudiante de Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la Universidad Autónoma de Baja California. Colaboradora del grupo Liroforos, impulsor de actividades literarias y cofundadora de Poesía Cuchumá evento dedicado a la Poesía Slam. Ha publicado sus poemas en revistas electrónicas como Linotipia y Apamate. Cuenta con un libro de poesía independiente titulado Flor de Nopal (2017).
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Tres poemas de Guillermo Hidalgo

13/2/2018

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MONDRAGÓN
 
Bomba H bajo un cielo de parpadeo psíquico,
en la cabalgata de la ruina
                                               cada vez más latido
y baño orgiástico,
como un país que alimenta el ombligo de una sombra: meteorito:
                                                               higuera labrada
mientras el relámpago ilumina
las colmenas videntes.
 
La locura no existe.
 






DECAN LUDE
 
Frontera de los tiempos:
la sed del hombre
se muestra ante el beso sumergido en el desastre:
                                               la mala sangre corre
en las corneas del fruto vivo,
en el alma-neón que injerta
sinfonías de encierro.





DESCRIPCIÓN DE UN ESTADO FÍSICO
 
El vientre esparcido en la realidad,
testimonio de un pájaro muerto
sobre el claustro luminoso
                             donde la ciudad se pierde
y caen pétalos sobre la cáscara
como signos escritos
metidos en un avión
                           que es la piel del nombre,
                de la lengua anterior a la vida,
la misma lengua que llega a la costra
para luego matarse en todas las direcciones.





Imagen
Guillermo Hidalgo (CDMX, 1996) Estudia La Licenciatura en Lenguas Modernas en Español en la Universidad Autónoma de Querétaro. Participó en el Noveno Curso de Creación Literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana. Su obra poética está conformada por Cementerio Club (Herring Publishers, 2017) y Pabellón / E (Casa Editorial Abismos, 2018).

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Una nueva vida - Héctor García

13/2/2018

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Una nueva vida

Una corriente ligera refrescaba la tarde. Se dijo que era un buen día más por tratar de convencerse que por tener una certeza. Apenas unos minutos antes había comenzado su horario de comida. En su trabajo podía permanecer horas frente a la computadora sin hacer nada, o llenando formatos sin cesar durante cuatro horas seguidas sin descanso. La jornada en la oficina transcurrió con calma por lo que salió antes.
 
            Mientras caminaba, advirtió el olor de aceite quemado, chile y jitomate cocido que le abrió el apetito. La fonda estaba a unas cuadras de su trabajo, pero venía arrastrando el hambre desde el mediodía.
 
La fonda estaba justo en la esquina de la calle oculta tras la copa crecida de un árbol. Cruzó el portón negro, otra vez con dificultad. Era necesario hacer un esfuerzo doble para entrar ya que un peldaño estaba por encima de la banqueta. Se sentía más viejo cuando subía el escalón. Un mostrador de metal daba la bienvenida a los comensales. A pesar del cristal empañado se podía ver el arroz, los guisos y la verdura cocida además de varios quesos. Los platos de color beige se encontraban a un costado.  Detrás, podía verse la cocina. A mano izquierda estaban las mesas; dos cuartos anteriormente divididos, habían sido acondicionados como comedores. A esa hora los asientos seguían vacíos. En unos minutos comenzarían a poblarse de oficinistas que, como él, buscaban tener una comida regular.
 
Caminó hasta la mesa de costumbre en una de las esquinas desde la que se podía ver la televisión y una ventana que daba a la calle. Se retiró el saco y lo acomodó en el respaldo de la silla. Pudo ver su abdomen, su figura le incomodaba aunque nadie estuviera cerca. Ya sentado, se acercó para no estar lejos de la mesa. el borde dividía su vientre. Pensó en ponerse de nuevo el saco, pero hacía calor. Prefirió la vergüenza.
 
Descansó sobre el respaldo. Hasta ese momento no daba crédito a los artículos que había leído en internet donde hablaban de la influencia que tenían los colores sobre las personas. El hambre se inicia con el primer vistazo, se dijo, justo después de mirar las paredes amarillas y anaranjadas que hicieron gruñir su estómago.
 
Se arremangó y esperó hasta que tomaran su orden. Estiró sus manos. El anillo de matrimonio brilló con la luz del sol que entró por la ventana.
 
Cuando le llevaron el menú lo examinó unos segundos. Ordenó una comida corrida: sopa de fideos como entrada y flautas de pollo como plato principal (hizo hincapié en la cantidad de lechuga y jitomate, necesaria, según él, para nivelar la grasa del cuerpo). De tomar, a sugerencia del servilletero, pidió una coca. Después de que la señorita le retiró el menú Juanjo le miró las nalgas mientras ella caminaba hacia la cocina. Sonrió imaginando la posibilidad de que delantal y pantalón cayeran. La deseó.
 
Colocó la servilleta sobre su pantalón y el anillo lo deslumbró de nuevo. Le incomodó verlo y se lo quitó con dificultad. En su piel quedó marcada la ausencia con una franja blanquecina. Acarició la piel blanca de su dedo con el pulgar. Lo había llevado por tanto tiempo y ahora la sensación de no tenerlo le era extraña, como si esa parte de la piel le hubiera sido injertada recientemente. El extrañamiento creció después de alzar la vista: el mantel a cuadros blancos azules era otro, aun cuando las manchas de grasa y salsa denotaran su antigüedad. Las flores eran las mismas del día anterior y sin embargo no advirtió su presencia hasta ese momento. Parecía que todo estaba recién colocado, pero sabía que todos los objetos conservaban el mismo lugar que tenían ayer. Esa era su mesa, esa era la fonda y ese era su anillo, pero ya no era su vida.
 
—No puedo más, Juanjo. Me voy mañana.
Las palabras de su esposa ponían fin a una vida de veinte años. Aquella noche se acostó en el sillón de la sala sin poder dormir. Leyó la inscripción grabada en el anillo, pero las palabras “unidos en cuerpo y alma” carecían de sentido en plena madrugada. La promesa se había perdido en algún punto de los últimos años. Creyó inútil hacer un esfuerzo para precisar el momento.
 
Salió a trabajar sabiendo que, cuando regresara, el clóset tendría sólo la mitad de ropa, esa certeza le resultó imposible. Capturó, como siempre, los datos de la tarde con el mismo dolor de cuello de los últimos años. Al terminar la base de datos llevaba su mano, como siempre, hasta las cervicales. El paseo de sus dedos por cada vértebra no lo aliviaba verdaderamente, pero la inercia de la propia costumbre lo llevaba a repetir ese hábito. Pensó, que al regresar dormiría cómodamente en el colchón kingsize que había comprado después de casarse. Ahora tendría más espacio y dos almohadas más para dar soporte a su cuello. Esa noche dormiría, ya no, como siempre.
 
En ese instante comprendió que después de casarse no unía su vida a la de otra persona, sino que había adquirido un compromiso, hasta entonces eterno, con la rutina. El tiempo había transformado las acciones en un mecanismo: la despedida en las mañanas, el camino a la oficina, el tecleo incesante frente a la computadora, la captura de cifras, el regreso, la charla, el sexo (siempre el sexo de la misma manera), lo olores, los cuerpos gastados; y después los enojos, y los reclamos, y el mismo sexo, y los silencios, y los besos por inercia con los adioses obligados que después, simplemente, quedaban implícitos con los desayunos que se fueron haciendo más breves. Más simples.
 
Igual que con el continuo masaje del cuello, el pulgar que acariciaba la piel enrojecida no aliviaba una sensación inexistente, carecía de sentido, aunque aligeraba, de cierta manera, la sensación de pesadumbre. El calor lo obligó a desabrocharse el cuello de la camisa. El aire que entraba por la ventana no lo hizo sentir mejor. La migraña se anunció en las sienes. Le llevaron la coca a tiempo para disipar los piquetes que sentía en los costados de su cabeza.
 
El estómago gruñó de nuevo y el hambre que sentía era tan nueva como su condición. Guardó el anillo en la bolsa del pantalón y sonrió a la camarera que llevaba su plato. Le miró las nalgas con más deseo que antes (la separación le daba el derecho de desear a cualquier otra mujer con una intensidad renovada). Se había librado del hábito. Sintió, verdaderamente, dolor en el cuello, la ausencia del anillo y un hambre incrementada por el olor a tomate y chile de la salsa.
 
Al caer la noche, cuando regresó a casa, encendió la luz hasta entrar a la habitación. Abrió el clóset para verificar que sólo había ropa suya. La habitación se veía mucho más grande comparación de los días anteriores. El ropero, libre de crema y cosméticos, se tornó mucho más amplio. El buró junto a su cama sin libros ni fotos parecía más viejo de lo que aparentaba a causa del polvo. Creyó haber entrado a una habitación que no era suya, que ya no le pertenecía y hasta ese momento, el saberse ajeno a esa realidad le causó un escalofrío que lo dejó helado.
 
El sabor de las flautas que había permanecido en su paladar desde la tarde, ahora era un gusto amargo que el daba náusea. La boca del estómago comenzó a dolerle. El silencio dominaba la habitación y el resto de la casa. No quiso prender la tele. Después de cambiarse de ropa intentó dormir. Arrastraba el cansancio y la mala noche del día anterior, a pesar de ello no pudo cerrar los ojos. Aunque estaba solo, continuaba recostado en el extremo derecho del colchón. Le asustó sentir el fresco en el otro costado. Giraba combatiendo los pensamientos que aumentaban su malestar al examinar la situación. Una de esas ideas lo dejó intranquilo hasta que se convenció que, aplicándola, podría conciliar el sueño. Entre la obscuridad buscó su pantalón y de la bolsa sacó el anillo. Lo colocó de nuevo en su dedo y se acostó deseando regresar a la rutina. En medio de la noche los sollozos rompieron el silencio.

Imagen
Héctor Alberto García Sánchez Originario de la Ciudad de México, pero con residencia en Querétaro desde hace diecisiete años Héctor encontró su pasión y vocación en el mundo de las letras. Sin antecedentes de una relación íntima con los libros, de manera tardía se convirtió en amante de la escritura y la lectura. Actualmente la Licenciatura en Estudios Literarios en la Universidad Autónoma de Querétaro. Miembro de la revista Aeroletras de la Facultad de Lenguas y Letras de 2014 a 2015, ha participado como presentador y ponente en diversos coloquios de estudiantes de literatura. Cursó el Taller Levreriano de Escritura Creativa de 2011 a 2014 impartido por Víctor M. Campos. Actualmente, trabaja junto en la novela que será su primer material impreso
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Cambio de canal - Rodrigo Espinoza

7/2/2018

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Cambio de canal

¿Era yo ese muerto que remaba rayo abajo?
M. S. Papasquiaro
 
Después de que morí vi a Dios: era un velociraptor y estaba devorando el cuerpo de una monja. Di un paso sobre el suelo de éter y se escuchó como si se rompieran miles de copas. Dios, el velociraptor, levantó la cabeza. La sangre se escurría de su boca. La monja todavía se movía… sólo un poco. Dios colocó su mirada en mi pecho y sentí como si una fuerza invisible lo abriera. Mi pecho se abrió y en su interior pude ver un espejo en el que se reflejaba una tonada rota. No había nada más que hacer para mí en ese lugar, pensé. Di la vuelta. En el suelo, vi cómo la sombra del dinosaurio tomaba la forma de un OVNI. Se elevó por el cielo de mercurio y desapareció a mitad de la tormenta. Yo seguí caminando.

 Repentinamente todo alrededor desapareció. Una sensación de frío me hizo apretar los dientes. Miré sobre mí hombro y un túnel lleno de cocodrilos se iba dibujando por donde pasaba. ¿Qué camino tomar por esta zona en la que los relojes se han descompuesto para siempre? Se me cae la oreja. En el suelo, como un hurón, comienza a deslizarse; detrás de ella se abre un río de ojos. Escupo en el río y cuando la saliva lo toca se alza una torre de fuego. Luego miro dentro de mi vientre y veo acercarse a un oso negro. Comienzo a correr a mitad de la plenitud de luz que se enrosca entre mi cabello. Sin darme cuenta, caigo en un bucle de tiempo que abrió el rayo láser del OVNI. ¿Dios, por qué me guías al descenso del pulso encharcado en que agonizas?

Abro los ojos y alrededor se extiende una selva. Los pájaros salen de entre la boca de mis cabellos. Dos gritos de vidrio se quiebran en medio de la herida del cielo. De la herida gotean cadáveres de pulpos. Digo una palabra y de mi boca sale una mancha roja que se va cabalgando sobre el dorso de la tarde. La caída es vertical, le digo en mi pensamiento a Dios. Una voz azul aparece en la punta de los árboles. Se contrae como un grito y desaparece dentro de mi boca. Ahora, si hablo escupo venados y ballenas y algún ornitorrinco. El OVNI aparece en el cielo y se estrella contra las lágrimas de las montañas. En el choque se escuchó un padre nuestro partido a la mitad; fue algo parecido a un relámpago sin luz. La orbita de mi pensamiento lentamente se va quebrando: va cayendo en un espiral de hélices rotas y estatuas amarillas. Dios se aparece frente a mí. Es una silueta hecha de litio. Sé que pronuncia mi nombre pero no lo escucho. No entiendo a los pensamientos morados que se estiran por su cuerpo. Se acerca a mí y en su rostro alcanzo a ver una tormenta de átomos. El rostro se va abriendo cada vez más hasta abarcarlo todo. Su mirada nos consume.

Estoy flotando en medio del espacio. Alrededor no hay estrellas ni planetas. Sólo hay prismas. Me desplazo entre la oscuridad espesa y alcanzo a tomar uno. Cuando lo tengo en mis manos comienza a brillar. Cascadas de luces de colores se expanden por todo el espacio.  A mi lado veo una ecuación que se sumerge en los colores. Luego un hoyo negro aparece detrás de mí.  Aspira tan fuerte que me arranca la piel. Quedo con los músculos expuestos y la mirada quieta. No siento nada. Dejo que mi mente se pierda. Disecciono la raíz de mis pensamientos endurecidos. Siento como si me estuviera volviendo de madera. Miro mi mano: de ella brota un baobab que me atraviesa la cabeza. Mis ojos se quedan pegados en las ramas del árbol y los lleva hasta el lugar de nacimiento de un verso. El verso sobre el que solía girar en medio de la incertidumbre de la vida. Mis ojos ven a mi familia que llora, se abraza…se consuela.  No hay silencio más ensordecedor que el que tienen mis padres dentro de su pecho. El árbol regresa a mi mano. Mi rostro se reconstruye. Miro alrededor y el vértice de uno de los prismas es un camino. Me sumerjo entre las aguas de colores. Dentro del prisma está la silueta de litio. Sobre ella flota, quieto, el OVNI. El OVNI lo conduce el velociraptor. Mis músculos lentamente se van desintegrando, como si fuese un soplo de polvo: un murmullo que se desvanece. En mi cabeza las ruinas de los manicomios comienzan a incendiarse. El signo de litio que tengo enfrente pronuncia mi nombre. Me doy cuenta que no es el mismo por el que siempre me llamaron. Las estrías del tiempo se estiran hasta quebrar el espacio. El velociraptor comienza a escupir una risa esquizoide. El OVNI suelta un haz de luz y sube a su interior la silueta de litio. En una implosión desaparecen.

No queda más que una silla de tres patas dentro del prisma. Me acerco y descubro que no es una silla, sino, una puerta. La abro. Alcanzo a escuchar un corazón detenerse.    

Imagen
Rodrigo Espinosa (Ciudad de México, 1993) Lector de notas rojas y también estudiante de literatura. Le gusta pensar que la realidad es completamente maleable. También cree que en los silencios es donde más ruido hay. Le gusta la poesía y algunas películas mexicanas. Ha publicado su trabajo narrativo y poético en las revistas La rabia del axolotl, Prosvet, Saltapatras y Aeroletras.
Fotografía: Natalia Romero

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